En Estados Unidos, los demócratas no llaman al presidente Donald Trump por su cargo ni por su nombre. Lo llaman él, como si se tratara de un extraño o, en realidad, de una suerte de okupa de la Casa Blanca. En México, después de un mes de gobierno de Andrés Manuel López Obrador, los chairos (sus partidarios) desprecian a los fifis (sus detractores, asociados con los gobiernos pretéritos del PRI y del PAN). En Colombia, el presidente Iván Duque instó a sus compatriotas en el discurso de Año Nuevo a “dejar atrás la polarización” después de una campaña electoral, la de 2018, en la cual primó la polarización.
Dos bandos, un país. La fórmula no es novedosa. Unos y otros echan leña al fuego y después se preguntan por qué arde. La toma de posesión del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en poco y nada se diferenció del discurso habitual de Lula. De aquel “nosotros contra ellos” que, como en otros países, incluida Argentina, ensanchó la fisura social. La fragmentación, que se traduce en inestabilidad política, puede ser beneficiosa en términos electorales, pero lleva a las sociedades a fruncir el ceño frente a todo aquel que piensa distinto y, al final del camino, sólo aporta malestar. Son tiempos de revancha.
En dos países diametralmente opuestos como España y Suecia, la polarización parecía superada. Coinciden sus electorados en abrazar los extremos a causa de la inmigración. La oferta creció con la aparición de nuevos partidos, pero también creció la radicalización de las sociedades. Si esa brecha se ve ampliada desde el gobierno, como pretendió hacerlo Bolsonaro al estilo Trump con su alarde del nacionalismo y su desprecio a las minorías, la crispación está servida. Eso de la enseña nacional que “nunca será roja” pudo ser un buen remate de discurso de campaña, no de investidura. El Muro de Berlín cayó hace tres décadas.
La omisión deliberada del racismo y de la desigualdad, problemas acuciantes en un país que emula un continente dentro del continente, marcó el tono de Bolsonaro. El tono de manu militari para una parte de la sociedad que, también en coincidencia con la de otros países de la región, toleró la corrupción como método de gobierno mientras el viento soplaba a favor de la economía. La crisis global de 2008 no sólo creó indignados, sino también nostálgicos de otras épocas que muchos, sobre todo los más jóvenes, no vivieron ni padecieron, pero imaginan como heroica.
El resentimiento lleva al escarmiento, como si todos fueran culpables de los desatinos de esos gobiernos que, embanderados en un extremo, también contribuyeron a dividir para fragmentar y, de paso, reinar. Con las arcas del Estado, todo el mundo es generoso. Más aún con los amigos. Aquello derivó en esto. Bolsonaro le debe a la arrogancia de Lula y del PT haber capitalizado la exclusión de la clase media brasileña, “ellos”, emparentada adrede con los grupos de poder por no adherir al discurso gubernamental como si se tratara de una prédica religiosa. Cambiaron el tono y el rumbo, como en otros países, no la intención.