La desaparición de Santiago Maldonado, como relato político, fue una panacea para las izquierdas y el kirchnerismo, al menos mientras duró. El caso les dio a estos sectores, a lo largo de más de dos meses, justo lo que necesitaban para revivir su militancia: un “desaparecido” en democracia y, para peor, bajo el gobierno macrista. Ahora sí, era posible gritar a los cuatro vientos que Macri era parecido a Videla, y que su gestión se asemejaba a una dictadura.
En términos políticos, la aparición de Maldonado podía significar una paradójica pérdida para los sectores que denunciaban su desaparición. Santiago valía políticamente como desaparecido, no sólo porque esta condición remite a años de plomo que entrañan una significación político-histórica incalculable, sino porque la desaparición constituye un estado de irresolución permanente que, por añadidura, requiere también de movilización política permanente.
Pero el caso tenía dos condimentos más que terminaban de sazonar a la perfección la tragedia: Maldonado era de izquierda por un lado, y la responsabilidad de su desaparición fue adjudicada a una fuerza de seguridad como lo es Gendarmería. Porque aquí debemos sincerarnos: cuando las víctimas son de izquierda, para la política y la opinión pública(da) valen más. Si Santiago hubiera sido de derecha, o incluso apolítico, su caso no hubiera trascendido en absoluto. El fetiche con la imagen guevarista del “joven idealista” que “lucha por un mundo mejor”, y en esos esfuerzos pierde su vida, moviliza. Cientos de personas desaparecen todos los años en nuestro país; varios miles son asesinados todos los años; pero al final del día, muy poquitas se visibilizan, y sólo una lo hace al punto de tener a todo un país en vilo por más de dos meses.
Claro que en todo esto la hipótesis de la responsabilidad de Gendarmería, que de la noche a la mañana dejó de ser hipótesis para convertirse en una suerte de certeza dogmática en boca de los referidos sectores políticos, juega un papel determinante. De esta forma se señalaba el regreso de oscuros “fantasmas del pasado” que de la mano de Macri volvían al presente. Y todo ello con arreglo al testimonio de un mapuche que, casi en clave de ciencia ficción, dijo haber presenciado todo con unos binoculares que después extravió, y que más tarde terminó confesando que no sólo jamás existieron, sino que todo lo que dijo había sido una burda mentira.
El cuerpo finalmente apareció en el agua, y cincuenta forenses determinaron lo que los sectores políticos que vivieron de Santiago Maldonado durante dos meses tanto temían: el joven no presentaba golpes de ningún tipo, y todo indicaba que su muerte había sido por ahogamiento o hipotermia. El relato se desmoronó en un segundo. Lo que a las izquierdas y al kirchnerismo convenía no era un ahogado, sino un torturado; necesitaban un cuerpo mutilado, salvajemente golpeado por la represión de los personeros de la “dictadura” que nos aqueja. Si el desaparecido aparecía, que al menos hiciera las veces de mártir: una suerte de “Che” Guevara del Siglo XXI. Es difícil, no obstante, construir semejante relato sobre los rastros de un cuerpo presuntamente ahogado que no presenta marca alguna de violencia de terceros.
Así las cosas, apareció Santiago pero desapareció el relato. Hoy hay gente compungida, no por la muerte en sí misma, sino por las causas de la muerte que empiezan ahora a develarse gracias al trabajo de los forenses. Se les nota por lo que dicen, por lo que escriben, por lo que publican: tras el desconcierto se esconde la angustia no por lo que fue, sino por lo que no fue.