Recuerdo que cuando íbamos al colegio escuchábamos historias de grandeza y renunciamientos cuando de contar el nacimiento de la Argentina se trataba. Al lado de ellas también había historias de pequeñeces, de falta de visión, de caprichos y de obcecaciones. No en vano desde el grito de Mayo de 1810, el país estuvo 43 años detenido en el tiempo, preso de pasiones bajas y personalismos idiotas.
No hace falta mucho esfuerzo para explicar que nuestra realidad ha cambiado poco desde aquellos días hasta ahora.
El único paréntesis extenso de desarrollo, bienestar, paz, tranquilidad pública, progreso e integración mundial, ocurrió cuando un conjunto muy empinado de celebridades bajó el copete en aras de un objetivo mayor: el definitivo establecimiento del país bajo un conjunto de normas simples, claras y a contramano de todo lo que había sido la regla hasta ese momento.
La plaga peronista -potenciada por la variación de la cepa kirchnerista- mantuvo al país preso de una guerra interior durante 80 años. Intereses de todo tipo fermentaron durante esa larga noche de estancamiento. Truhanes que encontraron en esa oscuridad una veta para explotarla en su propio beneficio, resignados que no tuvieron otra opción más que adaptarse a ese sistema perverso y unos pocos que siguieron machacando sobre las ideas del bien y del éxito, no porque fueran un capricho o una creación original de ellos, sino porque eran las ideas que hacían prósperos a otros países en el mundo.
Contra esa prédica se levantó el argumento del nacionalismo ramplón que oponía una especie de orgullo nacional consistente en no aceptar “las recetas que venían de afuera” porque ellas eran una especie de rendición de la gloria argentina.
La “gloria”, claro está, estaba lejos de ocurrir: el argentino medio (en muchos casos el mismo que creía aquellas pelotudeces del nacionalismo) vivía cada vez peor, mientras que los ideólogos del aislacionismo se llenaban los bolsillos propios de oro.
Ese esquema avanzó y se profundizo hasta un paroxismo tal que terminó por poner al borde de la muerte a la propia Argentina: el país se parecía a aquel Maradona de Punta del Este que había llevado a tal extremo su locura que muchos lo dieron por muerto aquella noche de enero del 2000 cuando un ignoto doctor uruguayo milagrosamente le salvó la vida cuando solo tenía 40 años.
No sé si les pasará lo mismo, pero yo encuentro muchas similitudes entre aquel momento de la organización argentina y este.
Una enorme porción de la sociedad (casi una proporción de 6 a 4) ha tomado conciencia de lo cerca que estuvo la Argentina de la noche esteña de Maradona. Se vio la disolución allí, muy cerca de todos. Hubo que llegar a eso para detener un proceso de autodestrucción que es muy difícil de encontrar en otro lugar del mundo en los tiempos modernos. Casi podría asegurar que no hay otro país que se haya propuesto voluntariamente auto-flagelarse hasta casi desaparecer.
La pobreza económica, la falta de estímulos, la decadencia, la grisura, la tristeza por la falta de futuro, la inseguridad de no poder salir a la calle, el obsceno enriquecimiento de los que gobernaban, el éxodo de miles de hijos, la aspiración angustiante de irse de la Argentina, finalmente explotaron en un grito atronador que dijo “basta, se terminó”.
Producido el grito renacieron aquellas historias del colegio; historias de grandezas y pequeñeces, de renunciamientos y de sueños casi inocentes.
La terminación de la composición del gabinete de Javier Milei está mostrando un poco de todo aquello: grandezas y pequeñeces que abundan en los albores del nacimiento.
Pero el nacimiento no puede detenerse: la enorme bola de libertad que se echó a rodar el 19 de noviembre ha adquirido ya una dinámica propia y es mejor que quienes quieran detenerla se corran porque el aluvión se los va a llevar puestos.
Tengo la sensación de que los guapos de siempre esta vez no van a poder detener la marcha incontenible de un cambio de paradigma que vino a terminar con los vivos y con los que habían encontrado en el simple expediente de “irla de malos” un atajo fácil para mantener sus privilegios.
Los Kirchner, los Yaski, los Grabois, los D’Elia, los Belliboni y otros tantos innombrables de la vida intuyen lo que les espera si insinúan oponer una resistencia violenta a lo que decidió la sociedad.
En la otra vereda, el Presidente electo, que renunció a una vida privada relativamente tranquila para presidir un cambio copernicano, parece imbuido de la impronta de Urquiza, aquel que plantó la semilla de casi 80 años de esplendor cuando, contra todo, dijo “es por acá, es con Alberdi, es con el modelo norteamericano, es con la libertad, es con el fin del aislacionismo, es con la Constitución”.
Quiero reservar un lugar para el Presidente Macri. Me parece que la actitud de allanarse al veredicto de las urnas lo eleva por sobre los que no aceptan la derrota. Si bien son públicas las negociaciones para acercar gente de su preferencia al nuevo gobierno, se hizo a un costado cuando advirtió que “no era por ahí”. Le hizo llegar al Presidente electo el apoyo para lo que necesite -lo que incluye a su propia gente si fuera necesario- pero lo liberó de cualquier compromiso con él. Me pareció advertir allí algo de la grandeza que nos contaban en aquellas historias del colegio.
El Presidente electo jurará dentro del recinto de la Asamblea Legislativa pero dará su discurso inaugural en las escalinatas del Congreso, de frente al pueblo. Se trata de un simbolismo que lleva en sí mismo un gran acierto. Es más, si me apuran diría que, aunque sea simbólicamente también, el presidente debería repetir el juramento allí afuera, de cara a la gente.
Este es un nuevo contrato y un contrato con lo nuevo. Los símbolos son muy importantes para transmitir subliminalmente aquello que se quiere comunicar. Es la gente, los individuos, los ciudadanos, los que van a resolver sus problemas, los que se harán cargo de su vida. El Presidente viene a tomar el compromiso de permitírselos; de remover los obstáculos que el Estado inventó durante casi un siglo para que los argentinos no pudieran hacerse cargo de sus vidas, aunque quisieran.
Esa grandeza debe suceder al aire libre, debe elevarse al cielo argentino para desde allí volver a bajar con la forma de una nueva energía que rompa las ataduras del pasado y abra las compuertas hacia un horizonte mejor, pacífico, lleno de oportunidades y con el excitante estímulo de que lo mejor siempre está por delante. Nunca atrás.