El lenguaje político busca impresionar a una cierta audiencia y se ampara en la ambigüedad de las palabras para alcanzar su objetivo político. La interpretación que se difunde sobre un determinado término polémico permite mantener viva la tensión entre los grupos políticos y, en ocasiones, sirve para reforzar el antagonismo propio del espectáculo político. Una muestra palpable de esta práctica política habitual la ofrece actualmente la polémica desatada alrededor del uso de reservas del Banco Central.
Para los adherentes incondicionales del oficialismo, todos quienes cuestionan el procedimiento utilizado por el Gobierno para resolver el problema fiscal, son considerados duros partidarios del "ajuste". La expresión "ajuste" hace referencia a las medidas económicas de mayor rigor presupuestario que deben ser implementadas en algún momento cuando los gastos fiscales superan a los ingresos.
Los presupuestos del Estado, al igual que los presupuestos de las empresas y las familias, contemplan la posibilidad transitoria de un desequilibrio entre ingresos y gastos. Pero estos desequilibrios, financiados transitoriamente, en algún momento deben ser compensados y no existe ley de la economía que permita prorrogarlos indefinidamente.
Por consiguiente, si se enfrenta un desequilibrio presupuestario, en algún momento será necesario "ajustarlo". Si se está de acuerdo con esta afirmación, el paso siguiente debería llevar a reconocer que el dilema no es "ajustar" frente a un imposible y mágico desajuste perpetuo. El verdadero problema radica en quién ajusta y en definir el momento apropiado para llevarlo a cabo.
Los partidarios del actual gobierno, en el fondo, aspiran a que el impopular "ajuste" lo hagan otros. Su negativa a ajustar ahora es un simple subterfugio para trasladar el ajuste sobre la espalda del gobierno siguiente. Esta práctica de desplazar la resolución de los problemas para más adelante es típica de los gobiernos populistas. Justamente, en eso consiste la imputación de "populista" que se aplica a ciertas políticas.
Cuando se administran los recursos públicos de un modo irresponsable, atendiendo a las necesidades electorales del momento y se presta poca atención a las consecuencias que esas políticas tendrán en el largo plazo. Ejemplos históricos de financiación irresponsable han sido en la Argentina el "impuesto inflacionario" y los "festivales de bonos".
Por ese motivo, para evitar, en la medida de lo posible, alejar las finanzas públicas de los avatares del ciclo político, es que en todas las constituciones del mundo se confía la facultad de fijar los ingresos y gastos del presupuesto estatal al Congreso, quien dicta con ese fin la importante Ley Presupuestaria. Si el Gobierno advierte tardíamente -como en el caso actual- que tiene un agujero presupuestario considerable (de 55.000 millones, según la presidenta Cristina Fernández y de casi 90.000 millones, según el economista y diputado Claudio Lozano) lo que indica el sentido común es que la Ley vuelva a ser reconsiderada por el Poder Legislativo.
El Congreso es el único poder investido constitucionalmente para definir las partidas que deben ser ajustadas y aquellas que, por favorecer las inversiones productivas que generan empleo genuino, deben ser financiadas. Por lo tanto, defender la calidad del gasto público, a través de la intervención del poder legislativo, no convierte a las personas en reaccionarios recalcitrantes ni en furibundos partidarios "neoliberales" del ajuste, sino en simples ciudadanos respetuosos del orden constitucional.
Actualmente, en las democracias avanzadas, existe un cierto consenso acerca de cuestiones que han quedado alejadas de añejas polémicas de intenso sabor dogmático. El equilibrio presupuestario no es un dogma religioso que haya que defender frente al ataque de los infieles.
De acuerdo con las recomendaciones keynesianas, en momentos de recesión en que hay que favorecer el empleo, los gobiernos pueden tolerar, en forma transitoria, ciertos déficits que más adelante será necesario compensar. Obviamente, esta posibilidad no es ilimitada y obliga a guardar una cierta proporción para evitar que en el futuro se convierta en un problema inmanejable.
La atribución de mezquindad social a los partidos o grupos políticos que manifiestan una cierta preocupación por la calidad y proporción del gasto público, forma parte del arsenal de falacias argumentales a las que últimamente los ciudadanos están sometidos en la Argentina.
Es más fácil refugiarse en gastados argumentos "destituyentes" que abrir el debate franco y leal sobre los modos de generar un proceso de crecimiento sustentable en el tiempo, que reduzca la pobreza y mejore la distribución del ingreso, en términos reales y no meramente virtuales. La eficiencia social en la asignación de los recursos fiscales para obtener empleo genuino -un reclamo progresista- puede ser un objetivo contrapuesto al uso basado en el impacto electoral de dicho gasto, una práctica más bien propia de los gobiernos conservadores.
Aleardo F. Laría
DyN