“Lo que pasa es que aquí habría que sacar una ley que…”, miles de charlas de café han incluido esa frase alguna vez. La idea de que el estado ideal de una sociedad no solo es alcanzable sino reducible a la simple tarea de encontrar un buen texto que resuma las perfecciones que se pretenden en cualquier área de la vida para que esa perfección se alcance una vez que el texto haya logrado el estatus de “ley”, trasunta una convicción que los argentinos deberían desterrar de su corteza cerebral.
Esa convicción tiene que ver con el hecho de que la gente efectivamente cree que porque tal o cual cuestión haya recibido sanción legislativa se la puede considerar ya una realidad.
La prueba empírica demuestra todo lo contrario. Tomemos sin ir más lejos los llamados “derechos sociales” incluidos en el artículo 14 nuevo de la Constitución reformada en 1957. Nunca esos derechos han estado menos vigentes en la realidad del nivel de vida argentino que desde que están escritos allí. Parecería que algún designio del Universo le quiso hacer una enorme broma al país sugiriéndole a aquellas generaciones que decretaran constitucionalmente la vigencia de la igual remuneración por igual tarea, de las vacaciones, de la vivienda digna y de otras tantas “idealidades” que cuando uno las contrasta hoy con la mishiadura nacional arriba a una conclusión que, de no ser trágica, sería cómica.
Sin embargo, la terquedad nacional hizo que, a pesar de los miles de ejemplos que en el mismo sentido se fueron sucediendo, una marea legislativa “concedente de derechos” invadiera el orden jurídico nacional produciendo un fárrago contradictorio, caro, ineficiente y, sobre todo, incumplible.
La mismísima concepción kirchnerista de la vida (si quisiéramos darle una interpretación intelectual lícita a lo que en realidad es una ameba delictiva) consiste, justamente, en la estrategia de vender electoralmente la idea de que los funcionarios que encarnan el Estado pueden disponer graciosamente el comienzo de la vigencia de “derechos” para distintos sectores sociales cuya materialización pone, como obligación, en cabeza de otros que, supuestamente, tienen el deber de transformar en realidad. Si no lo hacen son cipayos enemigos del pueblo, insensibles sociales que bombardean la solidaridad.
Lo que una gran parte de la sociedad descubrió (aunque bastante tiempo le llevó) es que detrás de la “invención de un derecho” lo que hay es la creación de una estructura de seguimiento, control y verificación en la que se ocultan los embriones de la corrupción. Seguramente, para materializar el goce de los “nuevos derechos” habrá que licitar algún servicio detrás del cual aparecerá una empresa fantasma conectada casualmente con los funcionarios, o ubicuos “amigos” que se acercarán para proveer sus servicios… En fin, una larga catarata de curros justificados por los “nuevos derechos del pueblo”.
Se trata de una “win-win situation” (o, en la versión fonética de Cristina Fernández, una “wine-wine situation”) en donde los funcionarios del Estado siempre salen parados: son los dioses que “conceden” los derechos y los que defienden al pueblo señalando como hijos de puta a aquellos en cuyas cabezas teóricamente pusieron la obligación de que los derechos cobren vida: si no lo hacen la mal nacida es esa gente.
Gran parte de la explicación a por qué Javier Milei ganó las elecciones es la que argumenta que una enorme porción social advirtió, por fin, la diferencia entre lo escrito en las leyes y la realidad argentina, concluyendo por primera vez en que lo equivocado no es la realidad sino las leyes.
Por eso, contrariamente, a la frase de los bares (“lo que pasa es que aquí habría que sacar una ley…”) lo que la Argentina necesita es una enorme tarea de limpieza legislativa que simplemente vuelva al principio constitucional de que lo que no está expresamente prohibido está permitido y no al revés, y de que los derechos son los consagrados en el artículo 14 de la Constitución (que las personas tienen y de los que gozan por el simple hecho de nacer y no porque nadie se los otorgue: ni la Ley Fundamental lo hace, ella se limita a reconocer el hecho de que la realidad del Derecho Natural es así).
Liberada de esta opresión irreal que inventa paraísos cuya materialización depende de que “alguien” cumpla con una obligación carísima y contranatura, la sociedad podrá dedicarse a producir eficientemente lo que es demandado, generando una operación económica simple y fluida que, paradójicamente, comience a producir un nivel de vida en donde las bondades materiales consagradas como “derechos” por la concepción peronista de la vida, lleguen porque la productividad del país las hacer posibles naturalmente sin poner en cabeza de nadie en especial la obligación de proveerlas a costo propio.
De eso se deducirán otros beneficios. En primer lugar, toda la estructura corrupta creada ad hoc para sacar provecho de la mentira demagógica que se vendió, podrá ser desmantelada. En este punto también deben buscarse las explicaciones a las terribles resistencias que el cambio propuesto por el gobierno de LLA genera: eliminada la idea de que el Estado “concede derechos” cae, consecuentemente, toda la burocracia armada para sostener el embuste.
En segundo lugar, se elimina un nocivo elemento de desunión y división social entre los “acreedores de derechos” -que esperan que “alguien” se los cumpla- y los “deudores de derechos”, que son señalados por los populistas como los antipatria, acaparadores, que “están en contra del pueblo”, siendo ésta también una rastrera estrategia electoral que alienta la lucha de clases y el rencor de unos contra otros.
Por lo que se conoce, gran parte del trabajo del ministerio que ahora encabeza Federico Sturzenegger está dirigido a ese objetivo: desmalezar el fárrago legislativo argentino para terminar con la mentira perokirchnerista de la “ampliación de derechos”. Detrás de cada “ampliación de derechos” hay, hubo y siempre habrá un curro. Un curro que contó hasta ahora con la doble ventaja de vender un mundo feliz que pagan otros a los que, de paso, se insulta electoralmente cuando el mundo feliz no se materializa.
Es hora de terminar con tanta demagogia y con tanta letra legislativa escrita al pedo. Pero mucho más importante es terminar con la idea que aún cree que las cosas pueden convertirse en realidad porque un grupo de impresentables decide bajarlas a un papel al que pomposamente llaman “ley”.
Hace pocos días, cuando Sturzenegger juró, un político peronista dijo “la política no lo quiere”. Primero, no me extraña, si es que va a hacer lo que dijo que venía a hacer. Y segundo, que la “politica no lo quiera” es un buen síntoma… Un gran síntoma.