La “dura venganza” prometida por el líder supremo de Irán, Alí Khamenei, no compensa su propia pérdida. La del general cinco estrellas Qasem Soleimani, comandante de la fuerza de élite Quds de la Guardia Revolucionaria, el único militar en la historia que recibió la Orden de Zolfaghar, establecida en 1856 bajo la dinastía Qajar. “La República Islámica lo necesita por muchos años más, pero espero que, al final, muera como mártir”, le dijo el ayatolá al entregársela en febrero de 2018. Murió como mártir en el aeropuerto de Bagdad tras un ataque con un dron ordenado por Donald Trump en respuesta al asalto contra la embajada de Estados Unidos en Irak.
Quizá Khamenei no creyó que las amenazas de Trump fueran verosímiles, como ocurrió al abortar un bombardeo contra Irán con aviones en el aire y buques en posición. Esta vez, tras la evacuación de la embajada de Estados Unidos en Bagdad por la embestida de las Fuerzas de Movilización Popular, formadas por paramilitares chiitas proiraníes, la represalia no tuvo contemplaciones. Dio en la médula espinal del régimen teocrático, del cual Soleimani era una pieza esencial en las operaciones militares en el exterior. Razón de ser de la fuerza Quds. En el ataque también murió el número dos de las milicias proiraníes, Abu Mehdi al Muhandis.
En abril de 2018, Estados Unidos declaró organización terrorista a la Guardia Revolucionaria de Irán, creada durante la Revolución Islámica de 1979. Dentro de ese parámetro, nunca antes utilizado con una fuerza militar nacional extranjera, Trump legitimó la ejecución de Soleimani en represalia, a su vez, por la muerte de un contratista norteamericano en la frontera de Irak con Siria. Ese crimen, no reivindicado por ninguna organización, desencadenó un bombardeo norteamericano que liquidó a 25 milicianos de Kata’b Hezbollah, facción del partido libanés Hezbollah, hijo dilecto de Irán.
La muerte de Soleimani cobra otro relieve. Se trata de la caída del arquitecto del poder chiita en Irak, Siria, Líbano y Yemen, así como del mentor de amenazas y atentados contra Estados Unidos e Israel. Un maestro del espionaje, como lo definió The New York Times, cuyo deceso tal vez “sea central para un nuevo capítulo de tensión geopolítica en toda la región”. Trump, dicen los suyos, tuvo que restablecer la disuasión para mostrarle al régimen iraní que no iban a ser gratuitos los misiles lanzados contra barcos en el Golfo Pérsico ni los ataques con drones contra las refinerías de la compañía Aramco en Arabia Saudita.
La disuasión, palabra clave en Estados Unidos, es un plato que se sirve frío, como la venganza. La escalada tuvo un origen: el retiro unilateral en 2018 del acuerdo nuclear alcanzado en 2015 por el G5+1 (China, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Rusia y Alemania) e Irán, aunque la rivalidad se remonte a la Revolución Islámica. La progresión en Irak, así como en Yemen contra Arabia Saudita y en Siria contra Israel, muestra al régimen iraní tal cual es, renuente a una guerra directa en su territorio o en el del enemigo. Menos aún contra Estados Unidos.
Esa era la misión de Soleimani: fomentar la táctica de la proxy war o guerra por delegación, de modo de utilizar mercenarios extranjeros en terceros países. Una táctica, la de la guerra de guerrillas combinada con atentados suicidas y selectivos, que se remonta a finales de la década del noventa con el apoyo a Hezbollah contra la ocupación israelí del sur del Líbano. Una táctica que también dio resultado en la lucha contra el Daesh, ISIS o Estado Islámico tanto en Irak como en Siria, donde apuntaló al dictador Bashar al Assad, después de haber sofocado en su país el impacto de la Primavera Árabe. Era, a los ojos de la cúpula iraní, un héroe. Pasó a ser un mártir.