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Las mutaciones genéticas

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¿HERRAMIENTAS DE UN DIOS PARA PLASMAR SU OBRA CREATIVA?
¿HERRAMIENTAS DE UN DIOS PARA PLASMAR SU OBRA CREATIVA?

   ¿Cuál es el mecanismo de las mutaciones genéticas? Sabemos a través de innúmeras experiencias que los cambios del plan genético obedecen a puros accidentes. Aquí el azar juega un papel preponderante.

 

     Nada es estable en el universo, y las frágiles estructuras cromosómicas del núcleo celular  donde se halla encerrado el plan genético hereditario de cada forma viviente, están tan expuestas a los accidentes como cualquier astro en el espacio, incluido nuestro planeta Tierra.

     Allí, en las estructuras helicoidales en escalerilla del ADN (que significa ácido desoxirribonucleico), es donde puede incidir una partícula provista de gran energía para cambiar de posición las piezas del código. Esto es comparable a un taco de billar que al golpear una bola cambia la configuración con las demás. Es como un tablero de ajedrez donde el desplazamiento arbitrario de una pieza cambia todo el plan del juego, y esto es puro azar, y nadie puede concebir a un dios todopoderoso quien agitando una varita puede producir ipso facto, de la nada, toda la creación recurriendo al azar, tanteando aquí y allá, para lograr un fin: un camello, un cocodrilo, una paloma, un manzano o un ser humano.

