De haber una Tercera Guerra Mundial “por partes”, como la definió el papa Francisco, ¿cuándo comenzó? De haber una versión remozada de la Guerra Fría, ¿quién está ganándola? Estados Unidos forjó su poder con la victoria en la Segunda Guerra Mundial y la desintegración de la Unión Soviética, pero Donald Trump pateó el legado, en especial el de Barack Obama, y estrenó sus propias guerras. Tanto la comercial y tecnológica contra China como la de mayor impacto contra Irán desde que decidió retirarse del acuerdo nuclear de 2015. La rutina de la provocación de Trump benefició a otro autócrata, acaso más astuto: Vladimir Putin.
El asesinato selectivo del general iraní Qasem Soleimani, una flagrante violación de la soberanía de Irak, resultó ser el prólogo de contactos vertiginosos de Putin con el presidente de Francia, Emmanuel Macron, y la canciller alemana, Angela Merkel; de una visita estratégica al dictador sirio Bashar al Assad, ahijado del régimen de los ayatolás, y de un intento fallido de tregua en Libia, forjado en Moscú, entre el mariscal Jalifa Hafter, respaldado por Rusia, Egipto y Emiratos Árabes Unidos, y el jefe del Gobierno de Unidad Nacional, Fayed el Serraj, apoyado por Turquía y reconocido por la ONU, Estados Unidos y la Unión Europea.
Después de 1.500 muertos durante nueves meses de enfrentamientos en Libia, Putin logró su propósito: mostrarse confiable en su papel de mediador con el guiño de otro autócrata, el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ambos celosos de sus intereses energéticos, mientras Trump insiste en su plan de evasión de los asuntos externos que, en principio, no figuran entre las prioridades de su gobierno o, en la práctica, de su campaña por la reelección. Entre ellos, Medio Oriente, más allá de las reservas de petróleo de Libia. Las mayores de África. Un país sumido en el caos desde la caída y la ejecución de Muamar el Gadafi en 2011.
Libia, como Irak después de Saddam Hussein, pasó del averno a la desazón. Putin quiso zurcir los errores de los norteamericanos y de los europeos. “En su pico más alto de imagen internacional, Putin asomó como el estadista que tomó el timón en Siria y logró evitar una vuelta de tuerca dramática en una de las zonas más explosivas del mundo”, observa Hinde Pomeraniec en su libro Rusos de Putin, postales de una era de orgullo nacional y poder implacable. Así como Xi Jinping pasó a ser el campeón del capitalismo sin renunciar al comunismo, Putin pasó a ser el líder de la paz a pesar de haberle arrebatado Crimea a Ucrania. Postales de otra era. La de Trump.
En Siria, Rusia neutralizó el abandono de Trump de los kurdos, artífices de la victoria contra el Daesh o ISIS, frente a la embestida de Turquía con la venia de Assad. En ese juego de patriotas, el inoxidable presidente de Rusia casi nunca estuvo del lado de los buenos, pero zigzagueó en cuanto recoveco dejó vacante Trump. Fuera en Siria, Irán, Irak, Libia o Venezuela. No para proclamarse comisario del planeta, sino para obtener ventaja de la fisura entre Estados Unidos y sus aliados, extender su influencia y hacer negocios. Inclusive con los socios de su rival.
Rusia le vende armas a Arabia Saudita, cliente de Estados Unidos, así como Estados Unidos se las vende a Qatar, penado por Arabia Saudita. El desencanto con Trump llevó a replegarse a las tropas europeas en Irak, no avisadas del ataque con drones. En esta versión remozada de la Guerra Fría, Putin adquiere la reputación de mediador en coincidencia con el cabreo global con la democracia y con elecciones que, en algunos confines, parecen guiarse por las instrucciones del cómic Astérix en Córcega: “Metemos las papeletas en la urna y tiramos la urna al mar. Después organizamos una pelea y el más fuerte es el jefe”.
El jefe ha superado con creces a Stalin en el ejercicio del poder y se ha propuesto ahora, en su discurso anual sobre el estado de la nación, la convocatoria a un referéndum para una reforma constitucional que, de aprobarse, impondría mayores requisitos a su eventual sucesor, limitaría la reelección consecutiva y ampliaría las facultades de la Duma estatal y del Consejo de la Federación. Su compañero de ruta desde 2012, el primer ministro Dmitri Medvédev, con el cual se ha alternado en el gobierno, presentó la renuncia al igual que su gabinete, de modo de facilitarle la tarea. Putin continúa. Su mandato caduca en 2024. Falta un rato.
Putin es peligrosamente inteligente. Su brillo politico y su gran carisma nos esta llevando a la destrucción, y acá todavía se discute de lo bueno o lo malos que son las derechas y las izquierdas.