Comienza una nueva era. Con la elección de Alberto Fernández para ejercer la presidencia de la República a partir del 10 de diciembre se desprendieron un montón de interrogantes a los que ya se abocan la mayoría de los colegas: quién tendrá el poder, cómo arreglará la economía, qué onda con las causas judiciales, cómo funcionará el Congreso y un largo rosario de preguntas.
Sin embargo, nada es más apasionante que la construcción del Poder. Más cuando el obligado a esa construcción es un sujeto que nunca tuvo territorio y que hasta hace un marzo sólo aparecía en los medios cuando concurría a un programa de tevé. Más cuando esa obligación de construcción de Poder tiene que darse al lado de una persona que no tardó nada en tildar de traidores a los colaboradores de su marido que se iban yendo del Gobierno. Más cuando ese mismo marido no tardó nada en sacarse de encima al padrino que lo acompañó hacia la presidencia.
De entrada se sabe que nuestro sistema no admite más conducciones que la del Presidente. Y dentro del funcionamiento de los partidos políticos tradicionales tampoco se asumen dos cabezas. No existe en la dimensión argentina que el Presidente de la República no sea la máxima opinión autorizada de su propio espacio político por cuestiones que hacen a la lógica.
El peronismo siempre fue evaluado desde una óptica bifocal entre la izquierda y la ortodoxia. Con el paso del tiempo se produjeron mutaciones: la izquierda contestataria derivó en un progresismo verticalista mientras que la ortodoxia ha abandonado el verticalismo en una actitud que hace que Vandor se pregunté por qué no le avisaron antes. Sin embargo, la óptica “peronismo de izquierda – peronismo ortodoxo” siempre se mantuvo a la hora de los análisis, aunque no se lo mencionara.
Pero esto es nuevo, no demasiado, pero sí una versión extraña. Primero, porque no tuvimos un presidente nacido en la Capital desde Marcelo T. de Alvear –si tomamos sólo a los constitucionales sin sospechas– o Roberto Ortiz –si somos más laxos– o Leopoldo Galtieri –si es que metemos también a los de facto–. Puede parecer un factor irrelevante, pero el mundo tiene el color que nos pintó la infancia. Aún más interesante es saber que Alberto Fernández es el primer presidente peronista nacido en la Capital Federal, lo cual no es un dato para nada menor en la construcción del Poder.
El peronismo porteño nunca estuvo bien visto ni por los peronistas, que en su lógica de continuidad histórica –autoatribuida– con el caudillismo federal siempre levantaron las banderas antiporteñas. Puede que suene a chiste histórico, dado que el trinomio de los revisionistas ha sido “San Martín-Rosas-Perón”, pero desde la federalización de la ciudad de Buenos Aires pocos recuerdan que en tiempos de Rosas, Buenos Aires era una sola.
El peronismo porteño tuvo su momento de esplendor durante los años noventa, apalancado por el gabinete nacional de Carlos Menem y por la gestión de Federico Domínguez como último intendente de la Capital Federal. Personajes como la matriarca Kelly Olmos y Víctor Santamaría convivían codo a codo con Diego Santilli, Gustavo Béliz, la familia Corach y un ascendente Cristian Ritondo, todos tan desconocidos como el incipiente Alberto Fernández. Juntos, se refugiaron bajo el paraguas protector de Domingo Cavallo. El colapso de Cavallo primero, y el modelo menemista después, hizo que todos salieran a rearmarse. Muchos recayeron en el PRO después de un breve paso por la presidencia de Eduardo Duhalde. Otros se alistaron con el candidato apadrinado por el breve presidente.
Seguramente existan diversos motivos por los que el peronismo porteño nunca fue tomado en serio ni por los propios peronistas, pero que la filial local del partido más ganador no haya logrado imponerse en una sola elección explica lo suficiente.
No tan distinto
El análisis “peronismo de izquierda vs. ortodoxia” pareciera no correr más. Ahora se viene la separación entre peronismo porteño e interior; dos visiones totalmente distintas del mundo. El peronismo porteño ha sido, históricamente, mucho más progresista en temas en los que el peronismo del interior se ha comportado de forma híper conservadora, sobre todo en cuestiones que hacen a creencias religiosas.
