El periodismo, o mejor dicho los periodistas, constituyen una raza especial. O muchos de ellos, al menos. En su mayoría es gente formada e informada, con una alta autoestima, con la creencia de que su trabajo contribuye al bienestar general e, incluso, a la esencia del funcionamiento democrático y con la idea de que, invariablemente, hay un vuelo intelectual en sus elaboraciones.
Su relación con el público también es importante porque, como los políticos, pueden verse tentados a decir lo que la gente quiere escuchar o lo que ellos creen que la gente quiere escuchar. Muchas veces no hay, para el ejercicio de la demagogia, un vehículo más parecido a la tribuna política, que un micrófono, una cámara o una “máquina de escribir” (si se me permite la metáfora, más compatible con otros tiempos que con este).
Imbuidos de ese vuelo, los periodistas tienen también un curioso espíritu de cuerpo: pueden parecer muy unidos cuando ciertos parámetros se presentan en la conversación pública o muy enfrentados si los parámetros son otros.
Hay una cuestión que, para mí, es muy reveladora en la conducta de los periodistas (o de algunos de ellos) que aquí voy a llamar de modo general “pose”.
A los periodistas les encanta tener una pose “cool”, entendiendo por “cool” una apariencia progresista en sus opiniones que, de nuevo, al solo efecto de orientarlos, les diría que son muy compartibles con la corriente “líberal” norteamericana (puse el acento en la “i” para destacar, al mismo tiempo la pronunciación y la diferencia con lo que nosotros entendemos por “liberal”, sin acento en la “i”) y que, muchas veces, trasunta esa imagen de “superados” o de colocarse en un escalón moral superior.
Intenté hasta aquí trasmitir esta apreciación personal sobre la imagen que tengo de muchos periodistas para contextualizar lo que me parece está ocurriendo entre ellos y el presidente Milei.
Ahora, obviamente, tendría que contarles la imagen que, en lo personal, me trasmite el presidente Milei para que la conclusión de la observación de ambas, tenga algún sentido.
Javier Milei no es solo un economista. Es una persona formada en un sistema mental completamente opuesto al que formó a la media argentina. Su mainstream ideológico, sistémico y axiológico responde a valores que no son, ni de cerca, los que conforman la personalidad nacional media. Es, desde ese punto de vista, un bicho raro.
Tan intelectual como muchos de los periodistas a los que se enfrenta, las fuentes que nutrieron a ambos son muy diferentes. Mientras los periodistas tienen una influencia fuerte del romanticismo clásico y del idealismo utópico, el presidente está en las antípodas de esas sensibilidades. Tiene otras sensibilidades, diferentes a las de los periodistas. El presidente, por ejemplo, no utiliza la sensibilidad como factor de usufructo popular y como, en el fondo, siente una profunda aversión por todo lo que tenga un perfume a demagogia, arremete sin freno alguno contra todo aquel que, según él, ejerza esa demagogia.
Frente al desastre heredado del kirchnerismo era lógico que cualquier medida que tendiera a torcer el rumbo de colisión que llevaba el país repercutiera seriamente en el status quo que la Argentina arrastra, como mínimo, desde los últimos 20 años.
Ponerse del lado de la crítica frente a las consecuencias de la aplicación de esas medidas es, no solo lo más fácil y cómodo, sino la postura que mejor se acomoda a la “pose” progresista y cool que a muchos periodistas les encanta personificar.
Emitidas las críticas, el presidente sin contrapeso alguno sale a responder como un león enjaulado.
Milei nunca va a ganar esa batalla. Debería dedicar el día entero a lanzar misiles de “X” solo para cubrir una parte de todo lo que le dicen. Y aun así los misiles que recibiría superarían con creces los que pudiera lanzar él.
Jorge Lanata, por ejemplo, está convocando a la constitución de una especie de “frente” de periodistas para “parar a Milei”. Periodistas que están enfrentados a Lanata lo han llamado, sin embargo, para entrevistarlo y para hacerle reportajes dando su conformidad integrar esa avanzada contra el presidente, desde Rial hasta Longobardi.
