“OK. Estoy trabajando en una nota sobre la reforma previsional. La mando al final del día”. Así me despedí del editor General de Tribuna de Periodistas, Carlos Forte, hace apenas unos días, cuando los Diputados se predisponían a tratar en sesiones extraordinarias el paquete de medidas que les remitió el Poder Ejecutivo.
Y mientras revisaba el proyecto de ley e intercalaba pareceres con pretensiones técnicas, confieso que me abstraje y olvidé que diciembre ya estaba lo suficientemente avanzado como para propinarnos paros, marchas, cortes y saqueos. Los argentinos estamos ya acostumbrados a los ribetes apocalípticos que adquiere el final del año. Hasta acá, nada fuera de lo normal.
La predilección por las resoluciones tremendistas sólo se explica en simétricas propensiones exitistas. En algún sentido, nuestro cabal modo de ser condensa dosis de nostalgia crónica y excentricidad patológica. Puede decirse que esta forma histérica de ser nos pinta de cuerpo entero: “Me gusta, pero no tanto”; “quiero, pero no así”; “sí, sí, pero no”; “no, no, pero bueno”.
Cuando nos pinta la melancolía somos completamente impredecibles. No obstante, nobleza obliga, más de una vez, la histeria nos ha salvado; sin ir más lejos, del populismo, por ejemplo. Vamos de una punta a la otra pero siempre a fondo. Eso nos hace, también digámoslo, encantadores e intensos.
En nosotros convive el duelo perpetuo de tangueros encadenados al pasado y la vanguardia inconformista de rockeros lanzados al porvenir. Debemos lidiar con nosotros mismos en la procura de una síntesis tolerable que, paradoja mediante, no puede renunciar a la desmesura y por eso deambula a tientas entre la corrección política y el nihilismo abandónico. Eso somos.
Desde hace un tiempo a esta parte vengo cavilando una serie de interrogantes en torno al costo de los derechos. La teoría jurídica de nuestro tiempo se pregunta, con muy buen tino, cómo efectivizar derechos, sobre todo los que se apellidan “sociales”.
La verdad es que yo también me las busco todas pero, para coronar lo que fue para mí un ciclo de dificultades, sobre el final del kirchnerato pude prorrumpir en una síntesis vital: “todo, para todos y gratis”, son las coordenadas que conducen a la inviabilidad de todo intento por hacer de los derechos sociales una realidad.
Especialmente en segmentos caros de la cultura, como resultan serlo la salud o la educación, la escasez de los recursos se actualiza dramáticamente, acentuando que la gratuidad de los bienes sociales es una premisa falaz cuando no perversa. Cortita y al pie: afirmar que la salud es gratuita no sólo es mentiroso sino que implica, ante todo, invisibilizar a los trabajadores de la salud. Médicos, paramédicos y enfermeros no son recolectores que viven de frutos silvestres ni se visten con pieles de animales salvajes. ¡Hay que pagarles bien! Luego, si Usted está de acuerdo conmigo en esto, no repita después que la salud es gratuita porque incurre en autocontradicción. De nada.
Durante doce años envalentonaron la idea de que el estado es una ONG que regala cosas. Eso es falso, desde que los bienes se pagan siempre. Aún en el caso de recibirlos y no pagarlos en el momento, alguien soporta ese costo. Y ese alguien somos todos, pues hasta el más pobre de entre los pobres tributa cuando compra así sea un mendrugo de pan.
No es esta una apología del arancelamiento. En absoluto. Simplemente se trata de hacer consciente la idea de que no existe gratuidad en el acceso a los medios que permiten satisfacer necesidades. Por el contrario, es la sociedad la que decide la asignación de los recursos y ninguna lo hace a partir de la indolencia (que siempre es peor que la insolencia, claro está).
Los recursos son finitos per definitionem y eso obliga a tabular: quiénes acceden, en qué medida y a qué precio. “Todo, para todos y gratis” es una fantasía que no admite realizar las tres cosas al mismo tiempo; alguna, debe ceder o, al menos, menguar en su intensidad. Y antes de que se hagan los rulos los comunistas con plata ajena, les aviso que en Cuba hay un plazo máximo de cinco años para completar la formación universitaria; salvo para quienes trabajan en simultáneo o cursan medicina, en cuyo caso el plazo se extiende a siete años.
