Analizar lo que está ocurriendo en la Argentina desde la perspectiva que dominó la cultura del país en los últimos 80 años no solo no tiene sentido sino que invariablemente nos conducirá a conclusiones erradas.
La cultura dominante en el país -desde que el peronismo alumbró a la vida política y social- introdujo una anomalía profunda en la secuencia normal del pensamiento. El ser humano nace preparado para pensar que lo que ocurre con su vida tiene altas probabilidades de estar vinculado con lo que cada uno hace con ella. Se trata de puro sentido común: a cada causa, hay una consecuencia; los individuos tienen dominio sobre las causas pero no sobre las consecuencias.
El peronismo introdujo variables en el razonamiento fluido del sentido común a tal grado que podría decirse que creó otro sentido común.
El sentido común no es otra cosa que un orden contra el que se cotejan los acontecimientos de la vida. En alguna medida, el sentido común indica lo que está bien y lo que está mal, lo que debe hacerse y lo que no, lo que corresponde según las circunstancias y lo que no corresponde.
El sentido común no es una imposición de la socialización del hombre ni de los patrones de un sistema establecido. El sentido común tiene un funcionamiento acompasado con el Cosmos y es lo que en Derecho se suele definir como “el orden natural y corriente de las cosas”.
Es decir, en la Naturaleza existe un “orden corriente”, un “orden normal”. Cualquier cosa que altere el “orden natural y corriente de las cosas” (ese que guarda con el Universo una consonancia cósmica) es una anomalía que desperfila el funcionamiento ordenado de la sociedad.
El sentido de la responsabilidad propia es uno de los componentes del sentido común. El sentido común se altera cuando, por alambicadas construcciones artificiales, se intenta eludir el simple principio que indica que lo que uno hace en la vida tiene consecuencias atribuibles a ese acto y a esas decisiones.
El peronismo en la Argentina, así como el socialismo en el mundo, se planteó desafiar ese orden. Según el peronismo y el socialismo lo que le ocurre a las personas no es la directa consecuencia de lo que ellas deciden sino el efecto de operaciones decididas por “los poderosos”, por “el establishment” o por “el sistema”. Las personas son inocentes e independientes de lo que les pasa; lo que les pasa, según el peronismo y el socialismo, es decidido en otro lado.
A su vez, lo que deciden “los poderosos”, “el establishment” o “el sistema” está directamente pensado para perjudicar a ciertas personas porque el perjuicio de ciertas personas es el beneficio de “los poderosos”, “del establishment” y “del sistema”.
Para compensar esos desequilibrios es necesario que una legión de iluminados tome el poder y se entregue a la defensa del pueblo. Esos iluminados, supuestamente, han accedido a las altas torres del conocimiento y están en condiciones de encargarse de la vida de todos de un modo más eficiente que los propios interesados.
Para abocarse a esa tarea, esa elite elabora una intrincada malla de regulaciones que, básicamente, consiste en prohibiciones, obstáculos y obligaciones de no hacer que supuestamente están dirigidas a que “los poderosos”, “el establishment” o “el sistema” no puedan actuar con libertad para perjudicar a la gente y beneficiarse ellos.
Esa maraña interminable de disposiciones que, a la manera de caños, codos, contracaños y contracodos, construyen una jaula muy parecida a una prisión, impide que la actividad normal de una sociedad finalmente fluya. Como una pérdida de agua no puede arreglarse por la vía de construir una jaula de caños y contracaños, tampoco el fluir de la actividad social puede regularse desde un escritorio por la continua sanción de normas y contranormas que supuestamente aspiran a retirarle la capacidad de decisión a algunos para evitar que otros sufran sus consecuencias.
Esa concepción no ha hecho otra cosa que llevar miseria a todos los lugares que intentaron implementarla. Es triste llegar a la conclusión de que el gran motor que la inspira y que, incluso aun en contra de sus ostensibles fracasos pretende seguir imponiéndola, es la envidia y el resentimiento.
En efecto, la envidia de algunos por ver que otros que toman decisiones que uno no se anima a tomar avanzan en la vida más rápido que uno mismo hace que se apoye la llegada al poder de la “troupe de iluminados” para que les corten las alas a aquellos ambiciosos y los ponga a la misma altura mía.
Pero ¿saben qué? Como en la cañería con pérdidas, el agua sigue fluyendo y los caños y contracaños que se roscan con la esperanza de cortarla lo único que hacen es paralizar al plomero que, de pronto, se encuentra, él mismo, encerrado entre sus propios caños. Un episodio de “Los Tres Chiflados” en donde Shemp es el fontanero que cree que terminará con el problema de la pérdida por la vía de mandar el agua a través de una intrincada red de caños hizo muy popular este ejemplo que, hace muchísimos años, traíamos a estas mismas columnas bajo el título de “Shemp”.
El peronismo logró imponer el sentido común de Shemp. Y como no podía ser de otra manera produjo lo mismo que él: una abominable prisión de prohibiciones racistas y discriminatorias que enriquecieron a los “iluminados salvadores” y llevaron a la miseria a los “pobres inocentes” que supuestamente eran víctimas de las decisiones de otros.
No pasó mucho tiempo para que, incluso, los “iluminados” se asociaran con los “poderosos” de modo que el “fluir del agua” siguiera su curso mientras los socios se llenaban de oro y los iluminados mantenían la mentira de la “justicia social”.
Este es el paradigma que se quebró en la Argentina, quiebre que salió a la superficie el 19 de noviembre. Ese día se materializó la eclosión, pero el quiebre se había producido mucho antes.
Lo que se quebró fue el sentido común peronista. Los supuestos beneficiarios de la intervención de los iluminados advirtieron su miseria, sus carencias, su falta de futuro, su degradación. También la riqueza obscena de los iluminados.
De repente comprendieron la estafa: no puede desafiarse con éxito el sentido común sin pagar costos enormes. Fueron 80 años de desafío. 80 años de fracasos. 80 años de infructuosa insistencia. 80 años de perseguir la imposición de los iluminados incluso por la fuerza de las armas y de miles de muertos. Ya está. Listo. Terminó.
Seguir analizando lo que ocurre según los patrones del sentido común peronista (“lo que te ocurre a ti no es la consecuencia de lo que haces con tu vida sino de lo que deciden los poderosos”) nos arrastrará a conclusiones muy erradas.
Ese sentido común peronista, bajo el camuflaje de vender lo contrario, era, en realidad, racista y discriminatorio, como también lo fue siempre el sentido común socialista. Lo fue porque partió de la idea de considerar a algunas personas (a las que definía por su origen social, por el color de su piel o por sus rasgos físicos) como incapaces de dirigir sus propias vidas. Esa consideración no admitía prueba en contrario: los de “esa clase” debían ser “auxiliados” porque de lo contrario “los poderosos” los condenarían a la miseria.
No hace falta explicar mucho para entender por qué los de “esa clase” después de muchos años y de mucho sufrimiento finalmente comprendieron el truco. Si el peronismo va a seguir insistiendo con la venta de “su sentido común” no hará otra cosa más que acelerar su desaparición. Bastante duró la mentira como para que se quejen. Deberían estar agradecidos de haber podido engañar a tantos durante tanto tiempo.
Pero los demás, los que tenemos la obligación de ver toda la película, no podemos caer en el error de interpretar lo que acontece según el imperio de un engaño terminado. Hay mucha gente dispuesta a asumir las consecuencias de lo que hay que hacer porque ya advirtió cuáles son las que ocurren cuando no se hace.