     Esta es precisamente la forma como “crean” evolución las mutaciones genéticas.
     Son tanteos tan ciegos, al azar, que casi el ciento por ciento de ellos va hacia el fracaso.
     ¿Qué significa esto? Que cualquier pieza del código genético que se desarticula, que es colisionada y cambiada de sitio por la incidencia de una radiación, un rayo cósmico por ejemplo, lejos de producir una ventaja, acarrea un daño para la descendencia del individuo afectado. Cuando las mutaciones perjudiciales que afectan a una línea genética de cualquier planta o animal se acumulan lo suficiente, la descendencia se extingue porque no encaja en el medio ecológico. No puede continuar adelante porque queda inadaptada. Esto viene ocurriendo desde que se instaló la vida sobre el planeta, y los tanteos ciegos al azar prosiguen en nuestros días. La paleontología nos corrobora este aserto, pues los restos fósiles de formas vivientes extinguidas y sus intermedios –muchos de los cuales aún no han sido hallados- nos indican cifras astronómicas. Esto no significa de ningún modo que faltan eslabones, pues tenemos colecciones de filumes completos que nos indican la gradual evolución que ha experimentado determinada rama filogenética, y los incompletos no constituyen una excepción a la regla, sino que falta encontrar las piezas del rompecabezas cuya búsqueda y hallazgos son constantes.
     De modo que debemos concluir en que la flora y fauna actuales son residuales. Lo que hoy vemos en la naturaleza como “creación” es sólo el resto que ha quedado de un inconmensurable despliegue de formas de las más variadas que se ha extinguido en un porcentaje rayano en el 99,99%.
     Lo poco que ha quedado hasta hoy es lo que llamamos creación y que los antiguos, que nada sabían de restos fósiles, tomaban por lo único creado concerniente a  plantas y animales.
     Es totalmente lógico que un cambio azaroso apunte hacia un error. Luego, de error en error con un ínfimo porcentaje de aciertos se fue plasmando la evolución añadido a todo ello el factor tiempo. Ese ínfimo porcentaje de aciertos somos nosotros y todos los animales y plantas que nos rodean en la actualidad. ¡Pero hay que pensar en lo que significan 3000 o 4000 millones de años de lenta transformación biológica! ¿Cómo no se iban a obtener los resultados hoy a la vista? ¿Cómo no nos íbamos a asombrar de las relaciones ecológicas de los seres vivientes al desconocer el verdadero mecanismo cruel de las extinciones continuas de los inadaptados a un ambiente también siempre cambiante?
     ¿Resultados únicos posibles como metas escritas en alguna parte? ¡No, en absoluto! El proceso de cambio azaroso pudo haber seguido los más variados derroteros sin que aparecieran jamás los peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos, entre estos el   hombre, sino formas totalmente distanciadas de las conocidas como por ejemplo plantas-animales, es decir vegetales con movimiento animal, incluso ambulatorios (una especie de “tercer reino” biológico), masas vivientes amorfas y acelulares, es decir desprovistas de células, seres vaporosos o formados de conglomerados de hilos voladores poblando la atmósfera, y... todo lo que la imaginación pueda concebir. Además los procesos vivientes se acomodan azarosamente al ambiente de turno, pueden ser posibles por un tiempo. Por consiguiente el finalismo cede ante lo fáctico que es circunstancial.
     Luego, ¿dónde podemos ver las ideas platónicas cual metas a ser alcanzadas por los seres vivos? Ante este cuadro de posibilidades biológicas, ¿se hace necesario concebir aún formas finales como metas alcanzadas a lo largo del camino de la evolución de las especies vivientes?
     Es evidente que, dado el tortuoso, accidentado, en su mayor parte erróneo derrotero seguido por tanteos ciegos al azar, el resultado pudo haber sido muy distinto del actual.
