“Lo curioso no es cómo se escribe la historia, sino cómo se borra”. Manuel Alcántara
La historia la escriben los vencedores. Esta frase (ya sea de George Orwell o de Winston Churchill) no es literalmente cierta, aunque si lo es en su espíritu.
La historia la describen, sesgan y publican los vencedores.
Debemos entender que los vencedores no son sólo aquellos que triunfan en el campo de batalla. No nos aferremos al paradigma (palabra que le encanta a los posmodernistas, posestructuralistas y progres, artífices de la pestilente barbarie inculta que hoy pulula), del militar abnegado que vence al opresor. Los Leónidas, Wallace o San Martín han quedado, paradójicamente, en la historia.
Heródoto, el padre de la historiografía, vivió hace 25 siglos y era intelectualmente mucho más honesto, que los patéticos revisionistas actuales. En aquellos tiempos escribió: “me veo en el deber de referir lo que se me cuenta, pero no a creérmelo todo a rajatabla; esta afirmación es aplicable a la totalidad de mi obra”.
Desde entonces encontramos a lo largo del tiempo, una amplia gama de autores que van desde aquellos que escriben la historia con mayúscula, hasta aquellos que escriben historietas.
¿Acaso los primeros son infalibles y absolutamente objetivos? Por supuesto que no. Pero son intelectualmente honestos y no manosean sus descripciones para adaptarlas a una ideología que pretenden instaurar. Seguramente sus interpretaciones están sesgadas por sus principios, sus escalas de valores y sus estimaciones acerca del nivel de importancia de cada hecho, pero no hay en sus escritos una búsqueda premeditada de establecer una visión parcial.
Karl Popper decía que la verdad es provisoria. Yo creo que la historia debe ser verdad. Por ello, lo escrito no es palabra santa, no debe ser un dogma; pero de ello no se desprende que toda descripción histórica sea válida.
El revisionismo histórico, como actitud de búsqueda inalcanzable e incansable de la verdad (correlación entre la realidad y los conceptos) es prudente y necesario. Pero el revisionismo como herramienta ideológica es el hijo bastardo de la historia, un traidor, un Judas que vende nuestro pasado por 30 monedas de dogmas esclavizantes.
En muchísimos momentos, la historia se ha desvirtuado, o al menos se ha adornado, con fines moralizadores y de conceptualizaciones éticas. Quizás esto sea un defecto genético heredado de sus padrastros, los mitos y las leyendas, no lo sé; pero, sin dudas, sus páginas han contenido mensajes estoicos, heroicos, leales y virtuosos.
Incluso nuestra propia historiografía clásica argentina, la de Mitre, tiene sus bemoles. Los cuales se “entienden” desde el contexto de un país en el que el 40% de sus habitantes eran inmigrantes extranjeros y en el que se pretendía “crear” una “identidad nacional”.
Quiero dejar en claro que no estoy de acuerdo con este manoseo mitrista, pero entiendo el porqué de su lógica como herramienta efectiva en la construcción del “ser nacional”, como un instrumento destinado a unir a diferentes razas, credos e ideologías bajo un concepto en común, bajo la idea de patria.
Así como no creo que Fidias estuviese feliz de la vida cuando enfrentó a los persas en las Termópilas, consciente de que no saldría vivo de allí; tampoco me imagino al sargento Cabral diciendo “muero feliz, hemos vencido al enemigo”. Los hechos fueron ciertos, sus entregas loables, pero estos adornos románticos son sólo un instrumento ético y estético.
Ahora bien, desde mediados del siglo XX, luego del fracaso estrepitoso del socialismo/comunismo en el mundo, sus ideólogos cambiaron de objetivo y en lugar de continuar la lucha política, escucharon las ideas de Gramsci cuando decía que: “La conquista del poder cultural es previa a la del poder político y esto se logra mediante la acción concertada de los intelectuales infiltrados en todos los medios de comunicación, expresión y universitarios” y actuando en consecuencia, tomaron por asalto la educación y la cultura.
Argentina no estuvo exenta de esta desfiguración maniquea de la historia, patentizada por ejemplo en la exaltación de Rosas y el menoscabo de Roca o de Sarmiento. Estos no eran “santos inmaculados”, pero más allá de sus errores y pecados fueron sin dudas, los constructores del momento de mayor esplendor de la Argentina.
El espíritu prostituyente del revisionismo sectario sigue vigente en nuestra Argentina. Los hechos aberrantes y desgraciados de los 70 (en realidad empezaron en los 50), no deben repetirse nunca más. Pero el adoctrinamiento tuerto de los revisionistas de historieta de nuestro país, destruyó los hechos y los reemplazó con relatos.
Ya nos advertía George Orwell acerca de la lógica del Ministerio de la Verdad: “quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro”.
Las narraciones propagandísticas no resisten ningún archivo, tal es el caso de los 30.000 desaparecidos. Un sólo desaparecido es una aberración, negar ese número fantasioso (su propio inventor confesó su falsedad) no niega los hechos, sólo los ciñe a los datos que diferentes organismos internacionales y sucesivos gobiernos nacionales (incluído el Kirchnerismo) han corroborado.
Es por ello que si se insiste en imponer la mentira de los 30.000, debemos responder (retóricamente) que en realidad fueron 30.001; que ellos han desaparecido a ese 1. Ellos son responsables de la tortura y desaparición de la verdad.