Sólo por dar un botón de muestra, basta con recordar las posiciones del propio peronismo durante el debate por la despenalización del aborto durante 2018: tanto la militancia cristinista –mayoritariamente urbana– como el propio Alberto Fernández se manifestaron a favor de la despenalización. El cambiazo de Cristina es para otro análisis. Mientras tanto, la caída del proyecto en la Cámara de Senadores fue propiciada por senadores de todos los colores, incluyendo a los peronistas del interior.
La legislatura de Tucumán, sin ir más lejos, ha declarado que la provincia es “pro vida”, en una humanización de un ente que resulta difícil de comprender. Los primeros dos destinos de Alberto Fernández fueron Tucumán y Santiago del Estero, lugares donde los médicos que practicaron abortos a mujeres violadas cumpliendo con la ley fueron perseguidos o apretados desde el propio Estado.
Los gobernadores peronistas –a excepción de Schiaretti– se han alineado en dos vertientes: los albertistas, encolumnados en el gobernador Tucumano Manzur, y los cristinistas, con Axel Kicillof a la cabeza. La tirantez entre ellos será decisiva cada vez que Fernández quiera sacar una ley: no sólo no cuenta con mayoría automática en ambas cámaras, sino que ni siquiera cuenta con bloques homogéneos. No hace falta recurrir al aborto: en muchas provincias eternamente peronistas, al día de hoy se discute la educación sexual integral y el derecho al matrimonio de los homosexuales es algo que parece que se aprobó ayer a la nochecita y no hace 10 años.
El verdadero cuarto poder
Por otro lado, el sindicalismo. Tradicionalista, ortodoxo, conservador de todo lo que les afecte el kiosco, desde la desaparición de Perón de la esfera política se ha comportado como un factor de poder en sí mismo. Fue risueño el intento de Alberto Fernández por lograr la unidad de la CGT junto con la CTA que tanto fue replicado por la mayoría de los portales de noticias. Menos de 24 horas después la idea ya flotaba en el océano del olvido y por razones obvias: ni la CGT está unida, andá a meterles adentro a “los zurdos de la CTA”.
A pocas horas de haber ganado las elecciones, Alberto Vintage afirmó públicamente que se vienen “tiempos difíciles”. No importa si se es peronista, radical o republicano del Tea Party: cuando un presidente avisa que se vienen tiempos difíciles está abriendo un paraguas para encarar las reformas que un tiempo de bonanza no le permitiría adoptar.
Hasta el más talibán de la tradición estatal es consciente de que el mundo ha cambiado permanentemente desde los años ´30 para aquí. Lo saben todos, incluso los sindicalistas cada vez que viajan a algún congreso de la Organización Internacional del Trabajo. Sin embargo, a la hora de querer aplicar las políticas de cualquier otra parte del mundo, se plantan bajo el techito del nacionalismo para lograr conservar la gallina de los huevos de oro.
En el mundo conocido por los sindicalistas ya no quedan cabinas de peaje atendidas por personas, cada vez hay menos subtes tripulados por seres humanos, los mecánicos automotrices deben conocer de baterías de litio y manejar el interfaz CAN. El listado es inacabable, pero cuando vuelven al país justifican el freno a cualquier reforma en el pretexto de “qué hacemos con los trabajadores”. Reconvertirlos no pareciera entrar en el espectro.
Cualquiera con un mínimo de conocimiento sobre los números del Estado argentino sabe que necesitamos urgentemente el ingreso de dólares, de los que el único proveedor ha sido por años el Banco Central y los productores de materias primas. ¿Quién va a invertir si el Estado se quedará con la mayor parte de lo ganado? En algún lado hay que cortar ¿El Estado lo hará en los impuestos que lo sostiene así de gigante, o habrá modificaciones en el sistema previsional, también a cargo de los empleadores? Para cualquiera de esas opciones, no hace falta el apoyo de los sindicatos. Alcanza con que se mantengan en silencio.
