Era 2019 y la expresidenta Cristina Fernández anunciaba mediante su cuenta oficial de la red social Twitter que llevaría a la campaña una fórmula llamativa, ya que promocionaba como precandidato a presidente a aquel que la había denostado en público y en privado cada vez que tuvo oportunidad. El otrora jefe de Gabinete de Néstor Kirchner, Alberto Fernández.
Fue una jugada magistral que, acompañada por ciertos medios, representantes políticos, sindicales y movimientos sociales; vendieron a quien luego asumiría la primera magistratura como un “moderado”.
Cristina sabía que sola sería complicado llegar de nuevo a las altas esferas del poder y lo utilizó a él, quien, vale aclarar, no es víctima, sino una pieza fundamental a la hora de cumplir los deseos de la hoy vicepresidenta.
Desde el mismo 10 de diciembre del 2019, pese a los esfuerzos de Alberto Fernández de convencer a la sociedad que él y Cistina son lo mismo, se notó la distancia que los separaba.
De a poco Cristina comenzó a tomar terreno y a ocupar áreas que en la negociación inicial pertenecían al jefe de Estado, algunas de ellas con onerosas cajas. Tal fue el caso de la ANSES, inicialmente ocupada por el “albertista” Alejandro Vanoli, luego desplazado por la responsabilidad que le tocaba por el llamado “viernes negro” acontecido a principios de abril del 2020, y reemplazado por la camporista Fernanda Raverta.
Luego sucedería lo mismo con el Ministerio de Desarrollo Territorial y Hábitat, se eyectó a María Eugenia Bielsa y se la reemplazó por el ex intendente de Avellaneda, el cristinista Jorge Ferraresi. Asimismo se dio en el Ministerio de Justicia, quedando al frente Martín Soria, quien reemplazo a Marcela Losardo que, además de responder directamente a Alberto, es su íntima amiga.
De a poco CFK deba pequeños pasos que le entregaban una gran cuota de poder. Mientras tanto, el presidente recogía apoyos de Gobernadores peronistas, sindicalistas y movimientos sociales. Buscaba acrecentar su poder.
Se estaba dando algo nunca visto, por lo menos, en Argentina. Por primera vez el Gobierno era –y es- vicepresidencialista.
Las aspiraciones de Alberto comenzaron a verse truncadas cuando se conoció que en el propio Ministerio de Salud funcionaba un vacunatorio Vip, lo que provocó la salida del ex ministro Ginés González García. Cristina quiso meter al viceministro de la cartera de Salud de la provincia de Buenos Aires, Nicolas Kreplak, algo que no sucedió.
Luego se dieron una serie de escándalos que continuaron debilitando el poder del jefe de Estado. El Olivosgate fue el más rimbombante. Con la economía en caída libre y la sociedad demostrando un hartazgo elocuente, la vicepresidenta permanecía muda. Salió a hablar simplemente cuando fue necesario mostrar unidad: antes de las elecciones PASO que fueron celebradas el pasado domingo.
Allí las urnas dieron su veredicto: el oficialismo perdió en 17 distritos, contando a la provincia de Buenos Aires, “la madre de todas las batallas”.
Cristina, entonces, decidió acelerar su plan. Puso toda la carne a la parrilla para purgar parte del Gabinete y desplazar a los “funcionarios que no funcionan”. Para ello cometió un acto arriesgado y llamó a sus funcionarios para pedirles que pongan a disposición de Alberto su renuncia, buscando vaciarlo de poder.
El club del helicóptero volvió a las andadas aunque por primera vez con el fin de incendiar un Gobierno peronista, algo novedoso dentro de la política Argentina. Entonces, resta preguntar: con lo aquí expuesto ¿Puede ser que el plan de Cristina haya sido desde un principio llegar a la presidencia o sentar a uno de los suyos en el sillón de Rivadavia? ¿Acaso Alberto fue simplemente un caballo de Troya, un presidente de transición?
Veremos…
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