El desmalezamiento siempre es bueno. En el campo es una de las tareas más importantes para mantener los sembradíos limpios y productivos. La tarea, mientras sucede, es antipática y laboriosa pero lo que surge luego de ella siempre es mejor que antes de empezarla.
En la vida de las naciones hay momentos que son buenos para el desmalezamiento. Son buenos para ordenar tantos que venían confusos, ideas mezcladas que se escondían detrás de caretas (quizás convenientes para un momento) pero que, como toda careta, esconden la verdad, disimulan la esencia real y transmiten datos errados que hacen que los demás tomen decisiones también erradas porque, justamente, fueron tomadas bajo la influencia de un engaño.
Cuando todos esos velos caen porque quizás un cimbronazo fuerte hizo que los adhesivos que mantenían las caretas en su lugar se aflojaran, las verdaderas caras quedan al descubierto. Ese alumbramiento es siempre positivo. En el fondo, más allá de las fisuras que el cimbronazo haya causado, el afloramiento de la verdad es un hecho positivo.
Me parece que, en la Argentina, está ocurriendo algo bastante parecido a estas metáforas. Luego de las elecciones del domingo, hay muchas caretas que se están cayendo. Caretas que, hasta ahora, sirvieron para disimular vergüenzas diversas que si se hubiera tenido la valentía de enfrentar a tiempo, probablemente le hubieran evitado al país estar en las vísperas de entregar su futuro (otra vez) a una banda criminal de mafiosos.
El mundo hace rato que ha dividido las aguas frente a dos sistemas antitéticos que se presentan -más que para gobernar los países- para decir dónde cada uno está parado frente a la vida.
Uno de esos dos sistemas ofrece poner a disposición del pueblo a una élite minoritaria y privilegiada que, sentada en los sillones del Estado, se presenta para solucionar los problemas.
A cambio de las incomodidades que supone encargarse de planear la vida de todos, esa elite pide a cambio que los ciudadanos le entreguen su libertad y su capacidad de decidir el tipo de vida que quieren vivir: quienes diseñen el perfil de esas vidas no serán los propios ciudadanos sino esa elite. Esa elite decidirá cuánto puede ganar cada uno, lo que debe entenderse por un “ingreso justo”, las condiciones de vida, hasta dónde cada uno puede llegar, el tipo de educación que recibirá, cómo serán sus prestaciones médicas, qué actividades puede desarrollar cada uno y dentro de qué radio de acción permitido, qué puede hacerse y qué no puede hacerse, hasta donde los ciudadanos pueden diferenciarse unos de otros, qué diferencias deben ser tenidas como “injustas”, qué privacidad podrá mantener cada ciudadano sobre su vida y cómo se van a manejar los dineros públicos.
Esa élite también pondrá como condición (no escrita, por supuesto) que ella no estará sujeta a ninguna de las limitaciones que ella misma le impondrá a los ciudadanos. De hecho, en este sistema, coexistirán un orden legal para la élite y un orden legal diferente para los ciudadanos.
Estas restricciones y esa desigualdad de la élite serán justificadas por la idea de que sólo así puede alcanzarse un nivel de justicia social acorde con la dignidad humana. Esa élite se arroga el conocimiento de lo que debe entenderse por lo que es socialmente justo y también el derecho de hacer lo que haga falta para imponerlo, bajo el argumento de que “el pueblo” la puso “democráticamente” en ese lugar.
El otro sistema cree que son los ciudadanos los que, dentro de un marco de igualdad ante la ley y de independencia de la Justicia, deben hacerse responsables por las elecciones de su vida. En ese esquema gozarán de todas las herramientas para llegar hasta donde las capacidades e idoneidades de cada uno les permitan, pero no podrán reclamar “compensaciones” al Tesoro Público por lo que cada uno crea que son “diferencias injustas”. Si las diferencias aludidas son el producto de delitos o de actividades ilícitas que beneficiaron a unos en perjuicio de otros será la Justicia la que ponga los tantos en su lugar. Pero el sistema, por default, no compensa automáticamente las diferencias entre los seres humanos a las que presume legítimas por provenir de esfuerzos, capacidades o intelectos diferentes.
Este sistema opera bajo la idea de que no hay nada más injusto que tratar como iguales a los que no lo son o a los que no hicieron los mismos esfuerzos para conseguir lo mismo. La idea de que una superestructura compense -con desviaciones de dineros públicos- las naturales (y saludables) diferencias entre los seres humanos no es simplemente concebible para esta concepción.
Es más, las diferencias humanas son tenidas como algo bueno en tanto tienen la virtualidad de transmitir la idea de la emulación para que los que están peor traten de imitar lo que hacen los que están mejor.