     El elefante no tuvo por qué aparecer como meta o idea platónica, tampoco los dinosaurios del mesozoico como supuestos seres de transición hacia futuras metas. Y hablando de dinosaurios yo diría que en absoluto sirvieron como etapas evolutivas que condujeran hacia otras formas, y en ellos y su posterior extinción, así como en infinitas otras formas fósiles del pasado que nos muestra la ciencia paleontológica, vemos que no han servido como eslabones para arribar a la actual fauna, ya que una vez adquirido un descomunal tamaño y de haber correteado por la superficie terrestre durante la friolera de 160 millones de años (comparemos con el hombre que tal como es ahora data de unos 40.000 años) se extinguieron irremisiblemente. Y este episodio reptiliano nos está mostrando a las claras la ceguedad del proceso transmutativo viviente; que infinidad de veces ha derivado hacia callejones sin salida para extinguirse así líneas evolutivas enteras: gliptodontes, megaterios, mamuts, mastodontes, pterosaurios... son además de los dinosaurios, pruebas evidentes del tanteo ciego al azar de la naturaleza durante interminables miles de millones de años (el desarrollo de la vida desde su comienzo hasta la actualidad se calcula que demandó unos 3000 millones de años, y desde sus esbozos más primitivos unos 4000 millones), que ha conducido a la extinción a infinitas formas vivientes.
     ¿Es posible concebir ahora a un demiurgo, a un dios tanteador que dice durante su tarea creativa: “Esto no sirve. Esto otro tampoco porque me he equivocado...”, para luego de una cifra astronómica de pruebas fallidas exclamar triunfante: “¡Esto sí es bueno! ¡He logrado transformar un pez en anfibio!” (“Y vio Jehová que era bueno”, Génesis 1:25) para después continuar su monólogo acompañante de su tarea: “Esto no, aquello tampoco sirve, ¡pues me he equivocado una y otra vez entre incontables intentos!”. Esto otro tampoco, ¡nuevo error mío...!, para exclamar con alegría después de sus infinitos yerros: ¡“Ah, esto sí, enhorabuena, aquí acerté nuevamente, he transformado un anfibio en reptil!”.
     A continuación de este éxito parcial, pues aún faltaban dos etapas para arribar a la meta propuesta, nuestro paciente y perseverante dios hacendoso, después de inacabables nuevas pruebas con sus constantes fracasos, exclamará jubiloso: “¡He dado en la tecla! ¡Ahora pude formar un mamífero a partir de un reptil y aparte también aves que embellecerán el mundo!”; para finalmente, y luego de un nuevo tortuoso camino de pruebas truncas al azar, pregonar triunfalmente: “¡Por fin he logrado lo que tanto anhelaba! ¡He acertado y aquí está la prueba!: ¡Hice al hombre a partir de un primate!”. (“Nuevo Génesis a la luz de la ciencia”, así habría que titular, de existir un dios creador, este moderno relato de creación y sus vicisitudes azarosas).
     Aquí vemos claramente que la teología con pretensiones, para muchos, de coincidir con la ciencia, o ser una ciencia, es por el contrario una mera pseudociencia.
     ¿Acaso no es éste cuadro ilustrativo recién expuesto el que nos ofrece el mecanismo evolutivo de las especies vivientes descubierto gracias a la paleontología y la genética? ¿No se ajusta esta ilustración a la imagen de un dios que teclea al azar jugando a los acertijos?
     Teilhard de Chardin y otros, seguramente habrán quedado muy convencidos y satisfechos de haber concebido un brillante recuso para conciliar ciencia con religión: el de la creación gradual de las especies vivientes, como herramienta de su dios, pero no advirtieron que mediante esta original sutileza sólo borraban de un plumazo a su querido hacedor del mundo como ente sabio, omnipotente e... ¡infalible!
     Einstein, ante las interpretaciones que el famoso grupo de físicos cuánticos de Copenhague daba al movimiento indeterminado, azaroso, de las partículas subnucleares de las que todos, junto con el mundo, estamos hechos, manifestó cierta vez: “Dios no juega a los dados”. Sin embargo,  lo que nos enseña la biología cuando estudiamos la evolución basada en el mecanismo ciego de las mutaciones genéticas aleatorias, es como si el “creador”hubiese estado jugando a los dados...


