La impactante movilización popular en defensa de la universidad pública marca el primer límite claro a la pretensión del gobierno de Javier Milei de aplicar la motosierra en cualquier área estatal que pueda ser recortable. Pocas cosas en la Argentina concitan tanta adhesión como la educación pública, libre, gratuita, accesible y de calidad. Es un valor indiscutible, aunque esté lejos, como las Islas Malvinas. No hay familia que no comprenda la importancia de estudiar, a pesar del deterioro de escuelas y facultades en las últimas décadas. Entienden que el acceso a la universidad hace la diferencia. Con estudio hay más y mejores oportunidades laborales. Muchos de los actuales profesionales que trabajan en el país o se lucen en el exterior son primera o segunda generación de universitarios. De la Universidad pública surgieron los cinco permios Nobel que exhibe Argentina con orgullo. Milei no sólo no cree en estos valores, los desprecia. Degradó el Ministerio de Educación a Secretaría y no pierde oportunidad para enrostrarle al sistema educativo estatal desde supuesto adoctrinamiento a “curros” diversos e indeterminados. Comenzó su gestión exigiendo que las casas de altos estudios se manejaran con el presupuesto del año pasado. Una acción imposible con 280 por ciento de inflación anual. El castigo evidente explica, en parte, la reacción masiva que colmó la Plaza de Mayo con réplicas en todo el país.
Los prejuicios ideológicos están en el origen de la asfixia económica decidida por el gobierno. Por esa razón hubo una intensa predica de supuesto adoctrinamiento en las aulas, un mecanismo que ya utilizó con sus exitosos ataques a “la casta”. Una idea difícil de sostener si se tiene en cuenta que, según indican algunas encuestas, la mitad de los estudiantes universitarios acompañó con su voto el triunfo de La Libertad Avanza.
En la previa, el gobierno intentó minimizar el efecto de la protesta. La asoció a la oposición política y anticipó posibles incidentes, pero sus fantasmas no se corporizaron. La convocatoria fue heterogénea, transversal, amplia y pacífica. Milei logró el milagro de que se cruzaran kirchneristas con libertarios, radicales con la izquierda, Gil Lavedra con Kicillof, científicos prestigiosos con sindicalistas impresentables, independientes con militantes, profesores con sus alumnos, padres e hijos.
Sólo los oradores le dieron un respiro al Presidente. Algunos dirigentes permanecen en el siglo pasado abrazados a sus consignas. Algo parecido ocurrió en el último paro de la CGT. El acto mereció un remate más osado e innovador: con la voz de rectores y estudiantes hubiese alcanzado para que el reclamo se siga expandiendo. La imagen de Milei se sostiene también gracias a sus oponentes.
Por la noche, el Presidente subió a su cuenta de Instagram la imagen de un león bebiendo de una taza con la leyenda: “lágrimas de zurdos”. Redactó además una frase: “Día glorioso para el principio de revelación. Quien quiera oír (ver) que oiga (vea). Viva la libertad carajo”. Se pareció al zarpazo de impotencia que dan las fieras dentro de la jaula. Una provocación, su señal de identidad (como panelista, como candidato y como Presidente), para contentar a sus seguidores más fanatizados.
Si el Presidente no escucha un reclamo tan legítimo y potente es porque no quiere. Gobernar con las ventanas cerradas implica el riesgo de no saber lo que pasa y dice la calle. Varios de sus antecesores ya lo hicieron y les salió muy mal.