La cuestión de lo que está ocurriendo con la Argentina quizás sea mucho más simple de explicar de lo que parecería surgir de muchos análisis, algunos de los cuales, inclusive, pueden haber salido de estas mismas columnas.
La primera simpleza es que, a la verdadera gobernante de este país, es decir, a la comandante de El Calafate, no le interesa la Argentina, no le interesan los argentinos y no le interesan -mucho menos, claro está- los pobres.
A ella solo le interesa robar y salir indemne, no solo de los robos que haga de ahora en más, sino de los que ya perpetró.
Su segundo interés es vengarse de aquellos que osaron discutir su trono y de los que la pusieron frente a los estrados de los tribunales.
Naturalmente los tres intereses (robar, ser impune y vengarse) están atravesados por un mismo denominador común: el dominio del poder judicial.
Dominando la Justicia la comandante podrá salir absuelta de sus cargos, seguir robando sin ir presa y, eventualmente, llevar a la cárcel a quienes ella considera sus enemigos.
El copamiento del poder judicial podría hacerse a cara descubierta diciéndole a la sociedad que lo que ella persigue es la instrumentación de un sistema según el cual el futuro, la fortuna y hasta la vida de los argentinos dependan de la voluntad de un Duce (es decir, ella misma) frente a la cual no haya oposición ni defensa alguna.
Efectuada esa confesión la siguiente tarea sería el descabezamiento de todos los jueces que no le plazcan y la imposición de nombres que cumplan con la principal misión de lamerle el traste.
Pero, como sabemos, la señora tiene aires de instruida. Se la da de erudita.
Para hacerle honor a esa fachada de cartón, entonces, pretende subirse a una alta torre para, desde allí, darle lecciones sobre la evolución de las ideas políticas a quien quiera escucharla y a quienes sean lo suficientemente burros como para creerle.
En ese sentido, viene afirmando que el sistema de división de poderes fue un invento de la Revolución Francesa, un acontecimiento, dice, ocurrido “cuando en el mundo ni siquiera había luz eléctrica”, lo cual sería suficiente evidencia como para demostrar su necesidad de cambiarlo.
Varias precisiones sobre este torbellino de ignorancias.
En primer lugar, el sistema de división de poderes tiene, como mínimo, un siglo de anterioridad a la Revolución Francesa. Y si nos ponemos en rígidos podríamos rastrear sus primeras manifestaciones a 500 años antes.
En efecto, la división de poderes sobre la que Montesquieu escribió en “El Espíritu de las Leyes” en 1748, (inspirando de algún modo la revolución que ocurriría 50 años más tarde en París) estaba ya vigente en Gran Bretaña desde la Revolución Gloriosa de 1688 y en menor medida desde la Carta Magna de 1215.
El sistema ya tenía aplicación institucional en las colonias norteamericanas y, de hecho, inspiró la independencia de los EEUU en 1776 (trece años antes de la Revolución Francesa) y su posterior Constitución de 1781, ocho años antes que los sucesos de La Bastilla.
La comandante, antes de hacerse pasar por alguien que sabe, debería regresar a los libros más elementales de la historia y descubrir que la división de poderes fue un producto inglés, no francés.
Y cuando digo “más elementales” me refiero a libros tan iniciales como los que se usaban para estudiar historia en el colegio cuando ella iba a la secundaria. Hablando como habla no hace otra cosa más que confirmar que es una ignorante con ínfulas de intelectual de contratapas.
En segundo lugar, cabría decir que los Estados Unidos, la primera potencia por lejos de la Tierra, se sigue rigiendo según las instituciones creadas hace 240 años y sin embargo el mundo no ha logrado igualarlos aún, incluyendo el hecho de que, entre otras cosas, gracias a ese sistema institucional del cual la división de poderes es casi su corazón, inventaron casi todo lo que define hoy en día al mundo como “moderno”, incluyendo, claro está, la luz eléctrica que tanto parece preocupar a la comandante.
En la misma línea, su lacayo, el presidente (que en aras de besar el felpudo de su ama no duda en repetir burradas que ponen en duda hasta si es verdaderamente abogado) dijo que “la Corte tiene un grado de discrecionalidad pasmosa” para seguir pavimentando el camino hacia un golpe de Estado que modifique la conformación de la máxima institución creada por la Constitución para defender los derechos individuales.
