Nuevamente la política exterior se muestra como una manifestación de las cuestiones de política interna. El voto argentino en la ONU de condena a la violación de los derechos humanos en Venezuela ha tenido una serie de efectos domésticos que no se sabe si han terminado aún.
Todo empezó en realidad con un voto previo, esta vez en la OEA, en donde el representante argentino Carlos Raimundi se apartó de las instrucciones recibidas por cable de la Cancillería y votó a favor de la dictadura cívico-militar de Maduro, en contra de la mayoría de los países de la región.
El voto motivó una seria preocupación del gobierno de los EEUU que así se lo hizo saber a Fernández y a Solá. El presidente llamó a Raimundi y el embajador (que aún nadie explicó cómo llegó a ocupar ese puesto -aunque dado el concepto que este gobierno tiene del mérito, a lo mejor se entiende por ese lado-) le dijo que no conocía las instrucciones de Solá. El presidente le creyó hasta que el canciller le mostró a Fernández los cables emitidos y las fechas en que habían sido despachados. No obstante Raimundi, hasta que eso se escribe, sigue en su puesto. Nadie lo echó ni le pidió la renuncia.
Luego llegó el tema de la ONU. Digamos que el Consejo de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos es una dependencia básicamente inservible, como toda la ONU, que, también como su organización madre, no se puede apuntar un solo logro concreto y efectivo en toda su existencia.
Pero, en efecto, esas votaciones tienen un peso simbólico y suelen armarse alrededor de ellas, según sean en un sentido o en otro, conflictos tan inútiles como las organizaciones en donde los votos se emiten, pero que sirven para identificar en qué lugar del arco ideológico se ubica cada uno de los personajes intervinientes.
Luego del voto condenatorio del representante del gobierno de Fernández, la embajadora argentina (otro caso de un nombramiento insólito que solo puede explicarse por aquellas cuestiones del “merito”) en Rusia, Alicia Castro (amante en su momento de Hugo Chávez Frías), renunció a su cargo porque dijo no estar de acuerdo con la política exterior del presidente a quien no nombró en su nota de dimisión. Sí agradeció y elogió a la comandante de El Calafate, con lo que, claramente, uno debe concluir que Cristina Elisabet Fernández apoya expresamente las violaciones a los derechos humanos de la dictadura cívico-militar de Maduro constatadas “in extenso” por la comisión presidida por Michelle Bachelet.
El delincuente (condenado por la justicia) Luis D’Elia también apareció en consonancia con el ala dura del cristinismo en el Frente de Todos, adelantando que hoy habría un encuentro telefónico entre Maduro y Fernández. D’Elia dijo: “Estoy seguro de que hoy vamos a tener una buena novedad… me contó un pajarito que hoy va a haber un encuentro telefónico público entre Alberto Fernández y Nicolás Maduro… Ojalá sea un encuentro fraternal y pasemos a ver que esa declaración errónea, que le hace el juego a lo peor de la derecha continental, en definitiva es un episodio que va a ordenar la historia inmediata”. D’Elía aclaró que si ese llamado se concretaba se debía a la intervención de Cristina y Cuba.
Repetimos: el episodio es menor, porque también son menores las organizaciones en donde estas opiniones fueron emitidas (tanto la OEA como la ONU). Pero la cuestión sirve para confirmar cómo el sector que realmente gobierna el país, es decir, aquel que responde a los intereses de la comandante de El Calafate, tiene una postura muy clara sobre el posicionamiento internacional del país y sobre cómo debe la Argentina relacionarse con el resto del mundo.
El kirchnerismo duro, que, repetimos, es el que realmente gobierna, reivindica las dictaduras de Venezuela, Cuba, Corea del Norte, Irán y de los regímenes autocrático-feudales de Rusia y China. Esos son “el modelo” para ellos. En algo parecido a eso quieren convertir a la Argentina: un país en donde se violen los derechos humanos silenciando por la violencia la opinión disidente; un país empobrecido y en donde la enorme mayoría de su población vive de las dádivas del Estado y en donde una nomenklatura privilegiada se pone por encima de la ley y, desde ya, por encima del nivel de vida del resto de los ciudadanos para vivir como reyes en una estructura social feudal.
Es decir, la política exterior no tiene tanta importancia real aquí (por lo inútil de los organismos en los que se expresa) pero sí tiene una importancia en tanto símbolo de lo que el gobierno real quiere y busca para el país.
También sirve para confirmar la absoluta pusilanimidad del presidente que no echó aun a Raimundi, que tendrá una charla con Maduro para pedirle disculpas de rodillas y que rogó a Castro que no dejara su puesto en Moscú. Un felpudo de corcho tiene más dignidad.
Esta situación que se refleja vía un acto de política exterior en la política doméstica, sí es importante y sí debe ser tomada como una confirmación más del rumbo de miseria que el kirchnerismo ha decidido darle al país.
La unión del país a las naciones más mendicantes y más vergonzosas de la Tierra es un hecho muy preocupante y confirma la dirección que la casta que responde a la comandante quiere imprimirle a la Argentina.
Lamentablemente las condiciones de sumisión con las que el presidente aceptó su triste papel no permiten encontrar en él ningún contrapeso, más allá de lo que estas escaramuzas puedan parecer.