De modo que la tabulación referida no distingue por ideologías y no hace más que exponer de modo refinado lo que la sabiduría popular repite con resignación: todo no se puede. Sin embargo, quizá por no ser ni sabios ni populares, los únicos que se llevaron todo fueron los Kirchner, pero ya les sonó el cuarto de hora y el cobrador vendrá pronto a buscarlos.
Uno de los grandes lugares comunes, hoy, en nuestro país, es colar en cuanta conversación se pueda que el estado no es una empresa. Y eso es cierto. El estado puede sentirse relevado de ahorrar y de conseguir utilidades, en virtud de que los presupuestos están para ser ejecutados. Ahora, si el latiguillo es para abonar la idea de que los derechos sociales se pagan solos y que se puede gastar sin límite, entonces, la discusión transita nuevamente la senda del pensamiento mágico.
Todos los estados afrontan sus cuentas públicas en base a las contribuciones del conjunto de la población. Sin embargo, cuando lo que sale es más de lo que entra, hay tres (y sólo tres) caminos posibles, a los que se puede recurrir alternativa o simultáneamente: incrementar la recaudación, disminuir los gastos o endeudarse; empero, parece que ninguna de las tres opciones se adecuan a la realidad de este país. Las estrategias mencionadas, de pacífica aceptación en todo el mundo, acá, en Argentina, no proceden. Por tanto: no hay espacio para el tarifazo, menos para el ajuste y ni hablar de colocar deuda; en gran medida, porque la dirigencia no está dispuesta a pagar el costo de la readecuación de las pautas de consumo de la población (población que, dicho sea de paso, refunfuña contra tarifas de gas de quinientos pesos pero paga sin mosquearse trescientos por una docena de empanadas).
Este es el contexto en el que la administración Macri se embarca en reformas estructurales. Un paquete de medidas tan impopular como indispensable apunta al corazón de un modelo que sustituyó consumo por inversión, con el inexorable resultado de crecer sin desarrollarse (traducido significa que Usted compraba celulares y evacuaba en un tacho). A la postre, no tenemos rutas, ni matriz energética, ni cloacas, ni agua potable. Eso sí, supimos conseguir una Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional.
El reordenamiento del gasto público es crucial. Ningún país progresó a base de generación de empleos en el sector público, sencillamente porque no se puede repartir la plata que todavía no se ha generado. Un discurso de obnubilación destruyó el sistema de méritos tergiversando la idea de igualdad. Da lo mismo si Usted llega en horario o tarde, si estudia o si se rasca, si se esfuerza o si le da lo mismo. Son todos ministros, secretarios, directores y coordinadores, pero en épocas de internet y de superpoblación de la administración pública, nueve meses tomaba la resolución de una actuación en la Superintendencia de Servicios de Salud. Jefes, son todos jefes, y a la burocracia le cuesta cada vez más justificarse a sí misma.
No se puede planificar una sociedad sin iniciativa privada o, peor aún, yendo contra ella. En este país la expresión “comerciante” porta una carga lo suficientemente peyorativa como para convertirse en insulto si se lo suelta en determinado ámbito. Mientras eso se mantenga no hay despegue posible. La deuda de este país con el trabajador autónomo no tiene tope. El emprendedor arranca su jornada perdiendo al abrir su local y no sabe cómo le irá al final del día. No tiene aguinaldo, ni vacaciones pagas, ni descansos compulsivos, ni obra social, ni bonos navideños, ni convenio colectivo.
El esquema fiscal de la Argentina no aguanta más, pero no sólo por la presión sino por lo distorsivo y regresivo. No contribuye a la conciencia tributaria ni reduce la economía informal. Los problemas son muchos y estamos hasta la coronilla de diagnósticos, pero la conclusión más certera es que si, de verdad, queremos garantizar derechos hay que desarrollar el mercado. No hay posibilidades para el estado de derecho por fuera de la economía de libre mercado; en otras palabras: los derechos humanos son incompatibles con la libreta de racionamiento.
