A veces, los grandes debates se introducen por los recovecos menos esperados. Tal es el caso de los impuestos, de los que muchos tomaron conciencia a raíz de los aumentos en las tarifas de servicios públicos. Más allá de que la carga tributaria que soportamos los argentinos hace tiempo que es una de las más pesadas del mundo y, para agravar el caso, sin la debida contrapartida en las prestaciones que el Estado debería otorgar a los contribuyentes.
Contribuyentes que hace décadas conviven sin saberlo con impuestos de la más variada naturaleza y con distinto grado de aceptación. Porque es evidente que los impuestos indirectos pasan desapercibidos ante la indignación que causan los directos. Así, es un clásico que cada año la sociedad se rebele cuando se anoticia del último aumento del impuesto inmobiliario, sin percibir que paga mucho más en concepto de IVA.
La razón es muy sencilla: a diferencia del inmobiliario, el IVA se aumenta solo con la inflación, en tanto su alícuota es un porcentaje sobre los precios de la mayoría de los bienes y servicios consumidos. Y además, al no estar discriminado en la mayoría de los casos, casi nadie tiene la cabal noción de cuánto está pagando.
Al respecto, una pequeña ayuda. De cada $1.000 de una compra cualquiera en un supermercado, $ 173,55 corresponden al pago de IVA, siempre y cuando todos los productos adquiridos tributen el 21%. Hace 28 años, eran $ 115,04, en 1991 pasaron a ser $ 137,93, al año siguiente $ 152,54 y desde abril de 1995 hasta el presente los $ 173,55 ya mencionados. Esas subas son la consecuencia de un alícuota que pasó del 13% al 16%, luego al 18% y ¿finalmente? al 21%.
Es decir que lo que todos pagamos en concepto de IVA al comprar un producto o servicio, salvo contadísimas excepciones como los medicamentos, algunos alimentos o determinados servicios como la educación privada, tuvo en menos de tres décadas un aumento real del 50,86%. Y nadie recuerda manifestaciones, protestas, cacerolazos, ruidazos o piquetes por semejante atropello a la economía popular.
Son pocos los países en el mundo que tienen una alícuota del IVA o impuesto equivalente superior al 21% de la Argentina. Con dos salvedades a destacar: en aquellos que superan ese porcentaje no hay una superposición con otros gravámenes y, por lo general, el Estado aporta las debidas contraprestaciones. Por el contrario, al recurrir a servicios privados, muchos contribuyentes de este país pagan dos veces la educación y hasta cuatro veces la salud.
De esa forma, los gobiernos que se vienen sucediendo pudieron dar rienda suelta al cobro de un impuesto que todos pagan y del que pocos tienen conciencia de cuánto representa en su economía personal. Así, es más probable que una familia con ingresos mensuales de $ 30.000 proteste porque debe pagar $ 800 por el impuesto inmobiliario… cuando paga $ 5.206 por IVA.
Y cuando los gobernantes confiaban en que la inercia de pagar un impuesto sin saberlo se prolongaría indefinidamente, el tema saltó por el motivo menos esperado. El aumento de tarifas puso en evidencia que gran parte de lo que los usuarios de servicios públicos paga cotidianamente son impuestos nacionales y provinciales, además de tasas y contribuciones municipales.
De repente, todos nos convertimos en tributaristas y comenzamos a comparar el diferente impacto según el servicio o la jurisdicción, con casos extremos en los que la carga impositiva llega a superar el 50% de la tarifa total.
De paso, los porteños descubrieron 138 años después las ventajas de la federalización. Es que los 200 kilómetros cuadrados de la ciudad de Buenos Aires son el único territorio de la Argentina en el que se tributan a dos jurisdicciones y no a tres.
Sin embargo, la olla no se destapó por un reclamo de los consumidores sino por la tensión entre la Nación, las provincias y los municipios por intentar echarle la culpa al otro. El gobierno nacional, fiel al discurso que asegura que “los impuestos no están matando”, dirigió su mira a las provincias y a los municipios. Pero los gobernadores e intendentes no se quedaron callados y devolvieron la gentileza, reclamando a la Nación que exceptúe a los servicios públicos del IVA o al menos les aplique una alícuota menor al 21%.
Como en el tenis, el gobierno nacional se valió del segundo saque, retrucó que el IVA se coparticipa y, por tanto, una rebaja o eliminación repercutiría también en las arcas provinciales.
La respuesta de la Nación a las provincias trajo a colación otro punto a la discusión. El IVA se coparticipa, pero ¿cómo? La respuesta a esa pregunta implica revolver los últimos treinta años en las relaciones fiscales entre la Nación y las provincias.
La ley 23.548 de Coparticipación Federal de Impuestos estableció que a la Nación le corresponde el 42,34%, a las provincias el 56,66% el 1% restante a los Aportes del Tesoro Nacional (ATN). Pero de ese reparto original queda muy poco en la actualidad. En parte, porque se sumaron Tierra del Fuego y la ciudad de Buenos Aires, que al sancionarse la ley no eran distritos autónomos.
Y además, porque el reparto del IVA tuvo sus modificaciones específicas, ya que el 11% de su recaudación se destina al sistema previsional nacional y de las provincias y lo que se coparticipa es el 89% restante.
Por lo tanto, de cada $ 100 de IVA:
1.- $ 10,3103 van a parar a la ANSES.
2.- $ 0,6897 van a las cajas previsionales de las provincias.
3.- $ 0,89 van al fondo de ATN.
4.- $ 33,9446 van para el Estado nacional.
5.- $ 54,1654 van para las 23 provincias y la ciudad de Buenos Aires.
De lo que se desprende que, sumando cajas, de los 21 puntos del IVA 9,29 van a parar a las arcas nacionales y 11,71 a las provinciales, sin que los contribuyentes puedan ejercer el control del destino de sus aportes, en la medida que, por ejemplo, un mendocino al pagar el IVA financia al estado formoseño sin la menor posibilidad de premiar o castigar a la gestión de Gildo Insfrán.
Y en este redescubrimiento tributario, también quedó en evidencia que la coparticipación es uno de los principales obstáculos para reducir la carga impositiva. Con la discusión por las tarifas quedó en claro que si la Nación reduce la alícuota del IVA también afecta a los ingresos provinciales. Una situación similar a la que se vivió en 2016 en torno al mínimo no imponible de Ganancias, cuando los gobernadores terciaron para que no se los suba demasiado. Si hoy bajar el IVA beneficia a los usuarios de los servicios públicos pero perjudica a las finanzas de los estados provinciales, hace dos años eran los trabajadores en relación de dependencia los que confrontaban con los fiscos del interior.
En medio de tanta confusión, hay algo que queda claro: al hablar de impuestos, cada conflicto lleva a considerar uno nuevo. Y hasta que Nación y provincias decidan tomar cartas en el asunto, a seguir pagando (Agencia NP).