Decía Jaime Balmes que cuando el hombre emplea mal sus “cuerdas”, se transforma en una suerte de instrumento destemplado.
En línea con el pensamiento del filósofo catalán, estamos convencidos que el peronismo, al actuar como si fuese la luz del único faro capaz de iluminar nuestra vida política, ha desparramado durante años los ecos de errores emanados, fundamentalmente, de una pésima interpretación de la realidad.
Su filosofía estuvo siempre en línea con pensamientos que estuvieron en boga en los primeros años del siglo XX y hoy solo representan la quintaesencia del fracaso de un puñado de países que han devenido finalmente en dictaduras, donde se distribuye un único bien: la miseria.
Sin embargo, los vemos gloriarse con derrotas que han coronado su ineficiencia conceptual, sometiéndonos a la opresión de ciertos dogmas inapelables con los que difunden las perversas dignidades de su supuesta erudición.
El juego político es así un juego de reglas con las que juegan sólo ellos, mientras parecen decirnos cínicamente: “Salten tontos”; intuyendo que no podremos hacerlo al estar afectados por un inconcebible e inalterable síndrome de Estocolmo vernáculo.
La consigna esencial de su credo ha entrado en línea en los últimos años con un supuesto “progresismo distributivo”, y sus abanderados son los que abrazaron a los Kirchner deformando ciertas teorías keynesianas –que interpretan a gusto y paladar-, intentando consumar el “arte” de sacarle dinero a unos supuestos ricos para dárselo a los pobres, denominándolos, de paso, con un eufemismo que pretende cubrirlos de falsa dignidad: “los más vulnerables”.
Una dignidad que desapareció gracias a los desaciertos en cadena de quienes nos gobernaron mayoritariamente desde el advenimiento de la democracia recuperada posterior a 1983, y se han movido cual peñascos deslizándose desde una cumbre, aumentando su velocidad a medida que descendían por la ladera, arrastrando todo a su paso.
“La vida colectiva”, sostenía Thomas Merton, “está organizada a menudo sobre la base simultánea de astucia, duda y culpabilidad. La verdadera solidaridad queda destruida muchas veces por el arte político de lanzar a unos contra otros, valorando a todos los hombres por un precio. Sobre eso, algunos individuos construyen un mundo de valores arbitrarios sin vida ni significación y lleno de agitación estéril”.
Parecería que Merton, a pesar de haber fallecido en 1968, hubiese dicho esto luego de haber desayunado con Cristina Kirchner y sus adláteres la semana pasada, marcando la esencia del pensamiento de quienes tratan de convencernos que ellos saben cuál es el camino de la prosperidad, enredándose en argumentos discursivos muy confusos con los que intentan disimular sus auténticas mistificaciones.
Su triunfo en las recientes elecciones de diciembre tiene a todo el mundo algo aturdido aún. Porque, para ser sinceros, no hay duda de que en ellos hay algo de nosotros, de nuestras propias hipocresías, de nuestra inveterada holgazanería cultural, de la prisión de palabras mágicas que nos hemos prodigado entre todos sin mirarnos jamás a un espejo para confrontarnos con nuestras imposturas.
Hemos llegado a ser un país pobre, porque hemos olvidado que hay algo peor aún que la corrupción, como ya hemos señalado alguna vez: la ineficiencia; un portón abierto por el que se cuelan todos los demás flagelos que afectan a una sociedad.
Por todo ello, creemos que el futuro solo podrá retornarnos al buen camino si somos capaces de resistir –pacíficamente, por supuesto-, el embate de esta suerte de titiriteros que nos marean desde hace años con sus “sopapos”, para convertirnos en lo que, en el fondo de nosotros mismos, no queremos ser.
El historiador alemán Kurt Breysig solía denominar a quienes incurren en errores semejantes como pueblos de la perpetua aurora: “Son aquellos”, decía, “que se han quedado en una alborada detenida, congelada, que no avanza hacia ningún mediodía”.
A buen entendedor, pocas palabras.