La expansión de la clase media, con 40 millones de personas que salieron de la pobreza desde 2003, no sólo implica un éxito político, sino, también, un compromiso mayor. En 2013, durante el gobierno de Dilma Rousseff, comenzaron las protestas en Brasil. ¿Qué reclamaban en las calles? La mejora de los servicios públicos, más seguridad y menos corrupción. Lo normal en medio del aumento de los servicios bancarios y del uso de las tarjetas de crédito, así como de las ventas de bienes. Era el correlato del gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, sostenido como el de su sucesora por el boom de los precios internacionales de las materias primas.
La fiesta había terminado. La última en enterarse pareció ser Rousseff, destituida por un Congreso dominado por legisladores involucrados en escándalos de corrupción y fraudes electorales. El vocero de la Cámara de Diputados y arquitecto del impeachment, Eduardo Cunha, iba a ser condenado a 24 años y 10 meses de prisión por corrupción, lavado de dinero y violación del secreto profesional por medio de una iglesia evangélica. El entonces vicepresidente, Michel Temer, compró el silencio de Cunha para no caer preso antes del final de su mandato a plazo fijo, el 1 de enero de 2019. En Brasil crujió el sistema. El sistema del Lava Jato, el mensalão y otras estafas.
En la segunda vuelta de las presidenciales no ganó el candidato ultraderechista Jair Bolsonaro ni perdió el candidato por el PT puesto a dedo por Lula, Fernando Haddad. Primó el hartazgo generalizado frente a una clase política que no supo valorar ni aprovechar su contrato con la sociedad. El país quedó partido al medio, más allá de los avatares de una campaña extraña por el crimen de la concejala Marielle Franco, por la falta de debates entre ambos candidatos por el atentado contra Bolsonaro y por las masivas expresiones contra la posibilidad de que, al ser un nostálgico de la dictadura militar con componentes xenófobos y homofóbicos, pudiera arribar al Palacio del Planalto.
El 60 por ciento de los 594 diputados y senadores brasileños enfrentan causas judiciales por soborno, fraude electoral, deforestación ilegal, secuestro y homicidio. La insatisfacción con el sistema, con un expresidente preso, una expresidenta que no pudo validarse como senadora y un presidente en ejercicio próximo a ser juzgado por corrupción, desembocó en la ruptura de una hegemonía. La del PT, enfrentado con el establishment. Eso coincidió con la recesión más profunda en un siglo y con una violencia descarriada. En 2017, Brasil superó su propio récord de homicidios: 63.880. Hubo 175 por día, según el Foro Brasileño de Seguridad Pública.
El aumento de la clase media incrementa el reclamo de reivindicaciones sociales, recuerda la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Entre ellas, una demanda de eficiencia en los servicios, de garantías de seguridad y de lucha contra la impunidad. Ningún gobierno, más allá de pretender arrogarse el bienestar del pueblo, prevalece sobre el esfuerzo individual y colectivo. Lula y, en menor medida, Rousseff pudieron ejecutar políticas enfocadas en la asistencia, pero el pan no llegó a la mesa de los brasileños sólo por el clientelismo político, típico de los gobiernos caídos en decadencia en América latina.
Como si no hubieran cometido delitos, la mayoría, al igual que los regímenes represivos de Nicolás Maduro en Venezuela y de Daniel Ortega en Nicaragua, se sintió víctima de persecuciones judiciales alentadas por elites conservadoras. En Brasil, el voto evangélico influyó en forma decisiva en la victoria de Bolsonaro. Su crecimiento, atribuido a la bendición divina, ha sido de dos diputados en los ochenta a casi noventa en la actualidad, así como en los cargos estaduales y municipales, con una fuerte penetración en todos los estratos sociales gracias a sus cruzadas contra el aborto, las minorías sexuales, el matrimonio entre personas del mismo sexo y las leyes de salud reproductiva.
El voto evangélico, capaz de disputarle el poder en las favelas a la policía y al narcotráfico, se vio coronado con la victoria de Bolsonaro (católico) y de uno de los suyos en Guatemala, el presidente Jimmy Morales; con el predicador y cantante de música cristiana Fabricio Alvarado disputando el ballottage en Costa Rica, y con el triunfo del no en el plebiscito por los acuerdos de paz con la FARC en Colombia. El otro pilar de Bolsonaro ha sido el apoyo de los militares en un país que no los mira con recelo como en Argentina o en Chile. En el gobierno de Temer, el general Joaquim Silva y Luna ha sido el primer militar en el cargo de ministro de Defensa desde el retorno de la democracia.
El cambio de época puso en una disyuntiva a Brasil. La de mantener el sistema con un presidente a control remoto desde la celda de Lula o la de la deriva autoritaria de la versión tropical de Donald Trump, Vladimir Putin y Recep Tayip Erdogan en tiempos de Matteo Salvini, el hombre fuerte de Italia que no ha hecho más que expulsar extranjeros, y de Rodrigo Duterte, el presidente de Filipinas que se jacta de miles de asesinatos en su contienda contra las drogas. Una añeja reyerta, la del PT contra sus detractores, pudo haberse dirimido, no así la futura gestión presidencial frente a un Congreso variopinto en un país no familiarizado con los decretos. Pesos y contrapesos contra excesos.