Lanata es como el epítome de ese estereotipo que traté de describir al principio: un intelectual respetado, que trata de aparecer como ecuánime, que denunció como nadie el choreo kirchnerista, que está muy consolidado económicamente (porque logró ese éxito económico merecidamente entregando productos que fueron demandados por la sociedad) pero que no es “neutral” ideológicamente porque, dejando de lado los desvaríos del robo de la banda patagónica, comparte la idea de una sociedad “sensible y solidaria” cuya “justicia” debe ser arbitrada por el Estado (obviamente por un Estado integrado por personas honestas que no roben)
Este “modelo” es defendido por muchos periodistas desde su progresismo intelectual, sin contar con el hecho de que la postura tiene el beneficio adicional de que “cae bien” y es, en el fondo, hasta idealmente indiscutible.
El problema es que esa racionalización de un Estado austero que administre los extremos de la “justicia social” ha fracasado rotundamente en la Argentina porque esa corriente intelectual fue aprovechada por un conjunto de pistoleros que se afanaron todo.
Milei es el efecto de ese fracaso. El hoy presidente describió con lujo de detalles (por lo menos en los cuatro años anteriores a su elección) cómo ese cuento de la “sensibilidad social” era, justamente, eso: un cuento. Un cuento que le sirvió a muchos inescrupulosos para robar con la aquiescencia de las víctimas.
La intelectualidad argentina, en mucha medida integrada también por periodistas, cree que estamos frente a un problema de personas. El presidente cree que estamos frente a un problema de sistema. Para los primeros el problema no es el Estado, sino los ladrones que lo ocuparon (algunos ni siquiera admiten que haya habido ladrones). Para el presidente el problema es el Estado. Los primeros creen que todo se desmadró porque el kirchnerismo se convirtió en una maquina delincuencial. El presidente cree que el Estado es un delincuente.
Cuando Milei escucha críticas apoyadas en los razonamientos que en general sostiene la intelectualidad (incluidos los periodistas) inmediatamente los conecta con cantos de sirena de los que provocaron el desastre. Y se brota. Sobreactúa. Lanza epítetos a diestra y siniestra sin detenerse ante nada. Es un error. Un error táctico grave.
El presidente debería separar la paja del trigo y distinguir a los que hicieron mucho para abrir los ojos de las víctimas de lo que, por el otro lado, él se encargó de demostrar era una exasperante mentira.
Y los periodistas también deberían separar la paja del trigo y comprender que seguir personificando esa pose “cool” y políticamente correcta sin contar todo el contexto, no contribuye a otra cosa más que a seguir con las costumbres demagógicas que han aniquilado a la Argentina.
Está claro que ni Lanata, ni Longobardi, ni Morales Solá, ni Fernández Díaz son “zurditos” que quieren mantener la dependencia estatal de los argentinos. Y está claro que el contrapeso que el presidente debe ejercer para hacer replegar al estatismo enquistado en la mente nacional puede, a veces, tener las formas de la exageración.
Pero el tiempo que duró la mentira hace que, quien se propone desenmascararla y revertirla, deba muchas veces sobreactuar sus posturas para que ni la más mínima filtración del pasado contamine la posibilidad del cambio.
Si tanto el presidente como los periodistas -que con la revelación de sus investigaciones también contribuyeron a la caída kirchnerista- pudieran detener un minuto su máquina y aceptar que tanto unos como otros comparten más acuerdos que desacuerdos, estoy seguro que este clima de crispación (en el que, repito, el presidente particularmente, no tiene nada para ganar) se va a disipar y todos, finalmente, podremos concentrarnos en seguir poniendo en el centro de las acusaciones, no a quienes de una u otra manera quieren contribuir para arreglar este desastre, sino a los verdaderos responsables de haberlo provocado.