Bien podría ser un personaje de su admirado Henning Mankell. El gran escritor sueco integra el selecto grupo de sus autores preferidos. Miguel Ángel Pichetto es un voraz lector de novelas policiales. En ese universo variopinto de historias se habrá topado más de una vez con seres inteligentes, ambiciosos, intrigantes, sin escrúpulos, impiadosos y de moral flexible.
Tipos duros que saben navegar en cualquier crisis y con la capacidad de caer bien parados siempre. Pichetto es cabal representante y protector de un sistema político que persiste en proyectar su incapacidad para mejorar la calidad de vida de la población. Pero eso no es lo que importa. Hay que cuidar el statu quo y, en eso, tal vez estemos ante el más competente. Este abogado graduado en la Universidad de La Plata es la representación perfecta del político profesional que al igual que un killer literario ofrece su eficacia al mejor postor.
Fue funcional a casi todos quienes tuvieron poder real en los últimos treinta años: Carlos Menem, Néstor Kirchner, Cristina Fernández y, finalmente, Mauricio Macri.
Pichetto es riguroso y flexible a la vez. Después de estar un cuarto de siglo en el Congreso de la Nación defendiendo las políticas elaboradas por los distintos mandatarios peronistas, aceptó ser candidato a vicepresidente de Mauricio Macri, la alianza de centro derecha que gobierna el país desde 2015. Presentó esa voltereta ideológica como una consecuencia natural de su evolución política. Un gesto magnánimo para evitar “la destrucción de la república”. Es sabido que la ambición no reconoce moral y menos límites partidarios. Nadie mejor que el legislador rionegrino para demostrarlo.
Desde 1993 al 2001 fue diputado nacional. En 1997 como presidente de la bancada del PJ defendió las reformas del Estado, que incluyeron la venta de parte del patrimonio nacional, propuestas por Carlos Menem. El caudillo riojano lo apoyó en su salto al Senado donde en diciembre de 2002 se convirtió en mandamás del bloque justicialista. Un puesto que recién dejó después de aceptar la invitación de Macri para acompañarlo en la fórmula. En sus 17 años en el Senado bancó todo.
Estuvo especialmente activo en el gobierno de Néstor Kirchner y en el primer mandato de Cristina. En 2007 quiso ser gobernador de Río Negro y se enfrentó al Presidente. La relación sin romperse se empezó a complicar. Tras la derrota de 2015 pasó a liderar la oposición parlamentaria en la Cámara Alta. No faltaron, por supuesto, los gestos destinados a “asegurar la gobernabilidad” de “su amigo” Mauricio.
Ayudó a aprobar el pago a los fondos buitre y la reforma previsional por nombrar dos de las iniciativas oficialistas más cuestionadas por la oposición. En 2017 rompió el bloque y formó Argentina Federal ya lejos de los restos legislativos del kirchnerismo y propiciando la llamada tercera vía junto a Sergio Massa y Juan Schiaretti.
Con todo, tanto para Carlos Menem como para la ex Presidenta, se negó a retirar los fueros legislativos cuando no existe una condena firme y también cuestionó el uso y abuso de las prisiones preventivas. El resto es historia conocida. Cristina nominó a su principal crítico interno, Alberto Fernández, como candidato del Frente de Todos. El ex Jefe de Gabinete convocó primero a los gobernadores peronistas y luego a Sergio Massa completando una opción electoral competitiva desde el PJ. Pichetto quedó en banda y Marcos Peña y Rogelio Frigerio aprovecharon la volada y se lo “vendieron” a Macri.
Desde entonces Pichetto pasó a ser la punta de lanza del gobierno. Hasta Carrió parece moderada ante su retórica. Retomó el discurso de mano dura, amplió sus opiniones contra los inmigrantes y explicitó comentarios racistas. Nunca antes se había sentido tan a gusto en público. Su rol de candidato le abrió micrófonos y cámaras, en especial en los programas donde habitualmente lo “miman”. Desde allí viene expresando una suerte de neobolsonarismo y lo hace con la suficiencia de aquellos que se creen superiores. Es la única forma. Está en el manual básico del autoritarismo. Esa ancha avenida que es el Peronismo se tomó su tiempo para expulsarlo.
En las últimas semanas criticó a piqueteros y cartoneros “que no laburan” y son la causa “del endeudamiento público (…)” y que además, “trabajan para debilitar al gobierno”. También expresó su “perplejidad” porque “400 mil venezolanos” (son 135 mil según tuvo que aclarar la ministra Carolina Stanley) consiguen algún trabajo aunque no conozcan las calles de Buenos Aires y 400 mil argentinos cobren subsidios “sin laburar”. Stanley tuvo que explicarle que los subsidiados en su mayoría no tienen estudios secundarios completos y los inmigrantes de Venezuela suelen estar sobre calificados, por eso no es sencillo reinsertarlos al mercado laboral.
Pero a Pichetto los datos no le interesan demasiado. Ante el aumento de los índices de pobreza consideró exageradas las denuncias de la Iglesia y otros organismos y aseguró que “nadie se muere de hambre”. A lo Lilita denunció que la fórmula oficialista que integra perdió “4 o 5 puntos” por falta de fiscalización en las PASO y aseguró estar convencido del triunfo de Macri: “Se van a llevar una sorpresa”, advirtió. Y esta semana sugirió, al ver una secuencia filmada desde un drone de gente comprando droga en la villa 1.11.14, “hay que dinamitar todo, que vuele todo por el aire”. Amén.
Pichetto, el oficialista eterno, el hombre de los mil rostros, es un personaje real pero que -como a veces ocurre en la ficción- eligió escribir un final grotesco para su propia historia. Reynaldo Sietecase