Si alguna duda quedaba sobre la pretensión de Cristina Fernández de instaurar una dictadura familiar de corte bolivariano en la Argentina, la misma fue despejada con la publicación de una nueva pieza epistolar de la vicepresidente en la que confirma la concepción política y de sistema de poder que persigue para el país.
No es que Fernández confiese tácitamente una ignorancia atroz sobre los mecanismos constitucionales de la Argentina: lo que la viuda de Kirchner manifiesta es su intención de cambiar ese sistema.
Como sabemos la Constitución elaboró una arquitectura de resguardo para la sociedad. La Constitución no es un manual de instrucciones para organizar al Estado sino una valla para evitar que el Estado destruya la libertad individual. La Constitución no es ni del Estado ni a favor del Estado: la Constitución es una pieza jurídica contra el Estado.
Existen dos institutos en los que se asienta esa concepción: el Bill of Rights (o Carta de Derechos, que la Constitución reconoce en el capítulo de “Declaraciones, Derechos y Garantías”) y la independencia del poder judicial.
Es importante aclarar que la Constitución no concede los derechos sino que simplemente se limita a admitir que las personas los tienen por el solo hecho de nacer. En una palabra, no se puede hacer nada contra los derechos de las personas porque esos derechos son inherentes a su condición humana. Uno de esos derechos es el de la libertad de expresión, para publicar y difundir ideas por el medio que fuese sin censura previa.
La independencia de la Justicia es el mecanismo técnico que la Constitución encontró para tornar efectivos los derechos individuales. Al contar las personas con una instancia independiente de la política partidaria a la que pueden recurrir para frenar las intenciones expansionistas del Estado, el Bill of Rights pasa a ser un activo concreto de la libertad individual y no una mera disposición declarativa simbólica pero sin fuerza efectiva contra el poder.
En consecuencia, la concepción de derechos inherentes y de la independencia judicial son bastiones anti-estatales, anti-dictatoriales y garantía de la libertad individual en contra del avasallamiento público.
Cristina Fernández está en guerra con esta concepción. La simple idea de que cualquier persona pueda desconocer su autoridad suprema y oponer un derecho inherente a su condición humana para negarse a plegarse a su voluntad, la saca de las casillas.
La sola lectura del párrafo anterior explica y torna entendible por qué Cristina Fernández odia ese sistema y lo tiene en la mira para destruirlo: sencillamente, mientras esté formalmente vigente y haya jueces con lo que tienen que tener para defender a los ciudadanos su proyecto de dictadura familiar hegemónica estará en peligro.
En ese entendimiento debe enmarcarse la interpretación de su carta de ayer. La vicepresidente delinea allí su intención de terminar con la Justicia independiente y con la prensa crítica. Se trata de un impulso más a un proyecto chavista que aquí lleve el apellido de su familia.
Todo esto a pesar de que la Justicia argentina dista mucho de haber desempeñado, hasta ahora, dignamente el papel que le asignó la Constitución. Si hubiera cumplido ese cometido apegándose a lo que estrictamente surge de las intenciones de los constituyentes dos tercios del orden jurídico argentino debió haber sido volteado -en su momento- por inconstitucional.
Solo una Justicia negociadora, venial (en muchas ocasiones), “pactista” con el poder político y que no estuvo a la altura de la tarea encargada por la Constitución, explican porqué en la Argentina conviven un sistema constitucional liberal (de libertades individuales y de derechos inherentes) con un sistema legal colectivista en donde el Estado (y los funcionarios que lo encarnan) son el centro de la vida nacional y están por encima de los derechos de los ciudadanos.
Resulta obvio que este sistema estatista, regulador, estado preeminente, en donde los derechos de los ciudadanos están supeditados a los designios del Estado (y de los funcionarios que lo encarnan), no le resulta suficiente a la señora de Kirchner. Ella quiere borrar definitivamente todo vestigio de libertad individual en la Argentina y construir de hecho y de Derecho un sistema de dictadura estatal-familiar para que nada ni nadie esté por sobre la voluntad de ella y de su familia.
Resulta verdaderamente increíble cómo la Argentina pueda siquiera tolerar el esbozo de un sistema semejante.
Llama la atención, en efecto, cómo un pueblo altivo y cócoro como el argentino se puede bancar las pretensiones imperiales de una señora cuyo único mérito ha consistido en elaborar tácticas por las que se pueda robar desde la función pública sin pagar las consecuencias.
El furibundo ataque de Cristina Fernández al corazón mismo del sistema de vida libre debería movilizar las fuerzas más empinadas de la sociedad para detener este intento totalitario.
De lo contrario se perfeccionará en los hechos y en la ley una concepción de sojuzgamiento que someterá a los ciudadanos a los designios de un apellido, como si esto fuera la Rusia de los zares.
Naturalmente del presidente no puede esperarse nada. Se trata de un pusilánime lacayo que ofende la investidura que ocupa.
Pero las fuerzas vivas de la sociedad, los jueces que aún tengan sangre en sus venas y la prensa que quiera mantener la esperanza de publicar ideas y noticias sin persecuciones ni vigilancias, deberían alzar su voz para detener las ínfulas de este monstruo totalitario.