Un médico encuentra a un delincuente invadiendo su propiedad, queriendo llevarse su automóvil. El médico es amenazado. Le golpean la cabeza con un culatazo de una pistola calibre 16. No es la primera vez que lo asaltan: es la enésima vez. Jamás el Estado le proveyó Justicia. El delincuente no sabe bien cómo manejar el vehículo. El médico busca una pistola y acaba con la vida de su atacante. La sociedad queda moralmente desconcertada frente al hecho: el ladrón pasa a ser la víctima, el médico pasa a ser el victimario. Al menos eso es lo que los medios de comunicación, en su mayoría, enseñan.
El caso evidencia la metástasis ideológica que ha hecho en nuestra sociedad el marxismo cultural. Sí; marxismo cultural. Es decir, un marxismo que abandona la definición economicista de sus sujetos revolucionarios y las traslada sobre superficies culturales. Un marxismo que ya no define los sujetos por su relación con los medios de producción; se definen, para el neomarxismo, por su relación cultural desviante respecto del orden vigente.
Veamos muy sencillamente cómo opera esta lógica respecto de los delincuentes. La clave está en un análisis colectivista de la situación. Se dirá, pues, que un delincuente, en rigor de verdad, no es victimario toda vez que antes fue “víctima”. ¿Víctima de quién? Pues de la “sociedad”, esa entidad metafísica, esa abstracción que, arrebatándole toda posibilidad de llevar una vida decente, lo empujó a la delincuencia. Evidente ficción colectivista que anula cualquier margen de volición individual.
Explicitemos esta lógica argumentativa, tan típica de los tiempos “progresistas” (?) que corren, con un ejemplo concreto. Imaginemos que el señor López ataca y roba al señor García. Inmediatamente se nos dirá que la responsabilidad no es de López, sino de “la sociedad”, lo cual suena al mismo tiempo sofisticado y humanitario. Pero lo que esconde esta estratagema ideológica es que, al endilgar la responsabilidad no a quien comete el acto delictual sino a “la sociedad”, lo que se quiere decir en definitiva es que todos tienen la culpa (incluyendo a la víctima, el señor García), excepto, por supuesto, quien cometió el delito, el señor López. Llevada la lógica en cuestión a última instancia, en una sociedad guiada por estos principios ideológicos todos los hombres honestos terminan siendo victimarios, y todos los delincuentes víctimas.
Cuando esta forma tergiversada de analizar los problemas de seguridad penetra en el “sentido común” de una sociedad, el neomarxismo se hace de un nuevo sujeto desviante para su causa: el delincuente. ¿Cómo? Pues a través de dos efectos prácticos: 1) Los delincuentes encuentran una base de legitimación social para delinquir; 2) Las víctimas de la delincuencia son desmoralizadas por presiones ideológicas que, en caso de que aquéllas pretendan resistir con éxito el ataque, saben de antemano que serán perseguidas no sólo por la familia del malviviente, sino por una moralidad pro-delincuente que se está haciendo carne en la sociedad.
Los conflictos de clase toman así nuevas texturas. La tradicional lucha entre la “clase explotada y la explotadora” se traslada a una lucha, ya no de clases sino cultural, entre delincuentes revestidos de víctimas y víctimas revestidos de delincuentes. El “sistema económico y social” aparece como el motor del conflicto; guiño de ojo para el neomarxismo. En efecto, para detener el motor del conflicto no habría que reforzar el respeto de lo ajeno para garantizar seguridad; hay que “socializar” lo ajeno para sentirnos seguros. Es decir, hay que darle al Estado el trabajo del delincuente para que, una vez todos seamos esquilmados, no haya necesidad de robar. Inmejorable propuesta que, con nuevos actores, suena a un viejo cuento aggiornado a nuevos contextos.
Pero que este breve análisis no parezca tremebundo. Es apenas una ilustración de algo que está aquí y que se llama ideología. Es esa misma que nos hace pasar inadvertidos los cotidianos casos en los que un delincuente asesina a su víctima, pero la misma que nos pone los pelos de punta cuando la víctima mata al delincuente; la que hace que un transeúnte asesinado por un ladrón deseoso de hacerse de su billetera sea apenas un frío dígito más de alguna base de datos burocrática que ya a nadie conmueve, mientras que convierte en escándalo nacional el caso del médico que decidió gatillar contra quien, luego de atacarlo, pretendió hacerse de su automóvil.