El proceso judicial contra la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández, conocido como “Causa Vialidad” es un claro ejemplo de la desmesura. El pedido de condena del fiscal Diego Luciani, de 12 años de prisión como Jefa de una asociación ilícita organizada para defraudar al Estado y la inhabilitación para ejercer cargos públicos tiene esa impronta.
Los grandes medios y un amplio arco del llamado anti peronismo festejaron ruidosamente la presentación del fiscal y el peronismo en todas sus variantes, incluso en sus expresiones gremiales, repudió la decisión hablando de intento de proscripción. Otra vez la discusión se centró entre los que gritan “chorra” y los que gritan “perseguida”. Como si fueran dos barras bravas a punto de dirimir sus diferencias a las piñas. El paisaje no puede ser más desalentador.
La fiscalía, en su afán de contentar al sector de la sociedad que impugna al peronismo como expresión política en general (los que lo señalan como el eje de todos los males), utilizó una figura nefasta y muy difícil de probar, la asociación ilícita, en lugar de enfocar la tarea en los delitos de estafas y fraude contra el Estado sobre los que abundan las pruebas. De esa forma sentó en el banquillo de los acusados a todo un gobierno.
La vicepresidenta pidió ampliar su indagatoria y, como el tribunal se lo negó, utilizó sus redes para efectuar un fuerte descargo político que Luciani le sirvió en bandeja. Volvió a hablar de lawfare y del «partido judicial” que, según dijo, “no aportó pruebas contundentes”. También leyó algunos mensajes de WhatsApp entre José López -el famoso secretario de Obras Públicas de su gobierno, quien fue sorprendido con 9 millones de dólares en bolsos- y Nicky Caputo “hermano de la vida de Mauricio Macri” que fueron obviados por los fiscales. Sorpresas te da la vida.
Más allá de la extensa exposición de la vicepresidenta, los argumentos parecen perder relevancia en la batalla política. Detrás del alambrado, a los barrabravas no les interesan. Los fanáticos no procuran la verdad, solo quieren confirmar sus prejuicios. Sobre ese mar navegan políticos y comunicadores. El que piensa, pierde, decía Les Luthiers.
Uno de los pocos dirigentes opositores que intentó imponer algo de racionalidad fue Miguel Ángel Pichetto, el peronista que acompañó a Macri en la fórmula presidencial del 2019: “no se puede considerar a todo un gobierno como una asociación ilícita”, dijo en medio de la algarabía que reinaba en el estudio de La Nación+. No se puede, salvo que se busque algo más que generar un castigo penal. Si se siguiera esa misma lógica, Macri debería haber sido procesado por el espionaje a los familiares del ARA San Juan.
Lázaro Báez fue favorecido por la asignación de obra pública, es difícil plantear lo contrario. Su desmesurado crecimiento patrimonial así lo indica. Sin embargo, los fiscales no se conformaron con acusar por fraude o estafas a los funcionarios involucrados y al empresario venal. Dijeron estar convencidos de que los gobiernos kirchneristas se conformaron como organizaciones delictivas.
La asociación ilícita no sólo es una figura difícil de probar (la Corte Suprema la descartó en la causa contra Carlos Menem por la venta de armas a Ecuador), también es temeraria. Fue creada para acusar a las organizaciones guerrilleras de los setenta, pero no sólo a sus integrantes, sino a sus supuestos cómplices, a los amigos, a los simpatizantes, a cualquiera que hiciese falta ubicar como enemigo. Esto es lo que advierte Pichetto con buen criterio. Utilizarla en este proceso judicial, quita potencia a los delitos cometidos por los funcionarios para beneficiar a un empresario amigo.
Lamentablemente, la justicia argentina puede perder otra gran oportunidad de castigar la corrupción con eficiencia y equidad.