Defender lo indefendible, con cierta eficacia, exige una destreza dialéctica de la que Santiago Cafiero no está provisto. El jefe de Gabinete repitió que en Formosa “no se violan los derechos humanos”. Afirmación que él mismo contradijo al admitir luego que “existen casos de violencia institucional de la policía”.
El nudo de las denuncias es un régimen de confinamiento compulsivo para evitar la propagación del Covid, decidido por el gobierno de Gildo Insfrán.
La violencia institucional proviene entonces de la autoridad política. La policía ejecuta. Detiene a presuntos contagiados y los aloja por la fuerza en centros de aislamiento que vigila con disciplina carcelaria. Incluso personas con testeos negativos son obligadas al encierro durante semanas, sin siquiera un recreo al aire libre.
Amnesty Internacional lo puso en palabras contundentes, en una carta al Ejecutivo nacional: “En Formosa hay restricciones de facto a la libertad”. O sea, se viola un derecho humano básico.
Cafiero replicó con la frase menos feliz de su repertorio: “No necesitamos que nos digan a los argentinos qué tenemos que hacer con los derechos humanos”. No vamos a incurrir aquí en la chicana desproporcionada de compararla con una expresión casi idéntica del dictador Jorge Videla, como se hizo con ferocidad desde la oposición. Ni Macri fue la dictadura, ni Fernández lo es.
Pero el ministro coordinador tuvo otro desliz. Sostuvo que las críticas son improcedentes por la trayectoria de su espacio político en la defensa de los derechos humanos. Estuvo a centímetros de reclamar para el oficialismo el monopolio de una causa, por definición, universal y apartidaria.
Sintonizó con el uso faccioso de esa reivindicación que el kirchnerismo ejerció con profusión. Cooptó a las organizaciones más activas. Las usó como fuente de legitimidad y como coartada moral de la corrupción sistemática durante los gobiernos de Néstor y Cristina.
Lo más decepcionante es la actitud de cierto progresismo ante el avasallamiento de las libertades en Formosa.
Antes que una definición ideológica, el progresismo supo expresar una ética pública basada en el Estado de derecho y la equidad social.
Algunos de sus exponentes claudicaron al asimilarse a un populismo reñido con esos principios. Otros razonan que cualquier denuncia que incomode al oficialismo “le hace el juego a la derecha”, un rótulo bajo el cual engloban a los indeseables de la política.
La derecha es Insfrán. La manipulación institucional que le permitió perpetuar una autocracia. El clientelismo asfixiante que administra. El Estado policial que montó. La represión a los Qom. Y las reiteradas violaciones a los derechos humanos, como las que ocurren en los centros de aislamiento sanitario.
Un escándalo que, curiosamente, no escandaliza a cierto progresismo.