A veces, hasta la meteorología se ocupa de acompañar el signo de los tiempos, de enviar lluvias inoportunas cuando en realidad la historia siempre consignó la presencia de un sol radiante en fechas argentinas memorables, cuando ocurrían hechos convocantes de multitudes más o menos apreciables.
La virtual despedida de la líder política del espacio que encumbró la fórmula presidencial responsable de la actual situación caótica del país contó con un mar de lágrimas arrojado desde el cielo y baldazos de tristeza, esta última una palabra que tiñe la mayoría de las encuestas cuando consultan a los electores qué sienten ante tanta pobreza, la caída de los salarios, los precios que suben por el ascensor y la inseguridad a diario amenazante.
Esa despedida, que pretendió coincidir con un recuerdo de hace veinte años, no se sintió explícita, pero cada uno de los asistentes a la Plaza de Mayo el pasado 25, se fue pensando que allí la histórica “jefa” no les había dicho nada. Absolutamente nada.
Es que el tiempo transcurrido -sí, otra vez el tiempo- indicó más palmariamente que el discurso de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, que el ciclo de su fuerza política exhibe sus últimos estertores. Ella, la gran oradora, ¡se olvidó de tantas cosas que había que decir!
Se olvidó de la fecha patria que involucra a todos los argentinos, se olvidó de señalar el camino que sus fanáticos esperaban para seguir en medio de tanto desconcierto, se olvidó de arengar a la militancia propia para que recobrara la esperanza en un año en que se juega el futuro político, se olvidó de marcar a su heredero político, se olvidó del 50% de los pobres que hoy existen en el país, se olvido de hacer política como lo hacía antes.
¿Se olvidó?, pensarán muchos. Es probable que se haya olvidado, enfrascada como estuvo durante la primera media hora de perorata tratando de explicar las “bondades” del gobierno de Néstor Kirchner, explicando mal lo inexplicable, con errores inadmisibles en cifras que soltaba, una tras otra, como palomas que salían de su boca. La gente que acudió a verla, con lágrimas en los ojos por el nivel de admiración que los obnubila, no entendió nada de lo que dijo. Había que verlos irse de esa plaza histórica sin nada en las manos ni en la cabeza.
No dijo nada, salvo sus reiteradísimas acusaciones contra los miembros de la Corte Suprema de Justicia, salvo que se oponía como siempre a las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional, salvo el “techito” que la cobijaba a ella de la lluvia y a unos doscientos privilegiados más.
La pobre concurrencia que estuvo girando en torno a la plaza desde la mañana esperando a que se hiciera la hora del acto, quería otra cosa: quería que ella dijese que iba a ser candidata a la presidencia de la Argentina, o en su defecto que nombrara a quien iba a mandar al frente para bancar la derrota ineludible que ella ve venir con claridad. La gente de su palo quería que los entusiasmara, que les tirara algunas consignas poderosas para seguir luchando, que los exaltara frente a un compromiso partidario por el cual “dar la vida”, que les marcara un rumbo para emprender al menos una tarea que les permita decir en un futuro cercano: “lo intentamos, lo hicimos todo, morimos con las botas puestas”. Algo.
Pero, Cristina no es Juan Domingo Perón ni Eva Perón. Los dos pensaban “primero en la Patria, después en el movimiento, y por último en los hombres (y mujeres)”. Cristina piensa solamente en sí misma. La Patria no existió en el último 25 de Mayo, ni se le ocurrió hablar de los revolucionarios de aquel 1810. Eso no encajaba en su discurso, había que dejar espacio para el marido difunto, al que pretendió ensalzar, pero no logró darle el énfasis necesario por el temor a autoopacarse.
La “Jefa” ya no brilla, desilusiona. No puede sacar más ni un conejo de la galera. Tiene temor de errar por enésima vez al designar un sucesor o un acompañante. No se anima a dejar al “heredero”, piensa confusamente cómo nombrar al que resista un fracaso, a quien designar para el trago amargo.
Cristina se ha equivocado con Julio Cobos, Amado Boudou, Daniel Scioli, Alberto Fernández, Sergio Massa. Por eso piensa en los hijos de la “generación diezmada”, de la que ella y su marido no formaron parte como militantes activos y arrojados. Jamás presentaron un miserable habeas corpus para defender a ningún perseguido y atrapado por la dictadura militar.
Ahora, por obra de su debilidad política y la ausencia de una estrategia acaso de corto plazo, se alzan desobedientes que quieren competir y eludir la designación a dedo. El peronismo, y su extensión defectuosa como lo es el kirchnerismo, se enfrentan a la posibilidad de transitar la horizontalidad del poder, algo impensado hasta las pasadas elecciones. La crisis partidaria ha dejado crecer brotes de ambiciones personales, ajenas a su voluntad.
En esos menesteres se enrolaron ya figuras como Wado de Pedro (alentado entre bambalinas y con dudosa posibilidad de alcanzar un triunfo), Sergio Massa (alterado por la dispersión de precandidatos), Daniel Scioli (hambriento de venganza), Antonio Rossi (envalentonado por Alberto Fernández), Guillermo Moreno (desbocado contra Cristina y Alberto por igual), Juan Grabois (extremando su ánimo izquierdista y antiimperialista), Santiago Cúneo (exacerbado de nacionalismo como siempre). Demasiados desobedientes. En fin, en la actual situación cualquiera puede presentarse como precandidato a algo.
Cristina está desangelada, ha perdido la gracia (¿divina?). Como diría Moreno: “no quiere más, no quiere más”. Y se nota. Los únicos que desoyen ese grito son quienes afirman cuando se les consulta en la calle: –¿A quien va a votar?, y responden: –A Cristina. Pero Cristina no es candidata, se les aclara. Entonces, dicen: –No sé. Son ellos los remanentes de los estertores, los que esperan que Cristina les diga por qué no quiere ser candidata.
Cristina desangelada no puede abrir la boca para reconocer que no puede presentarse porque tiene más del 70% de imagen negativa en el país.