Después de la grosera movida del kirchnerismo más duro contra el Grupo Clarín en la cancha de Boca durante el Superclásico, que puso al desnudo el pacto entre sectores afines al Gobierno y las barras bravas más poderosas y temidas de la Argentina, al menos tres ministros de esos que suelen ser generosos en el off the record con sus contactos periodísticos, seguían esta mañana guardados y blindados ante cualquier consulta sobre el episodio.

    Alguno de sus voceros se lamentaba por lo que es una verdad a gritos: “Lo peor de todo esto es que nos arruina todo el trabajo que venimos haciendo para darle combate a la violencia en el fútbol”, decía.

    Su mirada refleja las de otros: salvo en los talibanes, la grosera operación sorprendió e incomodó a los elencos oficiales, pero fue celebrada como una victoria mediática en el corazón mismo del poder.

    En verdad, la jugada del oficialismo en campaña trasciende lo deportivo. Y va más allá de la aspiración de instalar un debate sobre la Ley de Radiodifusión que impulsa el Gobierno, en particular sobre el sistema de televisación de los partidos. Apunta a lograr la subordinación lisa y llana, hacia adentro y hacia fuera.
    El mensaje es claro y lo conoció la sociedad a través de la pelea con el campo, un desgaste que marcó un antes y un después en el consenso sobre la gestión kirchnerista. El que piensa distinto, pierde. De allí, que las sospechosas banderas con reclamos coincidentes de las barras en el Superclásico, que tienen un precio de mercado, que trascendió en todos los medios y que no fue desmentido oficialmente al momento de escribir estas líneas, permiten relacionar el caso con el “efecto Montoya”, recaudador bonaerense que se animó a decirle “no” al propio Kirchner. La libertad de pensamiento y de opinión no se premian, se escarmientan. “Al disidente, ni justicia”, parece ser el nuevo apotegma del fundamentalismo K.
    En fuentes del área de Seguridad dicen que apenas se enteró de lo que pasaba el domingo en la Bombonera, el ministro Aníbal Fernández se comunicó con Pablo Paladino, su funcionario a cargo de la Subsecretaría de Seguridad de Espectáculos Futbolísticos, para preguntarle si tenía información sobre lo que estaba ocurriendo. Según la fuente, “los dos estaban en bolas”. Si es cierta, la anécdota pone en claro que hay mecanismos y operatorias de los violentos que resisten, y enfrentan, todo monitoreo y control oficial. Y hablaría de un fracaso en la política antiviolencia. A propósito del tema, y a falta de respuestas, quedan en pie unas pocas preguntas sueltas: ¿Cómo hará ahora la Subsef para seguir adelante con su política de transparencia orientada a erradicar a los violentos de los estadios? ¿Luego de ver el domingo a barrabravas de Boca transformados en punteros políticos repartiendo volantes en la Bombonera, resultarán creíbles propuestas como el padrón obligatorio de hinchas o los operativos ya en marcha para el derecho de admisión en los estadios? ¿Cómo se explica la aparición del jefe barrabrava de Boca, Mauro Martín, el mismo domingo ante las cámaras, “en vivo y en directo”, mientras escuchaba el partido por radio, diciendo que él cumplía con la Ley que a través del derecho de admisión lo había vetado como espectador del Superclásico? ¿Fallaron los controles o los barrabravas tuvieron vía libre para llevar adelante la movida?
    Finalmente, una sugerencia a todas las áreas del Gobierno sospechadas en estas horas: ¿No sería una buena señal que salieran a decir públicamente que sus áreas no aportaron los dineros públicos que sostuvieron la operación? Acaso el “efecto Montoya” se los impida. Acaso el Gobierno haya elegido renunciar a otras proclamadas banderas de su gestión para aferrarse a los trapos de los barrabravas.

Pablo Arias