Otra semana que pasa en la que el estado de ánimo colectivo se dirime en los titulares de los medios. Una nueva semana en la que nos disponemos a resistir un nuevo viaje en una montaña rusa extrema en la que no elegimos sentarnos y en la que todo vale.
En tan sólo unos meses transcurridos desde aquel 18 de mayo en el que Cristina Fernández anunció que su candidato a Presidente sería Alberto Ídem, un montón de cosas que creíamos sepultadas resurgieron en cuestión de segundos. Tipos que pasaron sus últimos cuatro años puteando al aire o en silencio, volvieron a putear con nombre y apellido y gratis. Estás sentado en un bar, tomando un café, y te insultan. Abrís el teléfono a la mañana y filtrás los mensajes por amenazas. Y si eso pasa a un nivel como el mío, imaginen más arriba. Jorge Lanata no puede salir a fumar un pucho en la puerta de la radio sin que le digan de todo. Hoy.. A Nicolás Wiñazki le pasa lo mismo por las noches. Hay que reconocerles la continuidad temporal a los agresores gratuitos.
En julio de 2010, un grupo de delincuentes le roban el dinero a una mujer embarazada de nueve meses y le pegan un tiro. Herida, llega al hospital y le practican una cesárea. Tarde: la hermorragia provocó falta de oxigenación y el niño nació con problemas de sobrevida que tuvieron un desenlace aún peor. La semana pasada, a la ahora diputada provincial Carolina Píparo le recriminaron haber utilizado aquel hecho fatídico para hacer plata o política.
Es curioso como en la Argentina aún concebimos que es lo mismo hacer política o dinero. ¿Cuál fue el pecado de la mujer que hoy es diputada provincial pero nunca dejará de ser una víctima del delito y madre de un hijo muerto? Haber dado dos entrevistas. Dos putas entrevistas.
Cientos de venezolanos con cuentas activas en redes sociales se encuentran ahora mismo, mientras usted, querido lector, pasea sus ojos por estas líneas, recibiendo mensajes que van desde el consejo de que se vuelvan a su país hasta el negacionismo del hambre, la violencia política y la muerte reinante en la dictadura de Nicolás Maduro.
He conocido a mucha gente con pensamiento lateral, pero jamás había visto a tantos idiotas dando por sentado que un profesional universitario está dispuesto a irse con lo puesto, cruzar a pie toda Sudamérica y terminar limpiando mierda de porteños en un bar sólo para desestabilizar la revolución bolivariana.
Cuesta mantener la misma senda anímica cuando veo que tras varias semanas de demostraciones de memoria a cortísimo plazo –que no reacciona ni viendo una Cristina cabezona en la boleta– seguimos exigiéndole a Alberto definiciones, como si no las supiéramos, en lugar de pedirle otro tipo de precisiones:
¿Alguien sabe cuál será su lineamiento en políticas de seguridad? ¿Línea Berni o Arslanián?
¿Qué piensa hacer con los servicios de inteligencia?
¿Y en materia de Defensa? ¿Qué rol nos espera de las Fuerzas Armadas? ¿Qué piensa hacer con los vuelos low-cost que hizo que muchísima gente sin acceso a un pasaje de avión pudiera hacerlo por primera vez y no, precisamente, por turismo?
¿Tiene una mínima idea sobre qué se debe hacer en educación, salud o ciencia, más allá de mandarle saludos a Sandra Pitta ante las risotadas de los muchachos?
Vivimos preguntándole sobre la corrupción y la economía cuando ya sabemos qué piensa en ambos casos. Del resto de las cosas lo puedo llegar a intuir, pero como Alberto ha dicho que es un hombre que “ha dado numerosas pruebas de diálogo”, estaría bueno saber cómo vienen esos diálogos en materia de Justicia. ¿Ya mandaron a Mempo Giardinelli a explicarle a los ministro de la Corte que se disuelve el Poder Judicial o le pidieron a Mempo que se vaya a escribir unos cuentos y deje el tema en manos de gente que sepa algo del tema? ¿Ya le avisaron a los militantes que la Gendarmería Nacional no se disuelve el 10 de diciembre, o piensan seguir con el delirio de que una fuerza de seguridad sometida a las garantías constitucionales del Estado de Derecho no es un grupo de tareas de la dictadura?
Todavía no trascendió ningún nombre y que Alberto haya sido Jefe de Gabinete no garantiza que conozca de todo. Puedo ser el jefe administrativo de un neurocirujano que, si llego a ofrecerles una cirugía cerebral, les pido que salgan huyendo.
A nadie importa. Por lo pronto, estamos más atentos en cuestionar una restricción con un límite de compra inalcanzable en un mundo en el que resulta que todos los países tienen restricciones. ¿Por qué no lo aplicaron antes si lo tienen todos? Y al candidatazo liberal que salió a correr por izquierda al gobierno por las limitaciones a la compra de 10 mil dólares ¿esto no entra en el esquema del amado modelo chileno a imitar?
