A esta altura de mi exposición, en este otro artículo sobre el tema teológico, los lectores podrán pensar que sobran las palabras, sin embargo hay más. Las pruebas de las ciencias naturales ya han sido dadas, sólo resta hacer un sucinto repaso con el fin de clarificar mejor algunos aspectos que invalidan toda suerte de concepción de una divinidad creadora y gobernadora del universo.
Quién haya leído mis libros y artículos, habrá advertido desde un principio que mi sustancia o esencia del universo que tanto menciono en ellos, ocupa en el Todo propiamente el papel que se le podría asignar a una sustancia divina, ya sea esta última separada de la materia-energía (Dios-mundo) o identificada con ella (panteísmo).
En el primer caso tenemos dos sustancias: una divina trascendente, otra mundana. En el segundo caso se trata de un dios inmanente. Ambas formas han sido negadas en mis escritos porque hablo de una única esencia del universo que nunca podría ser alguna especie de dios –quizás identificado con la naturaleza o algo así, como lo quiere el panteísmo (dios-mundo; dios inmanente)- puesto que, según mi óptica, la naturaleza es un algo incoherente, sin identidad, irracional, sordo y ciego, inconsciente, inestable, mudable, que sólo a veces, muy pocas veces, suscita de sí mismo algo significativo para sí mismo por puro automatismo como lo es el fenómeno de la conciencia humana (y muy probablemente -según la etología- también la de los animales superiores como el mono).
Esta esencia es, en su mayor parte caótica, creadora quizás por única vez en circunstancias perecederas, de leyes o condiciones transitorias y cambiantes, y de ciclos provisionales, pequeñas chispas en la eternidad prontas a extinguirse para nunca jamás retornar.
En cuanto a lo que a las pruebas astronómicas concierne, es notorio que el cuadro de desorden que presenta aquello que denomino en mis libros como Anticosmos (antiorden), es harto evidente y elocuente. Potentes quasares, lentes gravitacionales, estallidos de galaxias enteras, colisiones y “canibalismo” galáctico (cuando una galaxia grande, prácticamente engulle a una galaxia de menor tamaño), poderosísimos y casi inconcebibles agujeros negros del espacio que atrapan y tragan estrellas para hacerlas prácticamente desaparecer, etc., todo esto nos habla muy poco y nada de un cosmos-orden como se aceptaba antaño con una visión miope, que requería forzosamente de un creador: “Si hay un orden, debe existir un ordenador”, se decía. Además, el universo (según mi óptica un Macrouniverso) que contiene varios universos de galaxias que denomino microuniversos, jamás tuvo necesidad de ser creado de la nada; y su marcha, ya sean los big bangs (con su etapa previa de “universo inflacionario” o sin ella), los microuniversos pulsátiles o múltiples universos galácticos abiertos –según las diversas teorías- no necesitan de ningún gobernador, ya que todo marcha a la deriva por sí mismo y eternamente así.
Hay cosas que nuestra mente no puede entender o aceptar, y es lógico que así sea desde que fuimos formados por las ciegas manifestaciones de la esencia del universo y somos limitados en nuestro alcance intelectual, pero esto último no tiene por qué dar pábulo a irracionales fantasías teológicas algunas.
La esencia del universo ocupa, en todo caso, el lugar de un dios frío, inconsciente, inconexo, y se podría comparar con el dios de los teólogos tan sólo en su aspecto de increada, no en cuanto a accionar consciente e intencional alguno.
Con respecto a la prueba geológica contra la existencia de un dios, sabemos que nuestro planeta se halla totalmente desprotegido en el inmenso espacio que nos rodea, a merced de todo evento catastrófico (meteoritos, cometas, actividad solar en exceso, etc.) que lo puede destruir y aniquilarnos. También hay que tener en cuenta su burda formación accidental, sus movimientos no exactos en el espacio, su continua transformación y degradación, y un destino final poco feliz desde el punto de vista astronómico.
Ahora viene galopando hacia nosotros un interrogante metafísico y antiteológico que reza así: si el hombre, supuesta criatura de un dios perfecto, es capaz de idear, de planificar y construir un mundo mejor, mil veces mejor, que la Tierra para ser habitado, cosa ya concebida por muchos, ¿cómo queda entonces el presunto creador de todo?
