Vayamos al grano: no se entiende como el primer gobierno liberal-libertario del mundo acumula días y días de mandato conviviendo, ya no con un instrumento económico, sino con una palabra que, si fuera por su ideario, debería hacerlo vomitar noche y día. Me refiero al cepo.
¿Cómo es posible que ese engendro esté aún vigente en un gobierno presidido nada menos que por Javier Milei, el más radical de los liberales?
“Lo que ocurre es que con esta brecha, si sacamos el cepo el dólar no para hasta los $2000 y vamos directo a la hiperinflación”.
OK. Tomemos el punto de que los dólares oficial y libre deben estar muy cerca para producir el empalme. El 20 de diciembre la brecha entre el dólar oficial y el blue era del 10%. El tren había parado en la estación, solo había que tomarlo. No se entiende porqué no lo hicieron.
El cepo supone una distorsión cuya profundidad aparece explicada por el propio término que se utiliza para describirla: “cepo”, la condición probablemente más contranatural de la existencia.
Solo en una mente kirchnerista (o en una podrida por el kirchnerismo, que es la condición en la que vive la mente argentina desde hace 20 años) podría concebirse semejante anomalía.
Las distorsiones que ese engendro produce son de tal magnitud que sería muy razonable plantearse el escenario de que cualquier consecuencia aparentemente “negativa” que pudiera traer su levantamiento es menos costosa que los daños que ocasiona su permanencia.
Por empezar, si la economía no levanta, las propias posibilidades políticas del presidente y de la idea que él representa, comenzarán a declinar.
La paciente banca de la gente está basada en la creencia de que esto va a funcionar y de que un día, no solo el horizonte, sino la “diaria” va a mejorar.
Para que ello ocurra es preciso que dinero fresco (abundante dinero fresco) ingrese al país bajo la forma de inversiones nuevas. Hay solo dos condiciones que exigen los que estarían en posición de hacer esas movidas: que las reglas de juego no cambien y que así como trajeron las inversiones hoy, se las puedan llevar mañana.
Esto, simplemente, no va a ocurrir con cepo. Y sin ese dinero fresco la economía terminará de marchitarse y con ella se marchitará la suerte política del presidente y el horizonte filosófico de la libertad en la Argentina.
Javier Milei no ignora esto. Por eso decidió cerrar la remanente emisión de pesos que se generaba para comprar divisas y vender los dólares que haga falta para achicar la brecha.
El problema es que ese camino, a mi modo de ver, reproduce parte de la estrategia gradual que fracasó en el pasado y que fue no solo dura sino justamente castigada por el presidente cuando era candidato.
El mercado puede sospechar que poner en riesgo las reservas también pone en riesgo las posibilidades de repago de la deuda con lo que el riesgo país puede subir con las consecuencias muy negativas que eso conlleva.
Entonces, si uno va sumando los “pequeños” sufrimientos que genera el mantenimiento del cepo por los múltiples retorcimientos antinaturales que hay que hacer para sostenerlo, no tarda en llegar a la pregunta de por qué no se lo saca de una y listo. Y más sabiendo que en los mandos está un tipo que no le teme a la audacia.
El cepo es un cuerpo extraño en una economía que pretende ser más libre. Solo compatible con sistemas de dictadura económica (y no solo económica) en los que la vida de todos se decide a sablazos, el cepo es el epítome del yugo, de la servidumbre y, en definitiva, de la existencia de una nomenklatura (o casta) que cree que puede ponerle el precio que quiere a las cosas.
Mi papá solía repetir un mantra cavernícola cuando de decisiones se trataba. Cuando yo le preguntaba cómo se hacían las cosas, con su sabia simpleza me decía “haciéndolas, hijo”.
Hay veces que no hay mayores explicaciones para decidir algo: simplemente se decide y se hace.
Con el cepo, hoy en día, me parece que habría que tener ese tipo de comportamiento primario, instintivo y casi animal que consiste en sacarse de encima, a como de lugar, lo que te está molestando.
“¿Y cómo se hace eso, pá? Haciéndolo, hijo… Haciéndolo…”