La lucha ciega por la supervivencia

    Tenemos más para colocar en el, para muchos, odioso platillo de las antítesis de la teología, y ahora se trata de lo que comprobamos cuando observamos de cerca las relaciones entre fauna y flora, y de los animales entre sí y plantas entre sí.
     En contraste con lo creído en el pasado, ahora ante una observación minuciosa de las interrelaciones de los seres vivientes, caemos en la cuenta de que todas las armonías descubiertas mediante una visión superficial de las cosas, se nos transforman en un espejismo.
     Todas las maravillas que vemos, se explican del mismo modo que la presencia de la flora y fauna residuales  que hoy nos acompañan. Es lo que pudo quedar luego de un número astronómico de extinciones de formas inadaptadas. (¡Yerro de su dios, para los que creen en su infalibilidad!) La “ingeniosa” polinización de las plantas, el colorido de las flores, su aroma, todas las relaciones interespecíficas e intraespecíficas son mecanismos de formación y conductas que quedaron como residuos de un despliegue mayúsculo de pruebas al azar por tanteos. No es otra la explicación “de tanta maravilla” en la naturaleza. Somos lo poco, lo ínfimo que pudo quedar y continuar adelante, pero nos multiplicamos y ahora somos muchos.
     Si somos observadores atentos de la naturaleza, desposeídos de toda idea preconcebida acerca de cierta sabia disposición de las cosas, vamos a notar enseguida la lucha ciega por la supervivencia y por la perpetuación de las especies vivientes. Y esto lo advertimos no sólo entre los animales, sino también en las plantas entre sí.
     Comenzaremos con el mundo vegetal. Si observamos atentamente y nos ayudamos con un completo tratado de botánica, comprobaremos que entre las plantas también existe el asesino, el depredador, el oportunista, que mata sólo para sobrevivir ciegamente y en infinidad de casos sin finalidad alguna. Da lo mismo que existan o que se extingan. No es cierto que cada especie de ser viviente sea  clave para la marcha del conjunto de la vida a nivel planetario. Esto es un mito inventado ya sea por biólogos cortos de vista, o cegados por la fe en un dios que dispuso “sabiamente” las cosas, o por personas legas en la materia, enamoradas en la, en realidad, siniestra, solapada y traicionera naturaleza que, paradójicamente, tarde o temprano, a ellos también les juega una mala pasada y no precisamente por violar alguno de sus presuntos sabios principios.
     Vemos que existen plantas invasoras que prácticamente asfixian a otros vegetales indefensos. Los agricultores saben de sus luchas continuas para detener o exterminar las hierbas perniciosas que amenazan sus cultivos. En el bosque o la selva no es distinto. Allí sobrevive el que puede y por turno, pues hay predominio transitorio de unas especies sobre otras hasta tanto no se establezca otra especie más vigorosa o agresiva. La común gramilla, por ejemplo, es una gramínea invasora que crece con rapidez en la pampa húmeda de la Argentina, desde la primavera y durante todo el verano quitando humedad y nutrientes a un sinnúmero de hortalizas aniquilándolas “sin compasión”.
      Existen plantas asfixiantes y estranguladoras como las diversas clases de bejucos (lianas). La común hiedra que adorna los muros, es un vegetal asfixiante cuando crece en demasía sobre las copas de los árboles y hasta la útil vid con sus largos tallos puede ahogar y secar un árbol al quitarle la luz cual mortífero parasol.
     Infinidad de especies vegetales, una vez extinguidas, han cedido su lugar a otras especies nuevas aniquiladoras, durante incontables equilibrios biológicos que han existido por turno a lo largo de las eras geológicas. Y no es que cada equilibrio por turno haya sido necesario para la instalación de otros equilibrios sucesivos. Ni natural, ni metafísicamente.
     No han sido necesarios naturalmente porque las formas “modernas” pudieron haber aparecido igualmente, sin necesidad de las ramas laterales de la evolución que tomaron por callejones sin salida como los helechos gigantes del periodo carbonífero desaparecidos luego, y en el ámbito zoológico los dinosaurios que vivieron durante el larguísimo periodo de 160 millones de años para extinguirse sin jugar papel alguno en la biogenia en su tronco central.
     Metafísicamente tampoco han sido necesarios, porque también en este caso la necesidad hubiese condicionado al dios creador. Este se hubiese visto obligado por lo necesario. Si realmente existiera un dios omnipotente e infalible, capaz de crear directamente ex novo toda la flora y fauna actuales, entonces desde ya que las ramas faunísticas y florísticas equivocadas y truncadas no tendrían sentido. Mas, como es evidente que existieron, deducimos de ello que, ningún dios de esta especie, provisto de aquellos atributos operativos que le otorga la teología, puede existir.
     Si dirigimos ahora nuestra mirada hacia la fauna, verdaderamente sobran las palabras. ¿Quién no ha tenido la oportunidad de ver un filme documental donde se muestran escenas de persecución de la presa por parte de un depredador? Y esto en muchos casos con un final que oculta el desenlace fatal para el animal alcanzado que es despedazado y comido sin miramientos, para atemperar un poco el drama de los espectadores muy sensibles. En todo caso se retorna a la escena cuando, por casualidad, la presa logra evadirse de su perseguidor corriendo sana y salva por la pradera o entre la selva con el aplauso o alivio del público.
