Si izquierdas y derechas en política no pueden ser definidas sino por su inmediata referencia a su par opuesto, no tendría por qué causar revuelo deducir que, si el llamado “socialismo del Siglo XXI” representa hoy el proyecto continental de la izquierda, el macrismo por añadidura representa a nivel nacional su contracara más evidente.
Y ello así no porque no existan expresiones vernáculas de derecha más ajustadas a los ideales prototípicos de esta parte del espectro ideológico o, lo que es lo mismo, más disonantes respecto del ala izquierdista, sino porque en nuestro análisis debemos considerar la relación de fuerzas existente: el PRO se visualiza con mayor nitidez entre las opciones de derecha sencillamente por el peso específico de su poder político actual.
Dicho esto, es interesante advertir lo que ocurre en los sectores de derecha cuando una expresión cercana a sus posiciones ideológicas asume el poder, como ocurre hoy en Argentina. No simplemente interesante; también útil, en la medida en que tomar conciencia respecto de las propias debilidades puede contribuir a modificarlas en un marco regional signado por la creciente debilidad de una izquierda cada vez más ilegitimada, frente a una derecha en vuelo ascendente.
Empecemos configurando, al buen estilo del método weberiano, un “tipo ideal” del “hombre de derecha medio”. Y digamos en primer término que la psicología del hombre de derecha busca evadir, siempre que sea posible, la problemática política. Tal cosa no es más que una resultante, aunque suene desconcertante, de sus propias ideas políticas consistentes en la reducción de la política a su mínima expresión. El hombre de derecha, en efecto, reconoce y fomenta la separación entre la esfera pública y la esfera privada de la vida social; y ubica a la política en apenas algunos espacios de la primera. “Lo personal es político” decía la feminista radical Carol Hanisch. Lo personal es privado, al contrario, diría un derechista.
En segundo término, al hombre de derecha no le agradan las utopías. Él prefiere asumir la realidad tal cual es, con sus oportunidades y satisfacciones, pero también con sus dificultades, con sus pesares y contingencias. De ahí que siempre haya preferido el término “evolución” frente al de “revolución”. En consecuencia, aquél no se resguarda en ideales utópicos que, para concretarse, necesitan de un aparato político monstruoso capaz de crear un nunca alcanzado ni alcanzable “paraíso en la tierra”. Así, la utopía como constructo imaginario disparador del compromiso político activo y permanente, tan arquetípico en la izquierda, no toca al hombre de derecha, el cual prefiere aceptar las propias condiciones de la vida, ganándosela por sus propios medios, haciendo y dejando hacer, sin ampararse en constructos ideológicos que le socorran de su frustración personal.
El hombre de derecha de nuestro Siglo brega, pues, por un Estado limitado. Es la sociedad la que debe desenvolverse a su propio ritmo, frente a un árbitro estatal que defina reglas claras y estables de juego que permitan a los individuos desarrollarse por sí mismos. Tal es, en una palabra, la función de la política para el hombre de derecha.
¿Qué puede deducirse de estos rápidos apuntes? Pues que el lugar de la política para el hombre de derecha es accidental. Su interés por la política se activa, y lo impele a actuar políticamente, sólo cuando tiene en frente un gobierno de signo radicalmente contrario. Pero cuando un gobierno próximo a sus propias posiciones llega al poder, el hombre de derecha se repliega, vuelve a la comodidad de las esferas privadas de la vida, relaja sus instintos militantes, y delega toda sus esperanzas a la técnica, confiando en que los resultados materiales de la gestión gubernamental derechista serán lo suficientemente evidentes para todos como para prescindir de todo relato político capaz de reforzar la legitimidad.
