¿Cuál es la gracia de la vida después de todo? En la respuesta a esa pregunta está encerrado quizás el horizonte mismo, no solo de la suerte individual de los ciudadanos, sino, quizás, de un país completo, según sea la mayor o menor proporción que haya en esas naciones de uno u otro tipo de respuesta.
Un gran maestro personal que, en las sombras, inspira con sus enseñanzas muchas de estas columnas, Andrés Braun, ha logrado bajar a una opción clara las respuestas posibles: se trata de estar por una sociedad que privilegia la justicia social u otra que prefiere las oportunidades.
La idea de disfrutar el hecho de tomar decisiones -incluido el riesgo que esas decisiones conllevan- produce un tipo de individuo y también un tipo de país si una mayoría social muestra una inclinación decisiva por ese modelo de vida.
En el otro extremo, la idea, no solo de no disfrutar el proceso de la toma de decisiones, sino directamente de temerle (seguramente por los riesgos que conlleva) produce otro tipo humano y también otro tipo de país si hubiera una mayoría social decisiva que avalara este formato de vida.
Las sociedades de oportunidades son sociedades dinámicas, abiertas, encendidas, innovadoras, pujantes… Sienten una profunda atracción por lo desconocido, por lo nuevo y por el afán de explorar.
Las sociedades de justicia social son sociedades grises, estancadas, conservadoras, sienten pavura frente a lo nuevo y se conforman con mantener lo que tienen aún cuando alguien les asegura que podrían mejorar mucho si cambiaran algo.
“Más vale pájaro en mano que cien volando” sería el dicho popular que identifica a las sociedades de justicia social. “Prefiero tener la oportunidad de tener los 100 pajaros que están volando a aferrame al unico que tengo en la mano”, dirían las sociedades de oportunidades.
Hay culturas que reproducen estos comportamientos con los padres y los hijos: a determinada edad el padre les suelta la mano. Seguros del bagaje de valores que les han trasmitido hasta allí, los dejan empezar a tomar el camino de decidir por sí mismos.
Otras culturas, en cambio, se jactan de mantener bajo un seguro cobijo a los hijos hasta que son casi adultos.
Las sociedades de oportunidades les enseñan a sus hijos a disfrutar el hecho de tomar decisiones, incluso aceptando los riesgos y las consecuencias de decisiones erradas.
En las sociedades de justicia social el “edge” que pudiera gestarse entre los que toman decisiones aceptando los riesgos y los que no lo hacen, se considera intrínsecamente injusto.
Para imponer la justicia social a fuerza de rebencazos elaboran, entonces, un complejo sistema jurídico de prohibiciones y restricciones para que incluso los que aman tomar decisiones y aceptar sus riesgos, se vean impedidos de hacerlo.
Lo hacen porque saben que es inevitable que si les permiten a algunos tomar decisiones se generarán diferencias sociales que la cultura de las sociedades de justicia social, simplemente, no soportan.
El mundo entero está dividido en sociedades de justicia social y sociedades de oportunidades. Para ver cómo les va a unas y otras no hay más que ver cómo viven los países que avanzan y disfrutan de un alto nivel de vida y cómo viven los países estancados que, hace décadas, hunden a su ciudadanos en una profunda miseria.
Obviamente, la primera conclusión de este análisis es que el miedo a la toma de decisiones, el miedo al fracaso, el miedo al riesgo supera en mucho a la voluntad de estar mejor.
Más allá de que ese sea un aspiracional genérico que pueda aparecer incluso claro en las respuestas que den los ciudadanos donde predomina la cultura de la justicia social (“yo quiero mejorar, progresar, dejar de vivir como vivo”) lo cierto y concreto es que cuando esos mismos ciudadanos deben actuar de modo diferente para que, justamente, la posibilidad de cambio aparezca, es tal el miedo que aflora que todo se paraliza y el cambio se apaga.
La Argentina, como típica sociedad de justicia social, es un país apagado, gris, sin alegría (o en donde ésta se confunde muchas veces con un bullicio vulgar); un país chato, detenido en el tiempo, en donde lo único seguro es que el paso del tiempo deteriorará aún más lo que existe hoy.
¿Cómo pasar de una sociedad de justicia social a una sociedad de oportunidades?
Para que ese estrépito se produzca debería suceder una especie de terremoto sociológico en la Argentina. De pronto, creencias atávicas de décadas (cuando no de siglos) deberían darse vuelta como una media. La bravuconada debería convertirse en bravura, el “yo, argentino…” en “yo defiendo este punto de vista, se venga la que se venga…”, y el “mejor no te metas” en el “mejor decidí”.
¿Cuántas posibilidades hay de qué la Argentina produzca ese estrépito? Quizás estemos prontos a descubrirlo, según sea el resultado de las elecciones.
Pero que el factor “miedo” haya sido puesto dramáticamente en juego por el candidato que representa la sociedad de la justicia social, es una señal relevante de que él y los que lo rodean confían en la naturaleza miedosa del argentino que, puesto a elegir entre mantener el pájaro que cree tener en la mano (aunque de hecho no tenga nada) o soñar con atrapar los cien que todos los días la vida pone a su disposición, prefiera la primera seguridad a la segunda esperanza.
¿Que esa conclusión es triste? Y, sí, lo es. Pero a veces la suerte de los países se explica porque las conclusiones a las que uno llega cuando los estudia, son precisamente tristes.