Esta idea también entiende que la extraordinaria afluencia económica producida por el funcionamiento de este tipo de organización social es de tal magnitud que, eventualmente, una red bien organizada de atención a los rezagados y a las minorías menos favorecidas cuidará bien de los casos marginales de pobreza que puedan llegar a verificarse.
Se trata, sin más, de los sistemas que operan en los países más exitosos del mundo, desde Australia y Canadá, hasta los Estados Unidos, Irlanda, Holanda o Japón.
Frente a estas dos concepciones (que son claras, que operan en el mundo y cuyos resultados en diversos países pueden verificarse sin esfuerzo) la Argentina ha tenido, hasta hoy, una actitud vacilante y vergonzante. Ha creído que estos sistemas pueden mezclarse y que, con la clásica viveza criolla, se podía inventar un engendro que sintetizara lo mejor de ambos. Muchos creyeron eso, ponele, de “buena fe”. Otros lo hicieron con toda la maldad del mundo.
Pero esa diferencia, para la situación en la que se encuentra el país hoy, ya no importa. Ya no es relevante si creíste en “la tercera posición” porque fuiste un romántico que supusiste que allí estaba la fuente del éxtasis. A los efectos prácticos los “románticos” y los “vivos” (que advirtieron desde el vamos que, con ese verso, podrían volverse millonarios sin que el “pueblo” les importara un bledo) están hoy todos en la misma bolsa.
De nada sirve, para ir bajando ya toda esta perorata a nombres propios y a situaciones reales, decir que no estás con el kirchnerismo o que te causa repugnancia el kirchnerismo si tus conductas sirven -en la opción de hierro de Noviembre- para que el kirchnerismo continúe en el poder. En eso, precisamente consiste el desmalezamiento.
Lo que se está preguntando es de qué lado estás. ¿Crees que una élite privilegiada puede diseñar la vida de los ciudadanos o que son los ciudadanos los que deben tener ese derecho soberano?
Es cierto, también que, en el caso argentino, esa pregunta de fondo se puede sazonar con otras especias bien picantes como son la corrupción, el robo y la flagrante y obscena desigualdad que esa élite ha construido para sí misma.
No hay dudas de que en este saludable proceso de reordenamiento de ideas por el que está atravesando la Argentina hay protagonistas salientes, sectores inmensos de la sociedad (representados a su vez por partidos) que han vivido por décadas bajo el imperio de las caretas. Uno de ellos son los radicales. Los radicales son quizás el ejemplo por antonomasia de la “careta”. Un conjunto de individuos (y un partido, al fin) que dice avergonzarse por los exabruptos peronistas pero que, en el fondo, comparte la esencia de ese movimiento, esto es, que no son los ciudadanos los que tienen el derecho de diseñar sus vidas (aunque de allí surjan desigualdades que no son otra cosa más que el reflejo de las diferencias naturales de las personas) sino que, en virtud de una supuesta justicia social, una elite iluminada determinará los límites hasta donde cada uno pueda llegar.
Reitero: a esta altura de la Argentina no importa que los peronistas hayan usado ese verso para construir una formidable máquina de robar y que los radicales -ponele- crean en eso “honradamente”: lo cierto es que hoy los argentinos tienen que decidir si van a seguir apoyando la idea de que una élite (corrupta o no, pero que la realidad demuestra que una vez que se permite su constitución es muy difícil que no se corrompa) es la que decide la vida de todos, o si confiaran el gobierno del país por primera vez en 100 años a alguien que cree que son los ciudadanos los que tienen el soberano derecho de decidir -dentro de un marco de igualdad ante la ley- hasta donde quieren llegar en sus vidas.
El tiempo del verso, de las caretas, de las vergüenzas y de los disimulos se acabó: la Argentina lo consumió todo a costa de caer desde el quinto lugar entre los países más ricos de la Tierra al lugar 120. Las “terceras posiciones”, los pruritos y las pusilanimidades frente a la opción de hierro de noviembre pueden ser un fenomenal combustible para que la banda mafiosa que, estimulando un resentimiento social atroz, se apoderó del Estado hace 80 años, siga en el gobierno.
Si eso ocurre, que luego no se quejen. Ellos serán los responsables de que un cínico inmoral como Massa consolide la continuidad de Cristina Fernández de Kirchner y del camporismo castrista al frente del Estado. El dedo de la historia marcará a esos cobardes como los que hicieron posible que la Argentina perdiera la que quizás sea la última oportunidad de liberarse de una banda de delincuentes. Y recuerden que en ese trazo grueso siempre resultará difícil distinguir a los delincuentes de los idiotas que, por su cobardía o sus bajezas, los hicieron posibles.