La Argentina, como el resto del mundo, está pendiente de la definición en la disputa Biden-Trump. El interés no es recíproco. América latina estuvo ausente en la agenda preelectoral estadounidense. Argentina está dentro de ese paquete. No atrae ninguna consideración especial, mal que le pese a nuestro arraigado ombliguismo.
Nada indica que, reelija Trump o gane Biden, haya cambios sustanciales en el vínculo bilateral. Es improbable que escalemos en la lista de prioridades.
Conviene separar en el análisis la impronta ideológica de los intereses permanentes.
Tras la caída del muro de Berlín, Washington abandonó la diplomacia de las fronteras ideológicas. La guía del establishment diplomático apunta al comercio internacional, la disputa por el liderazgo tecnológico con China, y los equilibrios geoestratégicos, que incluyen la supremacía capacidad militar disuasoria.
La política exterior argentina es un zigzagueo constante. Los primeros gobiernos kirchneristas privilegiaron la contienda ideológica. El contexto regional favoreció ese rumbo, con los gobernantes que Alberto Fernández extraña: Lula, Chávez, Correa, Lugo, Bachelet y Tabaré Vázquez.
En los hechos, hubo diferencias marcadas. Brasil, Chile, Uruguay y Paraguay mantuvieron relaciones sólidas con Estados Unidos.
Argentina, como Ecuador, se enredó en una retórica emparentada con el antiimperialismo setentista. Y en un sistema de alianzas internacionales que la distanció de Washington. Intensificó los lazos con Venezuela, Rusia –que Cristina aún cultiva–, China e Irán, entre otros protagonistas notorios. Hubo además un acercamiento silencioso a Cuba.
Alberto Fernández se embanderó en la estudiantina del Grupo de Puebla, un club de exgobernantes, hoy sin poder, anclados en la nostalgia de aquellos tiempos. El único presidente en ejercicio es el mexicano López Obrador. Un pragmático que armó su nido con Trump, mientras cacareaba progresismo en foros como el de Puebla.
Fernández osciló entre afirmaciones de un autonomismo inconducente u acercamiento calculados a la administración Trump, para pedir su ayuda en la renegociación de la deuda externa. Se embarcó en causas perdidas como el intento de bloquear el acceso del ultratrumpista Mauricio Claver-Carone a la presidencia del BID.
Salió de esa batalla con heridas. El banco interamericano es el instrumento que Trump eligió para canalizar la asistencia económica a la región. Claver llega con una promesa de capitalización de la entidad. Martín Guzmán se dispone ahora a pasar la gorra en el BID y el Banco Mundial, en una colecta de dólares para recomponer las reservas perdidas.
El Gobierno espera que un triunfo de Biden cicatrice aquellas lastimaduras. Y que una administración demócrata facilite el arreglo con el FMI y abra la canilla de los dólares de los otros organismos internacionales.
Biden no tiene diferencias con Trump sobre la política hacia Venezuela. Sus voceros en asuntos latinoamericanos señalan que será refractario a las actitudes pendulares del presidente Fernández.
El demócrata es un impulsor del multilateralismo que Trump dislocó. Claudio Loser, economista mendocino que ocupó posiciones relevantes en el FMI, señaló que esa puede ser una ventaja para Argentina, si sabe explotarla con inteligencia.
La condición sería someter nuestra política exterior a un baño de realismo, alejado de las estudiantinas de Fernández y del coqueteo de Cristina con Putin.