El caso más palpable de esta actitud frente a la política está dado por la teoría del “fin de la historia” de Francis Fukuyama, la que planteó que tras la caída del comunismo a fines del Siglo XX el ser humano había llegado a un punto de no retorno en cuanto a la forma de su organización social, caracterizada por el triunfo definitivo e irrevocable del capitalismo y la democracia liberal. Pero el rápido surgimiento del llamado “socialismo del Siglo XXI”, los fenómenos populistas en América Latina y el auge del marxismo cultural, tiraron por la borda los sueños de quienes creían que en política todo puede estar dicho de una vez y para siempre.
En sentido contrario de la apatía política del hombre de derecha, el hombre de izquierda mantuvo con ferocidad su militancia política aún en un marco completamente desfavorable, caracterizado por una aplastante derrota de alcance universal. Los congresos, mítines, seminarios y reuniones en todo el mundo sobre qué hacer tras la implosión del llamado “socialismo real” fueron moneda corriente a fines de los ’90. Sus ideólogos jamás abdicaron. Sus militantes siguieron haciendo de la política un trabajo a tiempo completo. Y así, sobre los escombros soviéticos, se diseñaron nuevas estratégicas hegemónicas y se fogonearon nuevos conflictos étnicos, raciales, económicos y sexuales. Sobre los cadáveres de los 100 millones de muertos que dejó el experimento comunista, se clavaron las banderas de los Derechos Humanos, hegemonizadas por una izquierda que jamás reparó en cometer las atrocidades más inenarrables en nombre de su ideología.
Mutatis mutandis, las mismas condiciones parecen reproducirse hoy en nuestro país. Al triunfo del PRO le siguió un relajamiento de lo que, en rigor de verdad, jamás fue una militancia orgánica, sino apenas una reacción espontánea de quienes, aún sin saberlo e incluso negándolo, se ubican del centro hacia la derecha en el abanico ideológico. Y frente a ello, puede verse una ruidosa izquierda que no dejará de militar hasta recobrar las riendas del poder.
Para peor, en virtud de las propias ideas que son más afines a la derecha de nuestro Siglo, los gobiernos derechistas van anulando la intromisión del Estado en dimensiones como la ideología que, con buen sentido, se consideran propias de la privacidad del individuo. Así, el Estado se neutraliza y la derecha termina prescindiendo, pues, del arma que la izquierda, siguiendo enseñanzas de Gramsci y Althusser, utiliza con total desparpajo cuando llega al poder para diseminar su ideología en la sociedad civil: los aparatos educativos y comunicacionales del Estado. De ahí que allí donde el kirchnerismo montó un monumental conglomerado de medios destinados a bajar línea ideológica, el macrismo prefiere desarmarlo en lugar de utilizarlo en propio provecho; allí donde el kirchnerismo montó estructuras de historiadores rentados para manipular el pasado y el presente, el macrismo prefiere poner al Estado al margen de discusiones relativas al pasado.
La desventaja estratégica de la derecha es clara: no sólo sus hombres se ponen al margen de la política ni bien el poder político es conquistado, sino que limita lo que con el poder político puede hacer en beneficio de sus propias ideas.
¿Cuál es entonces la salida a este dilema cuyas raíces se hunden en la propia psicología política del hombre de derecha? Los más pragmáticos responderán que frente a una izquierda que hace e hizo uso del aparato estatal para derramar su ideología a la sociedad civil, prescindir de esta herramienta para contrarrestar años de adoctrinamiento equivale a usar arco y flecha frente a un ejército armado hasta los dientes. Los más idealistas, en cambio, mantendrán que la solución no puede ser provista por el uso de los aparatos estatales, sino por un cambio en la concepción política del hombre de derecha, que lo lleve a mantener una inamovible actitud militante que equilibre el ininterrumpido accionar izquierdista.
Comoquiera que sea, lo concreto es que, si la derecha pretende salir del ciclo que sus propias condiciones ideológicas y psicológicas generan, deberá asumir que el conflicto ideológico no tiene fin, y que no puede haber ni un segundo de tregua frente a una izquierda que no desmovilizará su militancia ni bajará sus banderas.