Como un dios chapucero, por supuesto, ya que, “su propia criatura inferior” es capaz de superarlo en eficiencia.
Este que habitamos, no es ni de lejos el mejor de los mundos posibles, como dijo cierto filósofo, pues el hombre (“criatura de dios”, según los creyentes) es capaz de concebirlo mucho más perfecto y... en un futuro, aun lejano, si se dan las circunstancias, sin duda será posible la construcción de un planeta más perfecto, muy superior a la Tierra a partir del material cósmico como nuestra Luna y los asteroides, por ejemplo. Sin descartar el acondicionamiento de nuestra propia Tierra u otros planetas como Venus y Marte para transformarlos en verdaderos paraísos para la vida.
En cuanto a las pruebas biológicas de la no existencia de dios alguno, ya conocemos el mecanismo del origen de la vida, las mutaciones aleatorias, los errores de la naturaleza, la “carnicería” a nivel planetario (animales que se devoran unos a los otros), el imperfecto equilibrio ecológico, la ciega y cruel lucha por la supervivencia y las amenazas catastróficas permanentes sobre todos los seres vivientes si excepción “gracias” a un sólo meteorito de gran masa “al que se le ocurra alguna vez colisionar con nuestro globo terráqueo”.
Si este que habitamos no es el peor de los mundos posibles, creo que poco le falta para serlo.
El filósofo del pesimismo, Schopenhauer, refiriéndose al optimismo de Leibniz, ya lo dijo acertadamente con estas palabras: “... y a este mundo, teatro de dolor de los seres atormentados y angustiados, que subsisten a condición de devorarse los unos a los otros... a este mundo se le ha querido adaptar un sistema de optimismo y presentar como el mejor de los mundos posibles. El absurdo clama a gritos”. (El mundo como voluntad y representación. 1.c. II, capítulo 46).
Aquí vuelve sobre el tapete como una burla o ironía, aquello que dijo el teólogo Tomás de Aquino, allá lejos en el tiempo, en plena Edad Media: “Dios es feliz”. Si lo es, lo será frente a sí mismo ignorado el mundo, pero nunca lo podrá ser frente al mundo creado por él.
Finalmente, con respecto al hombre (en las pruebas antropológicas de la existencia de Dios), sólo resta recordar su situación en el mundo: su oscuro origen a partir del unicelular, su brutal evolución a lo largo de sus sucesivos estadios de pez, anfibio, reptil, mamífero primitivo... frente a permanentes enemigos; su lucha sin cuartel contra toda clase de microorganismos patógenos; su índole belicosa, territorialista, egoísta y agresiva desde su tierna infancia (cosa que no condice con una supuesta “creación a imagen y semejanza” por parte de una divinidad excelsa). ¿Obra del diablo, esta última? ¡Al diablo con el diablo, que es solo un invento de nuestra fantasía!
¿Todo esto atemperado por razones de supervivencia por lo sublime: el amor, la moralidad, la solidaridad, el altruismo, la bondad, etc.? ¡Dejémonos de tonterías infantiles!
Todo esto que atañe al hombre, a una forma imperfecta, defectuosa tanto en su constitución física como psíquica (¿fruto podrido de una estúpida caída en el Paraíso Terrenal bíblico? ¡Dejémonos de tontas fantasías otra vez!), nos habla de un ser a la deriva, desamparado, “tirado ahí” en la existencia, “yecto en el mundo” como pensó el filósofo Sartre; a merced de todo.
Realmente es así, porque las conductas se le imponen por el ambiente social y las tragedias le sobrevienen fatalmente. Por más que pretenda asirse a ilusorias tablas de salvación refugiado en el animismo, la cruel y procelosa realidad, a la larga, le juega malas pasadas hasta la faz terminal, sin salvación.
Aquí, ante este cuadro, que sólo los dolientes del mundo pueden entender en su esencia y significado más íntimo ¡y terrorífico!, no hay cabida para dios alguno Es el hombre con su conocimiento adquirido y su relativa capacidad psíquica quien ha aliviado al hombre de sus penurias, pero aún... ¡aún falta mucho! ¡Manos a la obra!
Ladislao Vadas