En una Argentina en la que el largo plazo se mide en semanas y cuesta anticipar la inflación y la paridad cambiaria de un mes a otro, los gobiernos -y en particular sus ministros de Economía o Hacienda- tienen la obligación de presentar cada septiembre las proyecciones de gastos, recursos, índices de precios, cotización del dólar, PBI y balanza comercial y de pagos a quince meses vista.
No hay que remontarse a períodos lejanos para comprobar la falta de consistencia de las proyecciones oficiales. El presupuesto de este 2018 se sancionó en diciembre del año pasado en base a supuestos macroeconómicos que quedaron rápidamente desactualizados. En el caso de la inflación, duró apenas 24 horas: la “ley de leyes” se sancionó un 27 de diciembre en base a un aumento de los precios minoristas del 10% y al día siguiente se supo en la famosa conferencia de prensa de Peña, Dujovne, Caputo y Sturzenegger la modificación del 50% a la que ninguna consultora le dio demasiadas esperanzas de vida. No fue un supuesto pesimismo de los consultores sino una conjunción de medidas erróneas en el frente interno con malas noticias del externo -que al no ser debidamente previstas, también pasaron a ser errores propios- la que también dejó a ese 15% fuera de juego.
En definitiva, los argentinos transcurrimos un 2018 con un presupuesto basado en una inflación por lo menos cuatro veces y media menor a la real, un dólar que duplica al proyectado y un Producto Bruto Interno que podría caer un 2,4% en vez de crecer el 3,5% estipulado en el mensaje del proyecto de ley. O si se prefiere, en un país US$ 30.000 millones más pobre del que se pensó el 15 de septiembre del año pasado.
Con todo, Dujovne está lejos de ser el ministro con la mayor “pifiada” en cuanto a las previsiones de crecimiento económico. Paradójicamente, el dudoso honor le cupo al autor de la ley de Administración Financiera y al que reestableció en 1992 la importancia del presupuesto en un país sumido en décadas de inflación e hiperinflación. En septiembre de 2001, Domingo Cavallo sorprendió hasta al más fanático de los optimistas al proyectar para el año siguiente un crecimiento del producto del 7,5%, cuando no se contaba a la vista con ningún factor que sustentara ese pronóstico. La realidad no pudo ser más contrastante: en 2002 el PBI cayó 10,9%, el mayor descenso de la historia económica argentina. A valores de hoy, el “desvío” fue de unos US$ 95.000 millones.
Los denominados “supuestos macroeconómicos” del mensaje que acompaña a cada proyecto de ley tienen tanto errores de estimación como otros yerros menos confesables. En tiempos de inflación y volatilidad cambiaria, los ministros y secretarios que elaboran la iniciativa se enfrentan a un dilema: si dicen la verdad, corren el riesgo de alentar expectativas a los agentes económicos y financieros. Si no lo hacen, el Presupuesto se convierte en una fantasía, en la medida que está basado en supuestos irreales.
Quizás detrás de ese dilema esté la proyección de un dólar que a lo largo de los 12 meses del 2019 no aumentará ni un centavo su cotización. Con una inflación promedio del 34,8%, mantener inalterable la cotización de la moneda estadounidense implicaría ponerle fin al tipo de cambio alto. Con retenciones a $4, el dólar de los exportadores agropecuarios quedaría por debajo de los $26 a valores de hoy.
Pero si Dujovne anunciara oficialmente que espera que el dólar acompañe la evolución de la inflación, en el proyecto de ley tendría que figurar una cotización superior a los $50. No quedaría un solo argentino que no saliera inmediatamente a comprar dólares y la corrida cambiaria de agosto sólo sería un buen recuerdo. Y además, habría que cambiar permanentemente la proyección de la paridad y, con ella, también la de la inflación.
Por un intento de simplificar la voluminosa información que surge de cada presentación del Presupuesto, se incurre habitualmente en el error de indicar que la ley prevé la inflación, la paridad cambiaria, el crecimiento económico y la balanza comercial del año siguiente. En rigor, esas proyecciones figuran en el mensaje que acompaña al proyecto de ley, que en definitiva es una autorización de gastos y una estimación de recursos, elaborados precisamente en base a esos supuestos macroeconómicos.
En consecuencia, los errores de esas proyecciones no representan un incumplimiento de la ley… pero sí lo son haberse excedido en el límite del gasto autorizado, así como en su distribución. Y en eso, las pifias no serán tan comentadas y difundidas, pero son muchísimas. Durante las Presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, las modificaciones a las leyes de Presupuesto sin intervención del Congreso fueron 1.300, a razón de dos por semanas, tanto por decisiones administrativas de la Jefatura de Gabinete como por decretos de necesidad y urgencia. La suma de esas modificaciones equivale a tres presupuestos fantasmas.
Luego de un primer año en el que el Poder Ejecutivo alcanzó el récord de ampliar el Presupuesto en un 41%, la gestión de los ministros macristas comenzó en 2017 un intento por atenuar esas continuas modificaciones, al punto que ese año fue el de menores cambios en lo que va del siglo. Algo que no podrá repetirse en 2018, si se tienen en cuenta los desvíos en las proyecciones y su impacto tanto en los gastos como en los recursos. Y como muestra, vale un DNU: hace una semana se amplió el límite de gastos en $ 40.547,7 millones.
Qué pasará en 2019, es una duda que nadie está en condiciones de resolver. Con inflación y depreciación de la moneda, no hay posibilidad de confeccionar un proyecto de Presupuesto medianamente confiable. Son los riesgos de trazar una previsión en un país imprevisible.