     Pero este último caso no nos muestra la realidad cotidiana. El drama del cazador y su presa devorada es un común denominador en la cruel naturaleza, pues los carnívoros y toda clase de depredadores tienen necesidad de alimento para sobrevivir. Ocurre en cada instante en billones de casos; en las aguas oceánicas, mares, lagos, lagunas, ríos, arroyos, charcas, pantanos, en el subsuelo, en el aire, en los árboles, entre las malezas, en el desierto, en las montañas, en la podredumbre, sobre nuestra piel, en el interior de nuestro organismo,  entre microorganismos, moluscos, artrópodos, peces, anfibios, reptiles, aves, mamíferos y ha ocurrido ya no con fines nutritivos, sino como “necesidad creencial”, también entre los hombres que cazaban a otros hombres para sacrificarlos en vano a imaginarios dioses y comérselos (canibalismo).
     Es sobre esta base que se halla asentada la biogenia planetaria, lejos del amor, la solidaridad, la armonía de una naturaleza inventada por nuestros antiguos románticos soñadores, que padecían de miopía ignara.
     El drama existió y existe tanto en el insecto atrapado en las redes tejidas por la araña que lo envuelve en su tela viscosa, para devorarlo; entre los juncos de una laguna donde la serpiente traga a una ranita de zarzal que emite desesperados quejidos de ayuda a la nada, como en el cervatillo jadeante, cansado, atrapado, desgarrado, despedazado y devorado por el felino, y como en la vida primitiva del hombre con su canibalismo.
     Si nos proveemos de un microscopio de cierta potencia, basta obtener una pequeña gota de agua de un pantano, para observar allí múltiples dramas protagonizados por “horripilantes” criaturas del fango que se persiguen, agreden, engullen, en una lucha tan ciega como inútil, sin finalidad alguna
     ¿Dije billones de dramas? No, me he quedado corto, deben ser trillones o cuatrillones los casos de depredación en el planeta si tomamos en cuenta a los microorganismos.
     Y el hombre moderno, ¿acaso se salva? ¿Acaso no mata para comer? ¿Qué animal se halla libre de su apetencia? Ni siquiera algunos insectos. Realmente son pocos los rechazados. Es escalofriante pensar en la cantidad de ganado porcino, ovino, caprino, bovino y otros mamíferos que son matados continuamente para alimentar “al rey de la creación”, matanza contra la que nada pueden hacer las diversas asociaciones protectoras de animales. No hablemos de las aves sacrificadas para el mismo fin, ni de los peces extraídos de todas las aguas del planeta. Millones de toneladas de carne de millones de víctimas sacrificadas pasan por la boca, esófago, estómago e intestinos de este “rey de la creación” omnívoro que requiere de las proteínas de origen animal. Así, una buena parte de la fauna se transforma como alimento en músculos, huesos, sangre, entrañas, cerebro... de este “rey”, para que pueda pensar y crear civilización (a veces barbarie).
     El interrogante metafísico surge de inmediato como por arte de magia ¿Se constituye este cuadro biológico basado en relaciones crueles entre los seres vivos, en una prueba amorosa e irrefutable de la existencia de un Hacedor omnisciente, justo, que dispuso sabiamente las cosas con amor por sus criaturas?
     Si solo existieran los vegetales insensibles, ¡bueno! ¡la cosa sería diferente! Pero... existiendo seres que no experimentan dolor, sufrimiento como las plantas, base alimentaria de todos los herbívoros cuyo organismo funciona tan eficientemente como el de los carnívoros, incluso con una notable longevidad como la del elefante, ¿para qué entonces el carnívoro? ¿No bastaría acaso con sólo los carroñeros para la limpieza de la faz del planeta, como ayuda de los necrófagos?
     Creo, y este argumento es fuerte; que si realmente existiera un dios creador piadoso, perfecto, como lo proponen los teólogos soñadores de todos los tiempos, entonces el depredador carnicero, perseguidor, asesino por necesidad, comedor de presas palpitantes, heridor que deja seres sufrientes, sangrantes, luego infectados, agusanados, inválidos, madres sin hijos, hijos sin padres, estaría de más en el mundo. Y lejos de una naturaleza donde todo se desarrolla “a la que te criaste” sólo para sobrevivir y luego extinguirse como ha ocurrido con infinitas ramas biológicas del pasado geológico, el mundo viviente sería muy distinto.
     La armonía florística y faunística podría ser una realidad; claro, pero siempre y cuando existiera también un dios bueno, sabio, justo, compasivo, puro amor por sus criaturas que basara el proceso viviente a nivel planetario en una flora nutriente de una fauna mansa, exclusivamente vegetariana, incluido en ésta el hombre que así, desprovisto del sanguinario instinto de cazador heredado de las necesidades de sus primitivos ancestros, dejaría en paz a todos los animales de la Tierra.
    ¿Será que somos miopes y no vemos en su verdadero valor el papel de los carniceros en el concierto ecológico?
     Si no existiera la regulación poblacional de las especies, ¿hasta dónde llegaría la reproducción? Si se acabara el alimento vegetal por exceso de animales exclusivamente herbívoros, estos se extinguirían todos. ¿No es entonces, el depredador carnicero, el regulador de las poblaciones de los animales herbívoros?
     También las epidemias, hambrunas por sequía o inundaciones, contribuyen a mantener a raya las poblaciones.
