El derecho penal moderno consiguió distinguir entre pecado y delito. A tal punto es así que no hay pena ni crimen sin ley previa. Y todavía más: el castigo no procede sino después de un proceso (oral, público, contradictorio y continuo) que observe escrupulosamente una instancia de acusación, prueba, defensa y sentencia. La racionalización del castigo valió la pena.
No obstante, el principio de legalidad se vio varias veces conmovido. Probablemente la más elocuente haya tenido ocasión en Nuremberg, cuando los nazis pertendieron desligarse del Holocausto diciendo que los seis millones de judíos muertos no tipificaban como víctimas de homicidio porque no pertenecían a la cadena evolutiva de la especie humana. El enjuiciamiento a los jerarcas del nacionalsocialismo alemán fue posible a fuerza de reconocer una plataforma ética condicionante de la juridicidad y con pretensiones de universalidad: los derechos humanos.
Salvando debidamente las distancias —porque las comparaciones siempre son odiosas—, la sociedad argentina actualiza por estas horas los bordes morales de su derecho positivo. La impecabilidad técnica del voto que conformó la mayoría en el caso “Muiña”, recientemente resuelto por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, rebotó contra el acervo de intangibles que trafican la conciencia jurídica y moral quizá predominante.
Una democracia todavía infántula intenta dirimir con berrinches callejeros la intolerancia a la frustración que le propina el normal funcionamiento de los poderes en una república. La lógica contramayoritaria que encarna el Poder Judicial debe surfear una base social histérica: por un lado, la de quienes nunca acordaron con el 2x1 para los delincuentes comunes y ahora lo piden a rabiar para los sentenciados como terroristas de estado; y, por el otro, la de quienes siempre bancaron el 2x1 para los malhechores que no son sino víctimas del capitalismo y ahora lo repudian visceralmente para los condenados por delitos de lesa humanidad.
Y para no abandonar la metáfora hidrodinámica, una adecuada composición de lugar no puede dejar afuera a la tilinguería parlamentaria. Esa casta privilegiada que no tuvo mejor idea que atender el problema de la superpoblación carcelaria manteniendo presos a los acusados y liberando a los condenados. Parece una broma de mal gusto, pero: en lugar de exigir a los jueces que resolviesen la situación procesal de las personas privadas de la libertad sin sentencia, ¡los congresistas decidieron que cada día de prisión preventiva se computase doblemente y se descontase de la condena! La complicidad con la inoperancia se convirtió en ley, estuvo vigente entre 1994 y 2001 y se erigió en zona de rompiente para Highton de Nolasco, Rosatti y Rosenkrantz; entretanto, el Sumo Pontífice del abolicionismo se sumía en la expiación: “pude haberme equivocado”, prorrumpía en un auténtico lamento zaffaroniano.
En cualquier caso —conscientes que el pronunciamiento de la Corte trasunta lo puramente técnico—, así como no quedan dudas que el terrorismo de estado es el peor de su clase tampoco debería titubearse a la hora de afirmar que hay límites para imponer sanciones en el estado de derecho.
Sin embargo, se impone reconocer que un errático derrotero contribuyó severamente a la desorientación al momento de castigar los crímenes de estado.
El trípode: investigar (con la CONADEP), juzgar (finalmente, con tribunales civiles) y condenar (a los altos mandos), motivó el temple que se adoptó en 1983. Los desentendimientos no se hicieron esperar y fracturaron al propio gobierno radical con las leyes del punto final (1986) y la obediencia debida (1987).
Luego, para afianzar el descontento y abortar definitivamente el plan delineado con la recupración de la democracia, el menemismo indultó a todos en nombre de la reconciliación nacional, argumento nada desdeñable si no fuera porque implicaba volver a “foja cero” y dejar a la componenda sin sujetos ni objeto.
Después, la historia reciente: inconstitucionalidad de los indultos de Menem, nulidad de las leyes impulsadas por el alfonsinismo y voler a empezar…
Aunque, a decir verdad, el “volver a empezar” que impulsó el kirchnerismo no es como el que auspició el menemismo. Si bien los dos gobiernos peronistas hicieron todos los esfuerzos posibles para debilitar la tesis alfonsinista del terrorismo de estado y reaviviar la teoría de los dos demonios, huelga decir que cada uno lo hizo a su manera.
Por un lado, el negacionismo burdo de Menem, que palmeó las espaldas de todos y trató de instalar que aquí no había pasado nada.
Por el otro, el negacionismo de los Kirchner, perversamente sofisticado porque se apoderó de la intelectualidad desempolvando a la “juventud maravillosa” y reivindicando el pase a la clandestinidad y la lucha armada (basta repasar los discursos en el acto del último 24 de marzo en la Plaza de Mayo para advertir las defensas más encendidas que se hayan podido escuchar en democracia sobre la teoría de los dos demonios).
La épica kirchnerista se apropió de un discurso, editó la historia y hasta reescribió a Sábato. Recreó la Argentina de los ’70, nada ocurrió en el interregno 1976-2003 e impostó un duelo patológico. No obstante, algún día el peronismo deberá explicar qué hizo entre 1974 —por lo menos— y 1976. Algún día el peronismo deberá reconocer que se alzó en armas contra un gobierno constitucional elegido con el 62% de los votos (y que, encima, era peronista… ¡son únicos!). Algún día el peronismo deberá hacerse cargo de que María Estela Martínez de Perón no quiera regrear a la Argentina ni siquiera después de muerta.
Pasaron cuarenta años: Berlín se unió, Checoslovaquia se dividió y en ninguno de los seis países en los que desembocó Yugoslavia se discute al Mariscal Tito en la mesa familiar de los domingos. Argentina, todavía, no logra entretejer una estrategia vital compartida que le permita resignificar sus últimas cuatro décadas.
A esta altura de los acontecimientos, ciertos referentes de organismos de derechos humanos deberían deponer ya esa actitud patotera y camorrera y engrandecer al “nunca más” con un sentido conglobante y renovado. Nos urge la construcción de un futuro inmediato y con ánimo gregario. El porvenir espera que la consigna “memoria, verdad y justicia” se redima en “memoria, verdad, justicia y paz”.