Tomar la presidencia como un trabajo y no como un trampolín a la riqueza y a la figuración personal puede ser complicado de entender para alguien que nunca trabajó.
Es más, la política en la Argentina fue concebida por muchos como un camino que entregaba la mágica posibilidad de no trabajar en el sentido estricto que lo hace un ser humano normal y al mismo tiempo, sin embargo, llenarse literalmente de oro.
Es decir, no solo percibir una remuneración a costa del pueblo, sino acceder a mil privilegios para cometer ilegalidades que, en el caso de cualquier otro ser humano, hubiera significado terminar con los propios huesos en la cárcel, pero que, en el caso de los políticos, no solo tenían una protección contra ese riesgo sino que los que lo habían ayudado a llegar a esas posiciones en las cumbres del poder (los ciudadanos) lo idolatraban como una especie de Dios en la Tierra.
El shock que significa tener un presidente que entiende la presidencia como un trabajo que tiene que cumplir con los objetivos que se ha trazado de acuerdo al programa que recibió el endoso de la mayoría del pueblo en las urnas, constituye una de las novedades que le está resultando muy difícil de procesar, no solo a los políticos, sino a mucha parte de la sociedad.
Es tanta la costumbre que se ha hecho en concebir a la política como lo explicado en los primeros párrafos de esta columna que ya se ha hecho carne entre nosotros: no concebimos (y los políticos, obviamente por conveniencia personal, menos que nadie) que una persona interprete y ejecute las acciones del Poder Ejecutivo como un laburo.
Los trabajos tienen objetivos y tiempos: hay que hacer determinadas cosas dentro de determinado plazo. Esa es la esencia de cualquier tarea, desde la más encumbrada hasta el simple hecho de “hombrear bolsas en el puerto”.
Ninguno de los presidentes de los (al menos 100 últimos años) tuvo esa concepción de la presidencia: arremangarse, hacer cuentas, alocar recursos de acuerdo a un programa de objetivos consistente con lo que se le propuso a la sociedad, comparar cifras, buscar maximizar los ingresos del Tesoro y cuidar la caja de la sociedad, han sido -todas ellas- tareas completamente ajenas a los Kirchner, a Menem, a los militares, a Perón, a Castillo, a Justo, a Yrigoyen y así podríamos seguir…
Hasta Macri, siendo ingeniero, no sé si era un presidente “hands on” o si también delegaba esas cuestiones “menores” y solo arbitraba entre las opciones que otros le traían.
La “cabeza” de esos dos mundos está formateada de una manera completamente diferente. Cuando personas provenientes de la “cabeza hands on” deben interactuar con personas de “cabeza hands off” se produce un cortocircuito hasta terminológico, de lenguaje y de vocabulario, que hace muy difícil que se entiendan.
Milei es un presidente que se sienta a laburar. Tiene objetivos y plazos. Debe operar sobre las cuentas para que sus gerentes tomen decisiones en sus áreas que sean compatibles con la realización de los objetivos dentro de los tiempos con los que cuenta.
Del otro lado, lo deben mirar y preguntarse “¿Pero este tipo está hablando de laburar?” “¿Qué es eso?” “Nosotros siempre tuvimos otro nombre para eso: nunca lo llamamos “laburo” siempre le dijimos “rosca”. Estamos preparados para rosquear, no para laburar”.
Entonces desde la otra galaxia del pensamiento viene la respuesta: “¿Rosquear? ¿Qué es eso? Acá tenemos este problema y hay que resolverlo porque las cuentas no dan”.
Muchos de los cortocircuitos a los que estamos asistiendo tienen origen en este “enfrentamiento” cultural de dos cabezas que no se entienden. Una cree contar a su favor con el hecho de que “las cosas siempre fueron así acá”. La otra dice que cuenta a su favor con la ética del trabajo y con el rendir cuentas por un trabajo para el que la sociedad lo contrató.
Son dos mundos separados por un océano infranqueable de mitos, ideas y creencias que responden a patrones completamente diferentes. Uno cree estar al frente de un Board que debe rendir cuentas a sus accionistas (los ciudadanos). Los otros creen que son una cofradía diferente al resto de la sociedad y que lo que aquí cuenta no es el trabajo, ni los servicios cumplidos ni las obras realizadas, sino las operaciones que permitan mantener a la propia cofradía en el poder.
Al primero, el poder no le interesa si no es como herramienta para cumplir el objetivo de su trabajo. Para los otros el poder es la vida misma.
Es muy difícil operar en ese campo porque, en el eventual caso de que haya diálogo, es un diálogo de sordos, de gente que responde a patrones de pensamiento completamente distintos.
La sociedad también debe digerir el cambio porque ella también (o mucha parte de ella también) se acostumbró a “trabajar” de esa manera, de una manera en la que, a veces, no es el rendimiento laboral concreto lo que determina la suerte de los trabajadores sino circunstancias completamente ajenas a esa dinámica y que operan por influencias, contactos, acomodos, etcétera. De alguna manera, la sociedad argentina entera se acostumbró a “rosquear” en lugar de a “laburar”. Se trata de otro choque cultural profundísimo que la llegada de Milei a la presidencia ha traído de golpe a la superficie.
No se trata de un detalle menor. Y los próximos meses van a ser cruciales en ese sentido. Por eso la toma de conciencia que haga la sociedad será muy importante. Y lo más curioso es que donde mayor conciencia ya hay es en los sectores más populares, en la clase media, en los profesionales independientes, en los monotributistas, en los autónomos. Esa es gente “hands on” por eso es la que comprende mejor el idioma de un presidente que dice, “hay que laburar, muchachos, no queda otra”.