Absorbido como está por sus dos únicas obsesiones -el coronavirus y la deuda- el presidente Fernández, a un año de haber sido ungido por el dedazo de la comandante del El Calafate, no alcanza a medir lo rápido que se le aproxima un tiempo de decisión absoluto, una disyuntiva en el camino futuro de la Argentina que lo enfrentará a un brete que quizás nunca pensó tener delante.
Se trata nada menos que de elegir entre el país o Cristina Fernández. Es tan simple como eso; tan grave como eso.
En efecto, la sucesión de hechos acumulados desde que asumió la presidencia más la catástrofe económica derivada de la paralización de las actividades por el confinamiento obligatorio han precipitado una espiral de cuestiones sumadas que el jefe del estado no va a poder gambetear por mucho tiempo más.
Las exigencias de todo orden que provienen desde su socia política y de la jefa que lo puso en el lugar que ocupa son cada vez más profundas y abarcan cada vez más costados de la vida argentina.
Naturalmente la obsesión número uno de la vicepresidente es la declinación de todos los juicios en su contra (y en la de sus hijos), la aprobación de todo lo actuado durante la larga década kirchnerista -lo que supondría la convalidación del robo público más grande que el país sufrió desde mayo de 1810- y la reivindicación de su nombre como la figura más descollante de la historia nacional.
Pero al lado de esas exigencias, que conllevan la obvia conveniencia personal, el cristinismo quiere delinear definitivamente un perfil de país amoldado a su gusto, es decir una dictadura de pensamiento único, de corte naziopopulista, que desconecte a la Argentina de toda vinculación con el mundo occidental, liberal y democrático y genere una nueva alianza con La Habana, Caracas, Moscú, Beiging y Pyongyang.
La pandemia del coronavirus ha jugado un papel fundamental en la aceleración de la velocidad de este proceso cuyo desenlace deberá definir el presidente. La paralización de la actividad económica más el astronómico aumento de los gastos del estado le han dado el tiro de gracia a la moneda argentina.
Cuando la actividad se retome y la circulación de los billetes tome ritmo, el público comenzará a repudiarlos porque su valor se deprecia por minuto. El país puede entrar en su tercera hiperinflación. La demanda de pesos caerá a niveles cercanos a cero.
En ese momento el presidente verá frente a sí una enorme bifurcación de los caminos. Una persistencia en el rumbo socialista, populista berreta, falto de instituciones, de aislamiento comercial mundial, de nacionalismo barato, cierre de la economía y desvinculación con el mundo, llevará la pobreza a niveles extremos. La devaluación será astronómica y la caída por debajo de la línea de pobreza será el destino de cientos de miles, quizás millones de argentinos.
Ese escenario es bien compatible con el perfil cristinista. El presidente deberá abrazarlo con pasión personal para que su puesto no quede en peligro a manos de la comandante original del proyecto o bien deberá enfrentarlo con audacia.
No sabemos si el presidente es audaz. Pero si sabemos que es un cínico. Solo el cinismo político que lo caracteriza le ha permitido llegar donde llegó. Fue el más acérrimo opositor a Cristina Fernández, utilizando en esa oposición una osadía oral que pocos otros se animaron a usar públicamente.
De ese despedazamiento público de la ex presidente pasó a sellar con ella un pacto que lo puso en el sillón de los presidentes. Pero él y quienes lo pusieron allí saben que no llegó por su predicamento sino por el cinismo con el que traicionó a los que lo seguían cuando zamarreaba a Cristina Fernández.
Ahora, durante la crisis del coronavirus, Fernández ganó un caudal político propio. Es un caudal efímero, de corto plazo, cuya duración probablemente dependa de la decisión que tome cuando tenga frente así los caminos bifurcados.
No sabemos cómo puede reaccionar el presidente viendo como el apoyo popular se le escurre entre los dedos, con una economía en hiperinflación y con un proceso recesivo profundo. ¿Seguirá defendiendo su pacto con la vicepresidente? ¿O privilegiará el futuro del país y emprenderá un proceso de reformas económicas, legales, sociales, administrativas y comerciales que impliquen una ruptura con el rancio cristinismo?
¿Y si decide esto último, qué ocurrirá con la coalición del gobierno? ¿Será capaz Fernández de convocar a un acuerdo con la oposición para destronar el naziopopulismo? ¿O privilegiará su alianza con la comandante por temor a su represalia o para no dejar de honrar los términos de un “contrato” que nunca conocimos?
Sea cual sea la definición de esa disyuntiva, ella, en sí misma, no está lejos. Son apenas unos meses nomás. Quizás la Argentina esté cerca de vivir una época parecida a los finales de la década del ’80. Esos años perdidos del país, que muchos imitan con medidas pusilánimes, pueden estar por reproducirse, paradójicamente también, en un su final de vorágine, reformas y esperanza.