Dicho esto, había un andarivel más del que nadie hablaba: la reforma previsional. En economía, como en el circo, debemos atender que todos los platitos giren a la misma vez. Junto a la discusión impositiva y laboral, había que plantear el tema de las jubilaciones. Y había que hacerlo por un doble motivo:
1) El primero responde a una cuestión global y no a que haya cambiado el gobierno. Los sistemas de previsión social están en crisis en todo el mundo. Afortunadamente el imperativo tecnológico aplicado a la biomedicina logró extender las fronteras de la muerte, nos sobreponemos a las enfermedades y llevamos una vida más confortable. Aumentar la expectativa de vida es una gran noticia para nuestra especie; la contracara: no estamos preparados, no sólo en términos económicos (porque los activos tenemos que sostener a más pasivos) sino también desde el punto de vista urbanístico, edilicio, recreativo y tantas otras aristas de la vida del adulto mayor que quedan descuidadas. Ser viejo no equivale a escriturar un banco de plaza para jugar al dominó, pero sí es claramente una etapa en la que cuesta más legitimarse ante una sociedad cuya puerta de acceso es el consumo.
2) El segundo es más bien doméstico y tiene que ver con la quiebra del sistema previsional argentino. Se calcula que para sostener a un trabajador que pasó a retiro se necesitan cuatro en actividad y apenas si llegamos a dos. Como si fuera poco y sin una mísera estimación actuarial, , jubilaron gente que no aportó. Y lo más grave de todo: vaciaron la ANSeS financiando autos, casas, computadoras y transmisiones de partidos de fútbol. De manera que a la ineptitud se sumó una voracidad monstruosa.
De manera que argumentos hay para todos los gustos y la integración plural del nuevo Congreso bien podría haber sido una gran oportunidad para lucirlos. Pues bien, no fue así y poco a poco el microclima de la política empezó a recalentarse hasta que la falta de sensatez abrazó al pleno de la dirigencia argentina.
Incluso la Iglesia formulaba su llamamiento a la paz lanzando bombas molotov contra los legisladores al pedirles que voten en contra del proyecto de ley enviado por el Poder Ejecutivo Nacional. En efecto, la ex gobernadora de la provincia de Santiago del Estero y actual diputada por esa provincia, fundó su voto negativo a la sanción de la ley previsional en el expreso pedido eclesial. Sin embargo, las preocupaciones episcopales llegaban sólo hasta los comunicados de prensa. La solidaridad de los purpurados con los jubilados no llegó a plasmarse en renunciamientos a los emolumentos que mensualmente reciben del Estado. Una pena, hubiese sido un gesto de enorme valor testimonial.
También los jueces siguen mostrándose desorientados. Se desentienden del sentido práctico del Derecho y abdican deliberadamente de resolver problemas. Se valen de una metodología símil teológica, donde trafican abstracciones carentes de sentido de realidad. Eso sí, con sueldos de seis cifras. Todos.
Partidos políticos, sindicatos, movimientos sociales y legisladores, cayeron en completo estado de alucinación. Reclamaban diálogo y, al mismo tiempo, solicitaban el levantamiento de la sesión en la Cámara de Diputados. Los propios legisladores se plegaban psicóticamente a ese pedido, promoviendo medios de acción directa que no hacen otra cosa que negarlos a ellos mismos. Por si no quedó claro, vuelvo a decirlo: los representantes del pueblo, honrados con el voto de sus congéneres para hablar por ellos en la Cámara Baja y realizar así uno de los momentos más sublimes de la vida democrática de una Nación, exigían debatir cuando eran ellos mismos quienes tenían el derecho (y la obligación) de ocupar una banca para hacerlo.
Luego todo se desmadró y hubiese sido absurdo esperar otro desenlace, no sólo por el grado de enajenación colectiva sino porque, de alguna manera, explicitó un proceso que se inició en el acto mismo en el que Mauricio Macri asumió la primera magistratura. Nunca jamás en la historia de este país el presidente saliente dejó de traspasar los atributos de mando a su sucesor, ni siquiera los presidentes de facto hicieron eso con los constitucionalmente electos.
La potencia simbólica del gesto que minó al inconsciente colectivo con una discontinuidad institucional se advierte completamente ahora, cuando ya no quedan dudas que Cristina Elisabet Fernández de Kirchner está dispuesta a que no quede piedra sobre piedra después de ella.