Nunca podía entender porqué estaba ahí, por más que se devanara la sesera no lo conseguía. En las noches frías de guardia, en el turno más duro que era de las 2 a las 4 AM, recordaba ese miércoles 4 de abril de 1984 en el cual se presentó a las 8 AM en el entonces Distrito Militar Buenos Aires, ubicado en el Regimiento 1 de Patricios. Luego de entregar su DNI, se sentó a esperar. Y le llamó la atención que varios nombres en el listado, no se habían siquiera presentado. Descifró en las caras de preocupación de los oficiales que llevaban delante suyo la voz cantante, pues que varios convocados prefirieron hacerse los sotas era signo de algo.
Pronto lo sabría, apenas unas horas después.
El tiempo pasaba, y se llevó consigo la mañana. En los albores del mediodía, cuando la espera indicaba que lo incierto era peor que lo real, los mandaron abordar unos camiones Mercedes Benz 1114. A poco de marchar, contra sus pronósticos, en vez de encarar hacia la zona Oeste del conurbano, donde se asentaba la guarnición Campo de Mayo, lo hicieron directo por la avenida Libertador. Cuando se aproximaban al aeroparque Jorge Newbery, una rauda sombra le pasó por encima y eludió el control del PM que estaba apostado en la parte trasera del camión. Como una exhalación, el desertor saltó hacia la atestada avenida y emprendió una veloz carrera hacia quién sabe dónde. Su huida fue jalonada por un mar de bocinazos.
Al llegar al aeroparque, pudo parar a un sorprendido viajero al quien le pidió que llamara a sus viejos para advertirle que iría a un destino no pensado: el Sur. Finalmente, les habían dicho donde iba, el Grupo de Artillería 11 con destino en Comandante Luis Piedrabuena, Santa Cruz.
En viaje en un avión de Aerolíneas Argentinas resultó placentero, con almuerzo opíparo y azafatas incluidas. Al divisar desde el aire el aeropuerto de Río Gallegos, en medio de una desolación sin par, les produjo una decepción de aquellas. Pero la peor impresión se la llevaron cuando advirtieron que, apostados en los cuatro costados de la pista, se erguían amenazantes cuatro cañones antiaéreos que apuntaban al cielo. Alrededor de estas, corrían de un lado a otro sus servidores, unos colimbas vestidos de combate. ‘’Acá hay una guerra, y no nos avisaron’’, se le ocurrió decir al ver tan inusual espectáculo.
Luego de un rato, sufriendo las burlas de los colimbas de la clase 64 que regresaban en el mismo avión a Buenos Aires, ingresaron en una fila de colectivos del Ejército. Esta vez sí sabía el destino, la guarnición anteriormente citada.
Era entrada la noche cuando llegaron, y empezaba a pintar el frío. Estaban parados sin entender nada en el vestíbulo de la Compañía Comando y Servicio, cuando apareció el teniente coronel a cargo del Grupo. Los miró, y sin calcular su reacción les largó una información que los dejó helados: ‘’Tenemos indicios fehacientes de que para el 20 de junio se espera un ataque chileno. Por eso, los vamos a entrenar de tal manera, para que no digan después las mismas boludeces que manifestaron sobre Malvinas’’. Luego, saludó y se fue. ‘’Pavada de recibimiento’’, pensó. Su advertencia no carecía de fundamento, teniendo en cuenta que en octubre se celebraría la consulta popular para aprobar o no el tratado de paz con Chile por el conflicto del Beagle.
Al día siguiente, los despertaron a los pitazos a las 5 AM. Eran 118 individuos somnolientos en una cuadra, todavía con ropa civil inadecuada para ese clima. Luego, los mandaron de a uno al detall, un sitio de aquelarre donde se agolpaban distintas prendas militares de color caqui. Les habían dicho que esa era su indumentaria hasta pasada la instrucción, que aún eran demasiado ‘’tagernas para vestirse de verde’’. Esta empezó a los pocos días, primero la de infantería con el inefable orden cerrado. Luego, la de propiamente artillero con los mastodónticos 155 milímetros, que en Malvinas su bramido hizo temblar a las tropas británicas y arrojarse al suelo hasta a los veteranos del Ulster. Esas bestias tiraban un proyectil hasta más de 20 km, era impresionante ver en acción a los 12 cañones disparando uno tras otro... La estepa patagónica temblaba por su impresionante estampido, y quien escribe estas líneas pugnaba por hacerse oír a través de la radio. Paradójicamente, de fabricación británica. Le causó gracia esto, era 1984 y sólo hacía dos años de Malvinas.
Noche por medio los colimbas de la Batería eran instruidos rigurosamente en prácticas de combate nocturno. En ellas, se simulaban enfrentamientos cuerpo a cuerpo bajo la mortecina luz de las bengalas. Con los rostros tiznados de betún o barro, furiosos encontronazos tenían lugar en la desolada Patagonia en la cual era casi imposible ponerse a cubierto. De a poco el clima empezó a volverse más agreste, y el 29 de mayo, día del Ejército, cayeron los primeros copos de nieve. Pronto un manto blanco se adueñó del paraje, y los días pasaron más cortos.
Con ello acababa la primera parte de la instrucción, que concluiría hacia el 20 de junio que era cuando se juraba la bandera nacional. Y luego de esto, empezarían a brindarse las primeras licencias durante el inicio de julio.
Una revelación explosiva
Con los años, todo esto fue un recuerdo. A veces ingrato, cuando se evocaban algunas arbitrariedades propias de la colimba de aquellos años. Pero los más eran bastantes gratos, como le habían adelantado un par de subtenientes en enero del 85, cuando le faltaban apenas semanas de la licencia hasta la baja.
Las arenas del tiempo hicieron su metódico trabajo, arrasando las hojas del calendario y haciendo mella en las facciones y la mente. Los 18 años quedaron muy atrás, pero siempre dentro anidaba una sombra de duda. La rigurosidad del entrenamiento, el recibimiento nada más alejado de lo cordial, y ciertas medias palabras unidas a mucha falta de información conformaron con los años una pesada mochila psíquica.
Por eso, nunca hubiera imaginado que una mañana de septiembre de 2010, al meterse en Facebook, se topó con un mensaje de un ex compañero. Este encuentro virtual le deparó una doble sorpresa, ya que por un lado su interlocutor cibernético además de poseer una inteligencia superando la media, tenía unos cuantos ases en su manga. Y principal era algo que lo dejó de la mandíbula. Un sábado de finales de julio, cuando este escriba se encontraba de licencia en Buenos Aires, el subteniente de semana los reunió con cara de preocupación. Se había recibido una inquietante noticia del derribo de un avión chileno sobre Río Turbio, por parte de artilleros argentinos que estaban hartos de su cotidiana y furtiva visita.
¿Cómo fue posible tapar esto, con lo que habría ocasionado? De seguro, una escalada bélica de imprevisibles consecuencias que harían saltar por los aires el mentado proceso de paz. Seguramente, Raúl Alfonsín al enterarse de esto, saltaría en cólera llamando a su canciller Dante Caputo, dándole precisas instrucciones para que no se filtre ni un comunicado. Y de allí, sendas misivas al Vaticano y a la Casa Blanca, para que ambos con sus presiones contengan al perro Augusto Pinochet para que no se le suelte la cadena...
Seguramente, algo así hubo de ocurrir para que no se sepa nada ni trascienda. Pero siempre sucede que, a pesar del muro de encubrimiento, una pequeña grieta se abre paso para que por fin, un hilito de luz se cuele e ilumine un poco.
Fernando Paolella
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