Un filósofo y teólogo francés, Jacques-Benigne Bossuet, decía que la mayor de las debilidades de este mundo consiste en el temor de algunos individuos por aparecer débiles ante los demás, sobreactuando sus reacciones ante la adversidad.
Si hubiese conocido al actual Presidente (¿virtual jefe de gabinete de CFK?), Bossuet habría exclamado seguramente: “Ahí tenéis un ejemplo”.
En efecto, Alberto, con dedos de los que hace uso como arma de puño y asiduas “calenturas”, evidencia que no se siente cómodo al comprobar que mucha gente no lo ve ejerciendo el poder real en el cargo que desempeña.
Quizás porque creyó en algún momento –ingenua o torpemente, vaya uno a saber-, que podía construir desde allí una fuerza “albertiana” y convertirse en un eximio equilibrista político, papel que él dice haber cumplido en vida de Néstor Kirchner.
Pero claro, olvida que Néstor falleció, y otra era la partitura ejecutable cuando el finado estaba detrás de él, presto a aplastar con firmeza las eventuales disidencias en forma casi brutal. Hoy tiene una feroz contradictora al frente, Cristina, quien se supone debería respaldarlo, pero no lo hace.
De tanto hablar de expropiaciones, pandemias, terapias médicas abarrotadas y de la deuda “eterna” -que maneja morosamente y a puertas cerradas con Martín Guzmán-, logró que durante algún tiempo mucha gente no se apercibiera que votó algo que no existe: un supuesto moderado con habilidad para dirigir la gran orquesta nacional; alguien que, prescindiendo acaso de otras cualidades o defectos, podría ejercer su ascendiente sobre los ánimos exaltados de una sociedad que ya venía mascando bronca desde antes de la pandemia.
Finalmente, la “magia” evocada se evaporó, exhibiendo a Alberto Fernández en auténticos paños menores.
Porque el cargo de Presidente no requiere necesariamente ser ejercido por un profesor de derecho penal simulando dar clases públicas virtuales, o un guitarrista amante del folklore, o un amigo de los animales, o un recitador de apotegmas con olor a naftalina; ni siquiera de un gesticulador impenitente. Sino más bien por alguien que no se sienta frustrado cuando comprueba que las cosas no resultan como él cree que son, perdiendo la paciencia y lanzando dardos verbales a una opinión pública “que no entiende” (sic).
Si Alberto continúa dejándose llevar por sus pasiones –como se comprueba cada vez con mayor asiduidad-, reiterando sus actitudes pendencieras, confirmaría que carece en realidad de cualidades apropiadas para el cargo que desempeña, como muchos sospechábamos.
Antes de las elecciones, una gran parte del peronismo que no digiere a Cristina, ni se inmutó cuando ésta lo ungió candidato, porque creyó que se trataba del producto de un nuevo espasmo de la actual Vicepresidente, pero útil para la reconquista del poder.
Se equivocaron al ver en Alberto todo lo que no hay y nada de lo que hay.
Es decir, un líder que no es tal, un conciliador que es una mera caricatura de sí mismo y sin mayores principios, como señala Sebreli; que ya había exhibido su hipocresía cuando se eyectó (¿o fue eyectado?) en otros tiempos del círculo áulico “Kamporista” y salió a vocear sobre el “cinismo” (sic) de su actual asociada política, luego de convivir por doce años con la corrupción desembozada del kirchnerismo.
Ahora, está convencido –y lo dice muy suelto de cuerpo-, que para cada problema tiene una idea para resolverlo, y esa idea es la adecuada y se corresponde con la realidad de las cosas que debe afrontar. Para lo cual se reúne con colaboradores que guardan un gran parecido con aquellos amigos con los que se comparte un asado, que suelen asentir sobre lo que uno piensa sin chistar, para no quedarse sin degustar las achuras.
Mientras tanto, un día se pone marcha en una dirección y al día siguiente retorna, perplejo, al punto de partida -tratando de disimular el rictus forzado de su boca-, para terminar, refugiándose en su “leitmotiv” predilecto: una cuarentena autoritaria que nos mantiene a todos en ascuas, a merced de un equipo de médicos que parecen estar abandonando, poco a poco, teorías imposibles de digerir para quienes tienen serias dificultades para trabajar, pagar sus cuentas y alimentarse.
Se lo ve así andar a tientas, suspendiendo su propio juicio –que, dicho sea de paso, es difícil distinguir bien en qué consiste-, tratando de contener las bataholas fomentadas por su socia política. Al punto, que lo bueno o lo malo que sale de su caletre uno no sabe bien cuándo debe serle atribuido, o proviene de subalternos silenciosos que le rodean para condicionarlo.
“Si difícilmente podemos aclarar la verdad de lo que pasa a la luz del sol”, decía Balmes, “poco debemos prometernos tocante a lo que sucede en las sombras de la noche y en las entrañas de la tierra”.
En nuestro caso, agregamos, en las entrañas de los jardines de Olivos por donde suelen pasear los dos abogados Fernández, mientras uno habla y el otro escucha con actitud obediente.
Por lo expuesto, sería bueno que quienes creen -como nosotros-, que el kirchnerismo no podrá salvarnos del naufragio que se avecina, se preparen para resistir -dentro del marco de la ley-, la nueva cruzada épica que acaba de comenzar, disparando, como antes, contra el campo y las compañías asociadas con su labor.
Porque es probable que el escenario post pandémico deje a Alberto Fernández reducido al ser anónimo que entra “en fases alternas de enamoramiento y desencanto, tanto de su propia fe como de sus incredulidades” (sic), descripto por Osvaldo Soriano en su ingeniosa novela: “Una sombra ya pronto serás”.
A buen entendedor, pocas palabras.