Se acercan horas de definiciones dramáticas. El manejo de la pandemia por parte del gobierno ha conducido a un país ya destruido por las políticas populistas de ocho décadas, a un estado de fragilidad económica de tal magnitud que quizás no haya antecedentes de comparación.
Y no me refiero aquí a cuestiones macroeconómicas que podrían parecer “grandes” y lejanas a la cotidianeidad de la gente. No, no.
Aquí me refiero a un deterioro mayúsculo en el vivir normal de la sociedad como quizás nunca antes se haya visto, ni siquiera en el dramático 2001.
La cuarentena ha destruido a las familias argentinas. Literalmente. Hoy hay decenas de miles de argentinos que han perdido todo el fruto de su trabajo de años. Cientos de miles de empresas e individuos que han debido echar mano al capital de trabajo y al ahorro para pagar gastos corrientes que el Estado no les ha alivianado en absoluto (leáse, impuestos).
Frente a esta realidad dramática, el presidente Fernández deberá tomar una posición más temprano que tarde. Mucho tiempo no tiene.
A su vez, en los últimos días, Fernández se ha visto sometido a un ataque virulento por parte del ala más dura de su propia coalición que presume que, frente al desquicio, el presidente quizás pueda tomar una repentina conciencia de la causa (y por ende de la solución) del problema y con ello aniquilar las expectativas de copamiento total de la Argentina que tiene ese sector del “Frente de Todos”.
El tremendo zarpazo lanzado por Hebe de Bonafini a la investidura presidencial, cuestionando su decisión de reunirse con un grupo de empresarios y reclamando que Fernández se reúna con “los trabajadores y trabajadoras que tienen callos en las manos y la espalda doblada de trabajar”, en un claro mensaje de odio clasista, constituye todo un aviso de lo que esta gente está decidida a hacer y de lo que se propone en el caso que el presidente siquiera dude.
Durante los años de Cristina Fernández en la presidencia, cuando los ataques de rencor contra la parte de la sociedad que la resistía eran cada vez más ostensibles, esa misma gente no dudó en salir a la calle masivamente a manifestarse. No sé si lo recuerdan, pero la advertencia de los sectores fascistas que sostenían al gobierno en ese momento fue: “Ni lo piensen”, en un claro anuncio de que si realmente estaban dispuestos a enfrentar el autoritarismo K, éste reaccionaría con violencia.
Ahora parece que otros “ni lo piensen” se están montando en la propia coalición de gobierno. Pero esta vez no solo incluye a aquellos sectores dispuestos a oponerse al avance del fascismo, sino también al propio presidente.
Fernández, claramente no es una lumbrera económica. Y además su formación intelectual es antigua y sesgada. No ha ahondado en las obras de los pensadores clásicos ni en los modernos autores de los últimos milagros económicos.
Como ya lo dijimos alguna vez en estas mismas columnas, el pinet quizás le dé para trenzarse en alguna picante tertulia nocturna, en un perdido cafetín de Buenos Aires, donde se reúna a filosofar -siempre “con la plata de otros”- y desde allí intentar “arreglar el mundo”. Pero no tiene un plafón formativo de alcance mundial para abrirse mentalmente y aplicar al tipo de problemas que tenemos las soluciones que necesitamos.
Sin embargo, desde otro lugar, no cabe duda que Fernández sí tiene la malicia típica que caracteriza la intuición política. Hace años que se desenvuelve en ese terreno pantanoso como pez en el agua, diciendo, si es necesario, “blanco” donde había dicho “negro” y viceversa sin que se le mueva demasiado su abundante pelo.
Esa repentina sensación de supervivencia es la que teme el sector duro que lo rodea. Fernández, para sobrevivir en la política se transformó en el más acérrimo crítico de Cristina Fernández. Literalmente la destruyó con sus opiniones y, en muchos casos, con sus acusaciones. Ni los más duros adversarios de la ex presidente llegaron a decir las barbaridades que de ella dijo Fernández. ¿Para qué? Pues para sobrevivir políticamente.
Luego, cuando los vientos cambiaron y la supervivencia dependía de un cambio de 180° en sus apreciaciones y en sus dichos, no tuvo inconvenientes en hacerlo, a la vista de todos; sin el menor escrúpulo.
Poco le importó la ametralladora de videos con la que lo fulminaron los medios, que pusieron al aire la verdadera orgía de contradicciones e hipocresías en las que había caído, con material relativamente reciente y fácilmente comprobable. Fernández se mantuvo incólume, sin que, de nuevo, se le moviera uno de sus abundantes pelos. El hombre parece hecho de teflón: puede decir cuánta barbaridad le viene a la boca en un sentido, para después decir una de similar peso en el sentido contrario, y él seguir lo más campante por la vida.
El kirchnerismo duro se ha propuesto, esta vez, que ese paso tranquilo de una cosa a la otra no tenga los ribetes de calma con que la vida ha premiado al presidente hasta ahora. Y le han hecho llegar unos cuantos “ni lo intentes”.
¿Y qué es lo que tanto teme esa ala recalcitrante del gobierno? Pues muy sencillo: que el presidente por fin vea que por este camino de populismo, intervencionismo, estatismo y, en muchos casos, stalinismo, el país va camino directo a un precipicio sin retorno y, en consecuencia, decida romper con todo eso y abrazar algún tipo de libertad, desregulación y apertura. Aunque más no sea para sobrevivir… Otra vez.
Saben que Fernández no llegará a esas conclusiones por convicciones propias porque, como ellos, no entiende nada sobre la libertad. Pero le temen a su instinto de supervivencia. Saben que el presidente ha hecho gala de él ya en anteriores ocasiones y suponen que podría intentarlo de nuevo, viendo el rumbo de colisión que han tomado los acontecimientos.
Los argentinos vivirán horas decisivas en las semanas y meses que sigan. Las múltiples paparruchadas que se han sumado desde que el presidente asumió, pueden estar por tener un desenlace más próximo que distante. Y todos lo saben. El presidente, quienes lo siguen empujando hacia el perfeccionamiento del fascismo y quienes guardan la esperanza de una Argentina libre.