     ¿No es acaso ésta una sabia disposición de las cosas?
     ¡¿Sabia?! Hay que confesar que sólo es eficiente, sí, pero jamás sabia, y menos por provenir de un presunto ser no sólo omnisciente sino también omnipotente y compasivo (según se dice). Luego si todo lo puede, ¿cómo no iba a poder lograr una regulación poblacional equilibrada, incruenta, sin necesidad de matar o hacer sufrir a nadie?
     Hay más. ¿Acaso no existe ya algo parecido en la naturaleza? ¿Acaso no vemos que en algunas especies, el incremento excesivo de individuos inhibe el instinto sexual? En este caso es la vista la que juega un papel primordial en la regulación poblacional sin necesidad de depredación alguna. Si este recurso entre muchos otros también posibles, ingeniosos e incruentos, se hubiese extendido a todas las especies de animales inofensivos que pueblan la Tierra, incluido el hombre (también inofensivo él, de ser hechura de un “ser” suma perfección), ciertamente que tal método pacífico nos haría pensar seriamente en la existencia de un sabio, compasivo y amoroso organizador de la vida, uno de cuyos aciertos hubiera sido evitar todo drama cruel en las relaciones interfaunísticas cuando creó el mundo.
     Ahora detengámonos un momento para colocar un poquito de peso en el otro platillo de la balanza, en el que contiene la pila de argumentos favorables a la existencia de un dios.
     Empecemos con un interrogante. ¿No seremos todos tan miopes que no nos damos cuenta que aquello que nos hiere, que nos duele que nos mueve a compasión, que nos provoca lágrimas de desconsuelo, puede ser tan sólo nuestro punto de vista? ¿Puede que lo que tomamos como sufrimiento tan a la tremenda sea sólo un espejismo? ¿La divinidad queda así incólume, puede continuar existiendo y contemplando plácidamente el mundo a pesar de nuestras aprensiones y argumentos reprobatorios basados en la injusticia en el mundo que no sólo toca al ser humano, sino a toda la fauna sufriente actual y la que existió aun antes de la aparición del hombre.
     ¿Puede que para semejante dios, “cruel con nosotros”, no tenga la menor importancia la víctima desgarrada, la enfermedad incurable que dura, y dura, sumiendo al ser en terribles tomentos sin salvación, el sufrimiento y muerte de niños que aún desconocen qué es la vida, todos los errores y horrores en que caen los seres vivientes sin compasión por parte de alguien que esté encima de todo?
     ¿Puede que toda esa visión terrorífica del mundo sea tan sólo una versión de la realidad de acuerdo con nuestra constitución psíquica a partir de un plan genético encerrado en las células germinales de la especie humana?
    Tendríamos así a Dios por un lado con su naturaleza íntima, con su propio modo de ver y apreciar las cosas, y por el otro al hombre con su propia naturaleza tomando a la tremenda la muerte de un hijo, la enfermedad terminal de su madre, una sucesión de desgracias, la comprobación de que la fauna carnicera está de más en el planeta, etc.
     Una divinidad así es terrible para el hombre, pero, sin embargo, éste, como criatura sumisa, como el siervo ante su señor, como el subalterno ante su comandante, como el súbdito ante su rey, debe aceptarlo todo, absolutamente todo, aun las situaciones más angustiosas e injustas, o aparentemente injustas para un ser inferior, si provienen de su dios. “Si Dios lo quiere ¡que sea real!”.
     El bíblico Job, sería el prototipo del quejoso que debía haber aceptado desde un principio, sin quejarse, a pesar de todo, los designios de su señor en componendas con el diablo (véase Biblia, libro de Job).
     En el libro bíblico de Job, Dios habla como Dios y no como hombre, y no nos da la solución que esperábamos. Leyendo y tratando de apreciar el sentido de la obra, Job era un hombre “perfecto e integro, temeroso de Dios y apartado del mal”, que no obstante es herido por una serie de desgracias.
     ¿Será en definitiva todo esto: el mundo, la naturaleza humana, Dios, algo oculto a nuestra inteligencia? ¿Debemos decir entonces “adiós a la razón”, y aceptar el “credo quia absurdum est” (creo porque es absurdo) según el sentir de Tertuliano, célebre doctor de la Iglesia (160-240) y estar de acuerdo con la fe coincidente con el mismo principio de Kierkegaard, y también aprobar la doctrina irracional del protestantismo luterano? No, nuestra razón se rebela y por lo antedicho en este artículo rechaza toda injusticia de este mundo para las criaturas destinadas a vivir, sin habérselo pedido a nadie, muchas veces en el tormento de la sinrazón.
     Corolario: ningún dios bueno, ni malo, puede existir por lo antedicho.
     Ahora bien, ¿se puede vivir sin dios alguno? ¿Y el sentido de la vida? ¿Y los embates de la naturaleza que nos maltrata muchas veces? ¿Ahora sin ente protector alguno?
     ¡De ninguna manera! Nosotros debemos darle un sentido a la vida, buscar y dejar sólo las cosas positivas. Vivir en paz, unirnos todos los pueblos de la Tierra como hermanos en un Estado único. Si es posible, crear un nuevo idioma universal para entendernos todos los habitantes del Globo. ¡Basta de dañar a nuestra madre tierra, nuestro hogar! En solidaridad plena, organizar el planeta entero para vivir en un mundo mejor de la mano de la sana Ciencia y de una benefactora Tecnología...Recomponer el equilibrio biológico.
     ¿Es poco todo esto? ¡Manos a la obra!

 

Ladislao Vadas

 

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