Luego de varios dislates, de idas y vueltas, ha quedado claro que la oratoria es un fuerte que no todos poseen. No cualquiera puede escribir un buen texto, o dar un buen discurso y que deje algo en el otro. Hay varias formas de dejar huella con las palabras: una es hablar de forma concisa, otra es hablar largo pero con carisma. En cualquiera de los dos casos se puede mentir, pero la segunda de las opciones pueden ayudar a tapar las cosas.
También existe la posibilidad de no querer mentir y utilizar otras palabras para negar la realidad pero dando a entender que esa realidad sí existe de todos modos. O sea: puedo decir que alguien no es petiso, sino que no cumple con el estándar de altura de su sociedad. ¿Deja de ser petiso?
Hay que reconocer que Majo Lubertino fue pionera en estas prácticas, cuando desde el Inadi que ella comandaba comenzó a llamarse “no vidente” al ciego, o “personas con capacidades diferentes” al discapacitado. Luego vino el resto.
Debo reconocer que di por sentado que nadie podría igualar el poder eufemístico de Cristina Fernández, pero Alberto Ídem ha demostrado estar a la altura.
Hoy nos encontramos ante una situación un tanto extraña, con un Presidente de la Nación que se enoja porque, para él, no hay cuarentena. Menos de veinticuatro horas antes no tenía problema con equiparar al “Aislamiento Social Preventivo Obligatorio” con el vocablo cuarentena, pero una psicóloga le dijo que quedaba feo y, con mucho disimulo, cambió el nombre. Que sea obligatorio es lo de menos.
Que las siglas ASPO sean, a su vez, un anagrama de PASO es una casualidad que da risa: los políticos decidieron llamar Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias a la eliminación de las minorías en unas elecciones que no definen nada para los candidatos más fuertes.
Alicia Stolkiner, la psicóloga que recomendó a Alberto Ídem que no hable de cuarentena porque suena feo, también tiene unas bellas alternativas para lo que el común de la gente llama “la estoy pasando como el orto” y algunos, con lenguaje más técnico, prefieren definir como “secuelas”, “traumas” o “angustia”. Nos referimos, obviamente, a la sensación generalizada en el común de la gente en las localidades más afectadas por la cuarentena que no es cuarentena.
Uno creería que, por definición, podríamos asegurar que el resultado adverso de un evento fortuito que cambia el rumbo de la normalidad a corto, mediano o largo plazo a una ser humano, deja secuelas a corto, mediano o largo plazo de ese ser humano. Por algo existen gabinetes de contención psicológica en las fuerzas de seguridad, en el Poder Judicial, en los hospitales y en todos esos lugares donde se tiene que lidiar con una persona que llevaba una vida normal hasta que, por un evento que no planificó, fue atropellada, asaltada, violada, secuestrada o se le murió alguien querido. O sea, están ahí, lo sabemos, y le llamamos psicólogos.
Pero para la licenciada asesora, que las catorce millones de personas que integran el área urbana comprendida por la ciudad de Buenos Aires y su conurbano, se hallan encontrado de un día para el otro con un evento fortuito adverso que cambió su vida, que se extiende por cinco meses –y contando– de vida anormal y sin horizonte de llegada a la vista, no deja secuelas, ni traumas, ni patologías psiquiátricas: deja “huellas”. Se ve que, o no lo vio en la Facultad, o ya olvidó que la metáfora consiste en dar a una cosa el nombre que pertenece a otra, que conlleva característicamente una falsedad de categoría, que se define como la transferencia de una estructura desde un dominio conceptual a otro y que todas estas definiciones también aplican a los eufemismos, ya que son formas de metáforas. Y probablemente usted ya se haya dormido.
El Presidente recogió los consejos y los cumplió al pie de la letra al asegurar que no existe cuarentena. No se puede visitar a nadie, no se puede sacar a pasear al perro sin terminar en cana, no se puede ir a tomar un café, estuvimos cinco meses con todos los locales cerrados, fundimos a medio mundo, aumentamos de dos a tres puntos la tasa de desempleo y bajamos el PBI unas dos cifras sólo porque no supimos interpretar que no había cuarentena. Obviamente, si no logramos comprender algo tan básico, es lógico que llevemos siglos votando como el orto.
Tan sólo unos días antes, la ministra de Antropología Social sostuvo que no es cierto que se haya incrementado el delito, sino que los medios lo están mostrando más. Y asesores disfrazados de tuiteros salieron a defenderlo con cifras, algo que es todo un logro a reconocer. Y sí, es cierto que bajó la criminalidad en la provincia de Buenos Aires, llegando a extremos de un descenso del 50% en Vicente López. Pero en el mismo período, en Lomas de Zamora haya bajado sólo un 19%. Podrá parecer un montón, pero deja ver al menos dos cosas: o las víctimas y los chorros salen igual, o nadie controló nada en esa zona.
