De pronto, todo se vuelve difuso, errático. Básicamente por el paso del tiempo, que desdibuja todos los recuerdos. Siempre. En mayor o menor medida.
Repentinamente, todas las consignas parecen vacías, a fuerza de repetición. Mafia, política, narcotráfico... “no se olviden de Cabezas”. Un millón de veces escuché esa frase en estos 25 años.
Y otro tanto la pronuncié yo también, pero no estoy seguro de saber lo que estaba diciendo cuando la estaba pronunciando, mientras sostenía alguna pancarta improvisada.
Porque la muerte de José Luis Cabezas se redujo a eso, una frase. Con una consigna y una foto de ocasión, siempre impactante. Que trata de englobar lo que no se puede englobar. No porque se tratara de la muerte de un reportero, sino por todo lo que significó eso que le pasó a ese reportero.
Porque la muerte de Cabezas desnudó una realidad que nadie jamás imaginó en la Argentina. Que sabíamos ver en películas de Hollywood o en países como México o Colombia, pero jamás en estas tierras.
Y de pronto, todo eso estaba acá cerquita, a la vuelta de la esquina, enquistado en el poder político argento. Con condimentos dignos de la película El Padrino.
Un tipo llamado Alfredo Yabrán, cuyo rostro nadie le conocía, que tenía a sueldo a los periodistas más conocidos de la Argentina, y a los políticos, y a los jueces y fiscales, manejaba todo de manera brutal, como todo mafioso. Haciendo negocios lícitos, pero también —sobre todo— ilícitos.
Y nadie se animaba a hablar de él, porque no se podía hablar sobre él. Porque todos habían sido comprados. Y los que no, le tenían terror. Y los que decíamos la palabra “Yabrán” éramos advertidos por parte de colegas, para que no lo hiciéramos más. Y uno no sabía si en esa advertencia había certera preocupación o puntual apriete. La línea siempre era difusa.
Y uno andaba en esos días investigando a Yabrán para su primer libro “La mafia, la ley y el poder”, que finalmente vio la luz en 1996, pocos meses antes de que Cabezas fuera asesinado.
La investigación arrancó tres años antes, en 1993, cuando, como se dijo, no había fotografías del susodicho, ni tampoco crónicas en los diarios sobre sus trapisondas. Nadie sabía nada de nada sobre él. Y el que sabía, callaba.
Entonces uno preguntaba con la ingenuidad de un infante. Y llegaban aquellas advertencias, las ya mencionadas. Algunas preocupantes, como la que me dijo el entonces diputado —hoy amigo— Eduardo Varela Cid: “Te van a matar, como hicieron con Lara Bonilla”. Se refería al joven ministro del Interior colombiano que fue asesinado a balazos por meterse con Pablo Escobar.
Entonces uno tragaba saliva, porque ¿quién era realmente Yabrán? ¿Era solo un "empresario" o algo más? ¿En serio podía llegar a matar a quien se metiera con él? Demasiadas preguntas, sí, pero ¿quién podría responderlas? ¿En quién confiar finalmente?
En aquellos días, uno no sabía que Yabrán era narco. La confirmación llegó de boca de su abogado —uno de ellos en realidad— Pablo Argibay Molina, que en medio de una entrevista, sin que uno lo mencionara, aconsejó: “No te metas con el narcotráfico, pibe, es peligroso”.
Y uno enmudeció por completo. Porque uno jamás había mencionado la palabra “droga”. Y entonces todas las sospechas habían quedado refrendadas. Y era el peor de los mundos. ¿Qué debía hacer uno a partir de ahora? ¿Seguir investigando y escribiendo o abandonar todo?
Uno decidió continuar, a pesar de todo. Y a la distancia está claro que se equivocó fiero. Porque, a poco de aparecer la investigación que uno encaró en las librerías, Yabrán mandó a matar a Cabezas. Por haber osado sacarle una fotografía. Justamente a él, el tipo que se jactaba de que ni siquiera los servicios de inteligencia tenían registro de su rostro.
Fue un momento bisagra en la Argentina, un antes y un después. Porque ya nada volvería a ser igual a partir de ese asesinato. A la conmoción le siguió el miedo, que paralizó al país entero, y pronto la bronca pudo más, y todos avanzaron en pos de esclarecer aquel crimen. Todos mancomunados.
Por caso, los periodistas olvidaron sus diferencias y trabajaron codo a codo para llegar a la verdad. Los teléfonos no paraban de sonar y las máquinas de escribir no dejaban de tipear. Pronto la Justicia contaba con un detenido, y luego otro, y otro, y otro más. Y cuando se estaba por detener al autor intelectual, este decidió quitarse la vida.
Se trataba de Yabrán, el dueño de todos los secretos, los cuales decidió llevarse a la tumba. Para alivio del menemismo. ¿Qué habría pasado si todo ello hubiera sido revelado entonces? ¿Hubiera logrado terminar su gobierno Carlos Menem?
Suena inquietante la última pregunta, pero así de grave es lo que podría haberse revelado. Yabrán lo mencionó solapadamente en una de sus misivas. Habló incluso sobre “la verdad” detrás de los bombazos a la AMIA. ¿Cuál era esa verdad? ¿Por qué habló de “bombazos” en plural?
Uno sabe qué es lo que quiso decir el malogrado empresario postal. Incluso uno lo ha publicado en su segundo libro “La larga sombra de Yabrán” (Ed. Sudamericana, 1998).
Pero ya nada de eso importa ahora, porque la cuestión es Cabezas, no Yabrán. Y nada de lo que se diga ahora mismo, a 25 años de su asesinato, puede cambiar lo que pasó entonces. Ergo, todo bien, pero uno decide resignarse.
Porque ya lo dijo Serrat: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
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