Respecto a lo dicho por el presidente, habría que preguntarle si realmente recién se entera de que, efectivamente, la Corte tiene un poder “discrecional”.
Porque si a esa pregunta el presidente responde afirmativamente, deberíamos confirmar otra de la simplezas que explican por qué estamos como estamos: quienes nos gobiernan son burros; burros a tal grado que la máxima figura política del país ignora el contenido del “manual de instrucciones de gobierno” que el país tiene (la Constitución).
En efecto, la Corte tiene un poder discrecional. Y lo tiene porque la Constitución lo dispuso así para que pueda defendernos a nosotros.
–“¿Defenderlos de quién?”, preguntaría azorado el presidente.
-“De usted, Fernández. De usted y de todos los de su clase, empezando, claro está, por su jefa”, deberíamos responder nosotros.
La Corte, incluso, es la última pero no la única intérprete de la Constitución. En nuestro sistema, un simple juez de pueblo puede declarar la inconstitucionalidad de una ley, de un decreto o de un acto administrativo.
Lo probó recientemente el caso Vicentín, en el que Fernández volvió a demostrar su ignorancia jurídica diciendo “el juez Lorenzini es un simple juez provincial y yo soy el presidente”. Me da pavura el solo hecho de tener que repetir semejante ignorancia.
La Constitución organizó un sistema para que los derechos de las minorías (situación en la que puede haber quedado una porción de la sociedad luego de unas elecciones circunstanciales) no queden supeditados al aluvión de fuerza bruta de la masa circunstancialmente mayoritaria.
Si ese avasallamiento llegara a ocurrir (de lo cual estamos teniendo ejemplos sobrados en estos tiempos) esas minorías pueden recurrir a la Justicia para defender sus derechos y detener la prepotencia mayoritaria.
El peronismo tiene varios problemas con este diseño.
En primer lugar, no cree que su mayoría sea circunstancial sino que está convencido de que es permanente.
En segundo lugar, tiende a hacer un sinónimo entre mayoría (es decir, lo que en su idea son ellos) y el todo, de modo que, por una consecuencia natural, si ellos son el “todo”, ellos son “la Patria” y las minorías no son minorías sino “no-argentinos”, “enemigos”. Siguiendo el clásico apotegma de su creador, para esos enemigos no hay “ni justicia”.
Por eso entienden cómo “natural” un sistema en donde no sea posible oponérsele ningún límite. Su voluntad no es la voluntad de algunos, sino la “voluntad argentina”. No es posible entonces que una corporación independiente los detenga y les ponga un límite, porque eso sería limitar lo que “la Argentina” decidió.
Cómo naturalmente “la Argentina” es una entidad abstracta necesitan darle una encarnadura, una personificación. Poner a “la Argentina” dentro de los contornos de una persona cuya voluntad, por carácter transitivo, sea la voluntad del país. Lo fueron Perón y Evita en su momento y ahora nos quieren meter en la cabeza que son los Kirchner.
Según este esquema, la voluntad de los Kirchner -representada por lo que se le cante el traste a la señora- pasa a ser “la voluntad del país”. Ninguna institución, por más constitucional que sea, puede imponerse ni limitar el alcance de esa voluntad.
Es curioso, porque cuando la comandante pretendió darnos sus fallidas clases de historia, ensayó el argumento de que el sistema de división de poderes debía ser cambiado simplemente por ser antiguo: el único detalle es que, el que ella propone, tiene unos 2000 años más que el que pretende reemplazar.
Lo triste de todo el asunto es que personas como los Fernández pueden hacer alardes de semejantes burradas porque saben que se dirigen a un pueblo con menos instrucción aún que ellos, un pueblo que simplemente, creerá esas ignorancias porque quienes las dicen tienen aires doctorales.
Pues que quede claro entonces: las cosas son mucho más simples de lo que parecen: quienes hablan son burros, quienes escuchan son más ignorantes aún (por eso los primeros se pueden dar el lujo de hablar) y lo que persiguen los burros que hablan no es el bienestar de los pobres que escuchan sino la riqueza de ellos mismos, su impunidad y que su voluntad se imponga por sobre los derechos de todos.