Obviamente, la ministra de Antropología y coso no innovó en nada y debe haber recurrido a los anales del ministerio donde todavía figuran las declaraciones de Aníbal Fernández cuando afirmaba que no había inseguridad, sino sensación de inseguridad.
Los eufemismos están al pie de la letra, como cuando hablamos de soberanía satelital al hecho de ser otro del más de medio centenar de países que cuenta con satélites y decimos que pagar más caro el litro de nafta es tener soberanía hidrocarburífera. Del mismo modo, todavía hay quienes sostienen que las cárceles son para reeducar a los presos y no cuevas donde esperamos que se pudran, sostenemos que una reforma judicial anacrónica es democratizar a la Justicia y que un impuesto es solidario sin frenar siquiera a pensar que no existe eufemismo en la contradicción: si algo es impuesto, nada tiene de solidario. No es de extrañar que todavía llamemos reajuste de precios a la inflación.
Este último es un ítem un tanto interesante, dado que abundan calificaciones antagónicas, como cuando un ególatra dice que el agrandado es el otro: miles de personas reclamando que se les permita cumplir con sus responsabilidades son llamados irresponsables; miniempresarios que piden que le saquen la bota de la AFIP de la entrepierna por un ratito son calificados de egoístas, sujetos que prefieren irse a vivir al Uruguay para poder respirar tienen el calificativo de anti patrias, un periodista que dice una verdad que no gusta es un mentiroso, un juez que logra probar un ilícito es injusto, etcétera.
En el mundo de los eufemismos nos podemos encontrar con situaciones un tanto más complejas. Llenar a la Cancillería de militantes incapaces de toda diplomacia hoy se llama “pagar a los privados para que hagan lobby”. Pedirle al Papa Francisco que medie ante el Fondo Monetario Internacional para que no nos exijan las reformas laborales y previsionales a la hora de ver cómo le devolvemos el préstamo tiene un nombre un poco raro. Le llaman “no es momento para debatir el aborto”.
Reabrir las escuelas públicas, único refugio y alimento de miles de niños en un país con vergonzoso 60% de pobreza infantil, es “mandar al muere a los chicos pobres”. Perdón, olvidé que no se le dice “pobres” sino “personas en riesgo de exclusión social”. Está bueno este ejemplo porque es un eufemismo doble, o sea, que aplica para una segunda situación que podríamos denominar “quiero seguir cobrando desde casa”. Si el ejemplo no alcanza, tengo otro, en el cual se dice “espero que los manifestantes no tengan que necesitar un respirador artificial” para evitar decir “ojalá se caguen todos muriendo por gorilas”. Las formas y el trato cordial ante todo.
Y así podemos seguir por la eternidad. A la situación dada por la carencia absoluta de una brújula económica hoy se le llama “no creer en los planes económicos”. Ciencia versus Fe. Creencias frente a datos. Como cuando el gobierno autodenominado “de científicos” no logra crear una sola filmina que no dispare un conflicto diplomático con algún país por unos números imposibles de sostener si se aplicara una regla de tres simple.
El problema de comunicar a través de eufemismos es que, a veces, se les puede ir la mano. Hace ya un tiempo que se instaló, por culpa de los eufemismos, un término que causa un poco de gracia: el desclasado. Por definición, un desclasado es alguien que perdió su lugar en su clase social. Sin embargo, en un giro mágico y un poco de polvo progresista bananerian way, hemos logrado asimilar que un desclasado es alguien que se siente de otra clase a la que no pertenece “ni pertenecerá”.
En ese universo mágico conviven los clase media que quieren viajar a Miami, quienes son señalados como desclasados por tipos a los que todavía les dura el bronceado de la última vez que estuvieron Crandon Park Beach. Es realmente toda una curiosidad, mire, porque el ensayo no escrito del “desclasado” como eufemismo incluye la teoría de que vota a millonarios porque se siente parte de ellos. Y aquí volvemos al punto del ególatra que acusa a otro de agrandado: primero, todos queremos ser ricos; segundo, porque los que señalan tuvieron en su momento la idea de armar una caravana de acompañamiento al flamante presidente de la Nación y salieron de Puerto Madero, pasaron a saludar a Cristina por Recoleta, y de allí continuaron a destino.
Y el tercer punto lo pongo aparte porque es atroz: ¿Qué tan superior tenés que sentirte para decirle a otro que es un desclasado? ¿Qué tan desclasado de verdad tenés que estar para creerte con ese poder? ¿Cuántos problemas reales te faltan en el baúl de los traumas irresueltos para llegar a tener el descaro de levantar un dedito señalador que diga “usted es un desclasado” por quejarse de la pérdida del poder adquisitivo impide que alguien goce de un fucking bien suntuoso en el país en el que se compran las remeras en 18 cuotas?
En fin, para redondear esta breve perorata, podríamos decir que hay un jefe de gabinete al que muchos prefieren llamarle Presidente.
Y nadie se enoja… Eufemismo, bah.