“Cuando el período del gobierno peronista llegaba a su término, la inflación estaba galopando hacia marcas universales y la Argentina se acercaba a la suspensión de pagos de sus deudas. Cada cinco horas ocurría un asesinato político, y cada tres estallaba una bomba. En vista del vacío de poder causado por la desunión del peronismo y la impotencia del gobierno, de la creciente oposición que le mostraban tanto los grupos obreros como empresariales, a principios de 1976 se consideraba en general que era inevitable un golpe militar. Un número considerable de argentinos, en especial entre la clase media, abogaban por tal solución, unos como disculpándose y otros con entusiasmo”. (Soldados de Perón: Los Montoneros, de Richard Gillespie).
Un tiempo atrás, el 6 de octubre de 1975 Italo Argentino Luder y Carlos Federico Ruckauf habían firmado los decretos 2770, 2771 y 2772, en los cuales se hacía hincapié en el aniquilamiento del accionar subversivo, que como se dijo anteriormente, serviría de excusa para que la Junta Militar emprendiera la tarea sucia. Cuando el 22 de abril de 1985 el primero de los nombrados declaró en el inicio del juicio a los comandantes en jefe, aludió que “(aniquilar) es el mismo término que se utiliza en el decreto 261 de febrero de 1975 y quiere decir inutilizar la capacidad de combate de los grupos subversivos, pero de ninguna manera significa aniquilamiento físico ni violación a la estructura legal que en el país permanecía para derivar todo lo que fuera represión dentro de un marco legal. Los decretos de ninguna manera suponen la represión fuera de la ley”. Por su parte, el segundo estableció que “el concepto de aniquilar consistía en hacer pesar la amenaza que implicaba ese accionar tanto para los bienes, como para el desarrollo institucional de la República”.
Sin pena ni gloria
“Está todo bien, muchachos Todo está normal y no tengo noticias de movimientos de tropas. El Gobierno no negocia ni hay ultimátum militar”, mentía descaradamente Lorenzo El Loro Miguel en la medianoche del miércoles 24 de marzo de 1976. A las 3:21 de esa madrugada, la voz metálica del locutor oficioso rasgaba el aire con el tristemente célebre "Comunicado Número 1" de la Junta Militar: “Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento de las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones”. El personal en operaciones no encontró ninguna oposición para iniciar la solución final pergeñada por Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti.
Pues no existió ningún Juan Carlos apareciendo en la tele uniformado de cabo a rabo, condenando la intentona golpista y convocando a la sociedad a movilizarse. En cambio, Lorenzo Miguel afirmaba que “en los barrios y pronto en la Plaza de Mayo se podrá ver que esta reacción nuestra tiene calor popular. No caeremos sin pena ni gloria”. Nadie acusó recibo, y cuando María Estela Martínez de Perón, Isabelita, fue arrestada en Aeroparque por el general Villarreal, el contraalmirante Santamaría y el brigadier Lami Dozo, no sacaron la cara por ella ni los perros.
“Las Fuerzas Armadas se hicieron cargo anoche del gobierno, después de una prolongada crisis que resultó imposible de superar en el marco de las instituciones. Esta decisión, materializada finalmente, anoche, no tomó de sorpresa a los observadores políticos y prácticamente desde el lunes había pasado a conocimiento de grandes sectores de la opinión pública. Las Fuerzas Armadas se habían fijado un límite preciso para su actitud de prescindencia: el peligro cierto de que la integridad nacional se encontrase en peligro ante el accionar de fuerzas centrífugas desencadenadas, que el gobierno parecía incapaz de controlar. En la segunda semana de marzo se decidió que ese momento había llegado y finalmente se tomó la decisión para emprender un camino que se sabe muy duro, pero ineludible, ante los riesgos profundos que implicaba el rumbo que había adoptado el proceso nacional”, editorializaba Clarín aquel aciago miércoles.
Para el gran diario argentino la única alternativa para la Argentina era meter a la república en el quirófano porque requería cirugía mayor. Nada de generar un consenso previo destinado a evitar la pesadilla, evidenciada en gran parte por la mencionada traición de gran parte de las corporaciones mencionadas.
El colmo lo constituyó que al asumir Raúl Alfonsín en diciembre de 1983, dichos sectores se hicieron los otarios y no evidenciaron ningún indicio de culpabilidad alguna. Haciendo la gran Ibarra, le echaron el fardo a los sempiternos fantasmas causantes del mentado vacío de poder. Como si el Proceso se tratara de un acontecimiento natural semejante a un terremoto, nadie se hizo cargo del fiambre e incluso se rasgaron las vestiduras ante la ruptura de la continuidad constitucional. “Pienso que este juicio, más que un proceso a las Juntas Militares, debería serlo a la veleidosa sociedad argentina”, puntualizó el citado Lami Dozo en las audiencias finales del mentado juicio. “Sociedad que no vio 30.000 desaparecidos, sociedad que no ve 194 muertos”, asevera con certeza un graffiti. Justo enfrente de Plaza de Mayo, muy cerquita de la valla que la parte en dos.
Fernando Paolella