Haciendo equilibrio en una montaña rusa
El orden de exposiciones del Frente de Todos en la noche del domingo nos confundió a todos y no por el orden, sino por el contenido. Axel Kicillof, flamante Gobernador electo de la provincia de Buenos Aires, mantuvo una alocución extensa y en un tono por demás beligerante. Lejos de enterarse de que había ganado por paliza, se quejó de las estadísticas de pobreza que deja el macrismo en comparación a las estadísticas que el macrismo tuvo que reconstruir sobre lo que no dejó Kichi, y luego sostuvo que van “a recuperar lo perdido”. Sabemos que además de los conceptos, hay una sensación de recuperar la propiedad del Estado. Más referenciado en Cristina que en el flamante presidente electo que tenía al lado, luego de esforzarse una vez más en tener una oratoria de la que carece –con un “bonaerenses y bonaerensas” que quedará en la historia– le cedió el micrófono a una Cristina Fernández que remarcó tanto su rol en la campaña que le faltó decirle a Alberto Ídem “tu no has ganado nada”.
Con la multitud enardecida, a Alberto Ídem le tocó cerrar con un discurso que no podía ser incendiario ni demasiado calmo. Así fue que terminó a los gritos confirmando que se juntaría a desayunar con Mauricio Macri.
Pobre Alberto. Macri la tuvo siempre mucho más fácil en cuanto a sus opiniones: delincuencia mala, Maduro malo. Alberto tiene que hacer piruetas entre la opinión de la ortodoxia sobre la delincuencia callejera –pregúntenle al primer sindicalista qué se debería hacer con un chorro y me cuentan– y el progresismo que ve a la inseguridad como una consecuencia de la falta de conciencia social del laburante promedio. El flamante presidente electo ve un tuit de Maduro y entra en una habitación con alarmas laser. Si no contesta, es sospechoso, si contesta es para quilombo. Si le agradece el saludo a Maduro se van a calentar los compañeros más ortodoxos, si le contesta con el emoji del pulgar arriba lo van a tomar como una afrenta. Si le dice “no te subás las medias que yo no me cargué 6 mil fusilados” podría provocar una oleada de caritas de puchero del progresismo ABC1. Si dice A se resiente la relación con EEUU. Si dice B se resiente la relación con el Foro de Sao Paulo y el grupo de Puebla. ¿Resultado? Un tuit agradeciendo y pidiendo por la democracia plena en América Latina. Los únicos lugares donde no hay democracia plena (si existe la necesidad del adjetivo) son Venezuela, Cuba y Nicaragua.
Cuál será el camino que tome Alberto Fernández para imponerse no lo sabemos: una cosa es la intención, otra el resultado. Deseo y realidad, el gran dilema con el que lidiamos todos. En su primer acto peronista como presidente electo se rodeó de la liga de gobernadores que aman el despacho del presidente de turno. A nadie sorprendió la ausencia del flamante gobernador electo de la provincia más grande de la Argentina. A nadie sorprendió la ausencia de la gobernadora de Santa Cruz. A nadie sorprendió la ausencia de la vicepresidente electa.
Equilibrio en el gabinete, equilibrio para negociar con los gobernadores, equilibrio para negociar con los sindicatos, equilibrio para negociar y no hacer llorar a La Cámpora, equilibrio para negociar con los piqueteros, equilibrio para negociar con los movimientos sociales, equilibrio para negociar con los legisladores del bloque propio y recién ahí poder negociar una ley con los demás bloques. A Fernández le queda la esperanza de que los legisladores de la futura oposición sean tan ilusos como los que tuvo el kirchnerismo en frente para expropiar YPF con el 81% de los votos de los diputados. Y que los –casi–propios no le jodan demasiado.
El juego comienza y es divertido. Divertido para el que vive afuera. Esperemos que tenga mucha salud y energía. El banco de suplentes ya lo conocemos demasiado. Nicolás Lucca