¡Que difícil es dar malas noticias! Cuando durante años y años, las personas se mal acostumbraron a vivir en un mundo de fantasía, donde todos los deseos parecían convertirse en realidad, por el solo hecho de desearlo o de considerarlo justo; quien de repente anuncia que el sueño terminó y es hora de despertarse, pasa a convertirse en el malo de la película.
Los argentinos hemos estado viviendo durante los últimos 50 años (con breves y excepcionales períodos) en La Tierra de Nunca Jamás, creyéndole al Peter Pan de turno, que nos juraba que para volar solo hacía falta desearlo y tener bellos y abnegados deseos humanitarios.
Y siguiendo a estos místicos de la política, nos hemos lanzado una y otra vez al vacío y mientras caíamos, soñábamos y sentíamos que estábamos volando, hasta que finalmente llegábamos al suelo.
Decía Ayn Rand “Se puede evadir la realidad, pero no se puede evadir las consecuencias de evadir la realidad”. La ley de la gravedad existe, podemos hacer de cuenta que no existe, incluso mientras caemos vertiginosamente podemos seguir negándola, pero finalmente la dura realidad del suelo nos la va a recordar.
Quizás podemos pensar que la ley de la gravedad es injusta, y que, a lo mejor, si pudiésemos anularla con una ordenanza o con una sentencia judicial, miles de vidas no se perderían en accidentes y suicidios. Este razonamiento infantil y absurdo, que cualquiera rechazaría por ser un disparate incoherente y que se aplica a todas las leyes naturales, también se aplica a las leyes económicas.
Es imposible vivir gastando más de lo que se gana sin pagar las consecuencias, es imposible vender por debajo de los costos sin pagar las consecuencias. Estas obviedades, que cualquiera de nosotros sabe, que si no las cumple en su vida particular terminaría en la ruina y endeudado; parecen dejar de ser tan obvias cuando hablamos del estado, como si la cosa pública estuviese por encima de las leyes naturales o económicas, como si el estado fuese Peter Pan o Campanita.
Lamento informar que el estado no es marciano y que se subordina a las mismas leyes que todos los humanos. Si el estado gasta más de lo que gana o cobra los servicios por debajo del costo, se convierte en inviable. Pero a diferencia de los privados el estado no se funde, ¡Nos fundimos todos y cada uno de nosotros!
En una contradicción absoluta, que paradójicamente la mayoría parece no querer ver, se pide que el estado mantenga los subsidios pero que a la vez se pide que cobre menos impuestos, que no haya inflación y que no se tome crédito. ¡Eso es tan contradictorio como decir “quiero comer la torta y quiero tener la torta a la vez”!
Se movilizan los políticos y parte de la justicia pidiendo que no se suba el precio de los servicios en forma tan brusca, cuando lo cierto es que no se está subiendo el precio de los mismos, solo se está quitando los descuentos que se hacían. Es como cuando vemos en una vidriera el precio de lista y el descuento por precio contado, el precio que vale, el precio real es el primero.
Decía Schumpeter “ningún almuerzo es gratis”; la diferencia entre privado y público es que el descuento que hace un privado lo absorbe él mismo privado, mientras que el subsidio lo paga toda la población.
El subsidio no depende de la buena voluntad del gobernante, el subsidio lo pagás vos y todos los argentinos vía impuestos, vía inflación o vía emisión de deuda, la que pagará más adelante. Es así de claro y sencillo, no es ni lindo ni feo, no es tener sensibilidad social ni es ser desalmado, es la realidad, es tan real como la ley de la gravedad.
¿Alguien puede creer que sea justo que un campesino, que cuida cabras en medio de las sierras, que no tiene luz eléctrica, ni gas natural, ni un hospital o una escuela cerca y con caminos que ni los aventureros se atreven a recorrer, deba pagar el subsidio al gas o a la electricidad de alguien que vive en una ciudad o que tiene una empresa en el sur?
Tampoco está bien que el empresario tenga que pagar costos imposibles, pero eso no se resuelve con subsidios, se resuelve disminuyendo los impuestos y principalmente los impuestos al trabajo y a la producción.
Esos mismos impuestos que hacen que cada uno de nosotros destine todos los días, la mitad de lo que gana en su trabajo para pagar impuestos, impuestos más dignos de un usurero que de un estado.
Estoy seguro que muchas personas no terminan de dimensionar lo que digo. Imaginá que llegas a tu casa a las 9 de la noche, cansadísimo después de un día interminable de trabajo. Venís feliz, pues has ganado 1.000$. Pero en el preciso momento en el que tu pareja abre la puerta para recibirte junto a tus hijos y vos sacás el dinero para entregárselo, aparece el señor estado y graciosamente te saca $500 de la mano, te da una palmadita en la espalda y casi como si te hiciese un favor, deja que le entregues a tu pareja los $500 que te quedan.
De este modo el estado se convierte en tu “socio”, un socio que no produce nada, pero que se lleva la mitad de tu dinero.
Pensá en todo lo que haces con tus $500. Alquilás una casa, le das de comer a tu familia, los vestís, les comprás medicamentos, comprás las cosas del colegio, pagás los servicios, pagás el transporte y muchas cosas más. Ahora pensá en lo que debería hacer el estado con el dinero que te retuvo, ¿seguridad?, ¿justicia?, ¿educación?, ¿salud?; estás son las únicas cosas que debería hacer bien sí o sí y son un desastre.
Ahora imaginá que el señor estado solo te sacara $250 en lugar de los $500. Tendrías $750 en lugar de $500, tendrías $250 más para gastar. Podrías cambiar el auto o construir tu casa o salir de paseo o salir a comer afuera más seguido, quizás podrías empezar un pequeño emprendimiento o invertir en la educación de tus hijos.
Sin dudas harías mucho mejor uso de ese dinero que el estado y tus acciones producirían mejoras en todos los que te brindan sus servicios o productos. Y si tenés una PIME bajarían tus costos, podrías vender más barato, serías más competitivo e incluso podrías comenzar a exportar; creciendo como empresarios, necesitarías más materia prima y más empleados.
Todo esto es lo que no se ve cuando se habla de subsidios, solo se observa el efecto inmediato de las buenas intenciones, pero no se ve todo lo que se pierde, un todo que es mucho más beneficioso que la limosna inmediata.
Por eso, no nos dejemos engañar y recordemos a Juan Bautista Alberdi cuando decía: “El amor a la patria de nuestros demagogos, es como el de esos seductores que hacen madres a las niñas honestas, sincero como sensación, pero desastroso para el objeto amado”.