Resulta aburrido, a esta altura de las circunstancias, ver y escuchar las decenas y decenas de videos y audios en los que Alberto Fernández era el crítico más implacable de no solo Cristina Fernández, sino de su gestión en general y de Axel Kicillof y La Cámpora en particular.
Entonces, no hay que ser un experto en psicología, sociología o ciencias políticas para determinar porqué Cristina le ofreció la presidencia de la nación a Alberto y porqué Alberto la aceptó. Para decirlo de manera simple, fácil y sencilla, fue un matrimonio por conveniencia; nada más que eso.
Durante la campaña electoral de 1983 el periodista Bernardo Neustadt le preguntó a Álvaro Alsogaray a quién votarían en el Colegio Electoral en caso de que hubiese segunda vuelta entre Raúl Alfonsín e Ítalo Luder. La respuesta de Alsogaray fue clara y brutalmente honesta: "Nos taparemos la nariz como si tomáramos aceite de ricino y votaremos por el radicalismo".
Eso mismo hizo Cristina, se tapó la nariz como si tomara aceite de ricino y no tuvo más remedio que elegir a Alberto.
Alberto, por su parte, aceptó sin dudarlo, porque sabía que era la única manera de llegar a semejante cargo, ya que por sus propios medios no podría ser elegido ni si quiera como presidente de una sociedad de fomento.
“No quiero que el poder esté en Uruguay y Juncal, y en la Casa de Gobierno haya un títere”, aseguró en una entrevista radial el mismísimo Fernández pocos días antes de que Cristina lo designara como como su candidato a presidente. Pero una vez más, las palabras de quien hace de presidente se las llevó el viento.
Hoy muchos aseguran que desde el núcleo duro del kirchnerismo están fogoneando un "golpe blando" o "autogolpe" a Alberto, y eso no es así.
Cristina no tiene ningún interés en ocupar nuevamente el cargo de presidenta, porque sabe, sencillamente, que "sin serlo" la presidenta es ella, que el poder y los votos los tiene ella, y que absolutamente nadie hace o dice nada sin su consentimiento.
Pongamos las cosas blanco sobre negro. El único interés de Cristina es, como todos sabemos, limpiar su prontuario judicial y el de sus hijos. Eso fue lo único que le exigió a Alberto cuando lo designó como candidato a presidente junto a ella, pero claro... Alberto hizo -en ese sentido- lo que pudo hasta ahora, y los tiempos de Alberto evidentemente no son los mismos que los de Cristina, quien suponía que para esta época iba a tener a la justicia en sus manos y todas sus causas serían parte del pasado.
Ese es todo el problema entre Alberto y su jefa. A ella no le interesan ni las vacunas ni la economía ni la inflación ni la desocupación; absolutamente nada. De hecho, el domingo 21 de marzo, en la residencia de Olivos, volvieron a discutir en forma acalorada, a los gritos; incluso Cristina hasta revoleó algún plato. La conversación terminó cuando Alberto dijo, textualmente: “Si es necesario me voy”. Todo por la designación de Martín Soria en el ministerio de Justicia.
Nadie, en el gobierno -salvo algunos kirchneristas fundamentalistas de La Cámpora- quiere la renuncia del presidente, o mejor dicho de quien ocupa el cargo y hace de primer mandatario.
Todos, empezando por Cristina y su hijo Máximo, saben que con la renuncia de Alberto no cambiará ni se solucionará absolutamente nada, sino todo lo contrario, quedará mucho más expuesto el desgobierno kirchnerista, y el caos político e institucional sería de una magnitud impredecible.
La pregunta del millón, entonces, es: ¿Hasta cuándo soportará Alberto las presiones de su jefa?
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