Estamos viviendo tiempos en los que nada está resuelto, en los que la economía cada vez que parece terminar de implosionar, vuelve a dar un respiro. Momentos en los que el país se comporta como dos nenes peleándose por un karting sin frenos: uno ya no sabe qué hacer para no terminar hecho mierda y el que está afuera desea que el primero se lo ponga de sombrero con tal de sentarse él.
Y un poquito que duele. No es que ya no estemos curtidos –¿existirán otros países de verdad en los que los sub-40 podamos decir que ya tenemos el cuero curtido de crisis económicas?– pero no deja de ser el país en el que crecí. Los miedos que sentían mis viejos ahora los siento yo y me pregunto si vale la pena.
Si vale la pena convivir con quien te insulta aunque no hagas lo mismo. Si vale la pena respirar el mismo aire de los que te exterminarían si les garantizaran la impunidad. Si vale la pena seguir remando en dulce de leche cuando sólo se cuenta con dos escarbadientes.
Si merezco seguir intentando salir adelante rompiéndome el lomo con 32 trabajos, procurando la calidad, tratando de aprender siempre más, si al final del día da igual robar, trabajar, o el peor de los combos, robar el trabajo ajeno. Si vale la pena hacer bien las cosas para las que uno se prepara si cualquier improvisado puede llamarse periodista, historiador, economista, astronauta, abogado o especialista en todo.
Si vale la pena decir “otra vez a ponerse de pie”, como si la metáfora fuera de goma, como si en la literalidad se nos olvidara que de tanto levantarse, en algún momento algún menisco se hará trizas y ya no haya otra oportunidad.
Si vale la pena un país en el que nadie hace lo que debe y todos dicen que la culpa es del otro. Si vale la pena un país en el que esa parte de la sociedad que se dice politizada se comporta como en la cancha, cantando consignas con fijación anal irresuelta contra los enemigos, haciendo el aguante a tipos que se llevarán los laureles mientras a la hinchada le toca volver a su rutina. Si vale la pena un país en el que miramos a Ezeiza con miedo, y no por la cárcel.
Si vale la pena un lugar habitado por personas que se llaman pueblo y sólo son individuos con tan poca pertenencia a nada que necesitan de la masa para ser.
Si una vez más vale la pena vivir en un lugar en el que mi estado de ánimo ya no depende de lo que le pasa a mi entorno, sino de la cotización de una moneda a la que no puedo acceder.
Si vale la pena vivir en un lugar en el que las hinchadas políticas celebran el fracaso y la angustia de los demás. Si como toda hinchada dependemos de un líder mesiánico, de un macho alfa que guíe nuestros destinos, de un Estado que resuelva nuestras vidas, no vaya a ser cosa que seamos responsables de algo.
Resulta grotesco el daño psicológico que genera vivir en la Argentina. Cualquier estadística sobre consumo de ansiolíticos puede probarlo. Un país donde no se puede planificar nada. Y ya no digo que no se puede planificar una vida, una década, un lustro, el año ni las vacaciones. No se puede planificar la salida del fin de semana. No se puede planificar la jornada de mañana.
Siempre me han tildado de electrocardiograma plano, de no sentir emociones por la presencia o ausencia de alguien, de ser ese que no llora en los velorios ni sonríe en los cumpleaños, de esos tipos a los que les resbala que un amigo lo cague: da la vuelta y si te he visto no me acuerdo nevermore in the puta life.
Y sin embargo estoy colgado del tender y ya me angustio de solo pensar que alguien más puede irse. Y que otra vez lo iremos a saludar, sufriendo por ellos y por nosotros, por ellos que no se bancaron quedarse, por nosotros que no nos bancamos irnos.
La pregunta vuelve a ser siempre la misma ¿irse es la solución? Psicológicamente, puede ser una buena opción. Conozco muchos que se tomaron el palo y la están pasando de maravillas. Bueno, con vidas normales que, en comparación con la oferta argentina, son vidas de maravillas. Vidas en la que los políticos no son protagonistas.
Irse sería la opción más razonable. Pero siempre fui un pelotudo.
Quedarse no es una opción de “este país siempre sale adelante”, cuando con cada crisis terminal con continuidad populista sumamos 15 puntos humanos a la pobreza estructural.
Quedarse cuando podés irte es otra cosa. Quedarse de caprichoso, de testarudo, de molesto. Quedarse de no me rompan más las pelotas. Quedarse aunque sea sólo para joder. Quedarse para que ya no sea tan fácil robarse hasta los sobres de azúcar.
Quedarse de “esta también es mi casa y, si no te gusta, es tu problemam, no el mío”. Nicolás Lucca