“Producida la decisión británica, la dictadura argentina —que no había rechazado el arbitraje cuando podía y debía hacerlo— rechazó el laudo, montando con ello el detonante de un conflicto armado.
Mucho antes de esa fecha, Videla y Massera habían comenzado los aprestos militares para una guerra contra Chile. Se diseñó un plan de ocupación de las islas, y un triple ataque por tierra para “cortar” a Chile. Para ese plan, se distribuyeron las fuerzas militares, creando un nuevo Cuerpo de Ejército, el IV. Se compraron armamentos por valor de 3000 millones de dólares. Y se utilizó el Mundial de Fútbol de 1978 como preparación sicológica de las masas.
La cúpula militar nadaba en dólares, producidos por las coimas y negociados en la compra de armas a alemanes, franceses e israelíes. Comenzaron los viajes de las misiones militares a la URSS y de oficiales soviéticos a nuestro país. Se articuló un eje estratégico con los gobiernos de Bolivia y Perú (tentados con la recuperación de los territorios ocupados por Chile en la guerra del Salitre), y se hicieron enormes concesiones —sobre la cota de la represa de Itaipú y el tránsito de camiones de Brasil hacia Chile— para tratar de neutralizar a Brasil.
Pero el “operativo Beagle” fracasó. Por primera vez el pueblo se movilizó masivamente por la paz. Un golpe militar colocó en posición neutral a Bolivia; luego Brasil, poco antes del día D, movilizó sus tanques hacia la frontera realizando un movimiento decisivo, ya que colocó a la Argentina ante la posibilidad de sostener una guerra en dos frentes. El Jornal do Brasil de 6/10/78 tituló su editorial “Juego peligroso”, en una abierta advertencia a la cúpula militar argentina. Finalmente el Vaticano (expresando intereses europeos) y los yanquis jugaron “con todo” para desactivar a los sectores occidentalistas de la dictadura”. (El Atlántico Sur y la crisis militar, de Oscar Marioni, Editorial Ágora).
El laudo arbitral que se refiere el autor, tuvo lugar el 22 de julio de 1971 cuando se suscribió en Londres el acuerdo por el cual Isabel II designó una corte que finalmente le dio la razón a los intereses trasandinos:“Dispuso que las islas Picton, Lennox y Nueva, junto con sus islotes y rocas adyacentes, pertenecían a la República de Chile. Una línea, trazada por el Tribunal, debía constituir el límite entre las jurisdicciones marítimas y terrestres de las dos repúblicas: la zona norte de la línea roja se atribuía a Argentina; la del sur, a Chile” , relata Juan Archibaldo Lanús.
Cuando se difundió en Buenos Aires el texto del laudo mencionado, era el 2 de mayo de 1977 y los halcones del Proceso se dieron cuenta que les estaba faltando una buena guerra externa. Por un lado, el binomio Videla-Viola encabezaban el partido de las palomas, partidarios de un nuevo arbitraje que alejara la aspiración de Massera, Menéndez, y otros duros que soñaban con dotar a la dictadura de una gloria napoleónica.
La suerte estaba echada. El partido belicista se iba a salir con la suya:“El día D se fijó para el miércoles 20 de diciembre de 1978. Esa noche, una feroz tormenta cayó sobre la zona donde estallaría la guerra. La evitó. Mar agitado, borrascas, lluvias feroces impidieron a los infantes de marina navegar en sus lanchas de desembarco hacia las islas y tampoco permitieron el accionar de los buzos tácticos de la Armada. Los helicópteros artillados que ocupaban la cubierta del portaaviones 25 de Mayo tampoco pudieron despegar. (…). El nuevo día D se fijó para el viernes 22.
Cinco días antes del primer día D, el viernes 15, Videla le confió a Pío Laghi que había firmado el decreto para que fuerzas militares ocuparan las islas en litigio. En labios del presidente argentino esa información era casi un pedido de auxilio a Pío Laghi para que apresurara su gestión ante el Papa. Ni Videla ni Viola parecían capaces de contener a sus enardecidos subordinados, dispuestos a desencadenar el conflicto.
De hecho, ese viernes 15 de diciembre Pío Laghi envió al Vaticano un cable, cargado de dramatismo, en el que pedía la inmediata intervención de la Santa Sede en el conflicto. Laghi actuaba entonces en tándem con el embajador de EEUU, Raúl Castro, interesado también en evitar la guerra” (El belicismo de los dictadores, de Alberto Amato, publicado en Suplemento Zona de Clarín el domingo 20 de diciembre de 1998).
Este texto es de una importancia fundamental, puesto que dilucida el andamiaje puesto a rodar por la diplomacia vaticana, en concordancia con Washington. James Earl Jimmy Carter, para muchos halcones “el manicero de Georgia”, “advirtió que si la Argentina tomaba una roca, por minúscula que fuera, será condenada por EEUU y sus aliados de la OTAN”, rememora el citado diplomático Lanús.
Y el mensajero de esta cordialidad hacia la dictadura militar argentina, no fue otro que un purpurado: monseñor Antonio Samoré, modelo de mediador pontificio.
Así, un entramado de intereses europeos, vaticanos y estadounidenses lograron desactivar la locura belicista de los halcones del Proceso en la navidad de 1978. Pero cuatro años después, en 1982, tendrían su revancha.
Tras un manto de neblina
En un análisis anterior, se vio como la Armada de la mano del almirante Anaya precipitó la aventura malograda de Malvinas. Aunque tomaron por sorpresa a los intereses mencionados arriba, se repusieron y condenaron en la ONU la temeraria iniciativa argentina. Ronald Reagan intentó en vano disuadir a los contendientes Galtieri y Thatcher, pero ambos le cortaron el rostro. Sobre todo la británica, pues cuando el general beodo aceptó la mediación del peruano Belaúnde Terry, no tuvo empacho en mandar al fondo al crucero ARA Belgrano que se hallaba fuera de la zona de exclusión, el domingo 2 de mayo. Recrudecidas las hostilidades, solo bastaba jugar la carta vaticana que había sido sumamente efectiva en la navidad de 1978:
“- Como recordarán, Juan Pablo II tenía previsto —desde antes de la invasión— una visita a Gran Bretaña. Da la casualidad que la misma se realiza justo cuando nos encontrábamos en pleno enfrentamiento. A mí, personalmente, me cae mal que él no postergue el viaje. Entonces, por aquellos días, es llamado al Vaticano el cardenal Primatesta, quien lleva la inquietud de la Iglesia argentina en el sentido de que el Papa no podía aparecer avalando con su presencia en Gran Bretaña la posición de la señora Thatcher. Es allí, en ese momento, que Juan Pablo II decide venir a Buenos Aires. El no podía aparecer, con su viaje a Londres, dando la sensación que se hallaba lejos espiritualmente de la Argentina y de América Latina.
- ¿Cuál fue para usted la posición de la Iglesia argentina durante la guerra?
- La Iglesia se encontraba espiritualmente, ideológicamente de acuerdo con el Gobierno.
- ¿El Papa trató con usted el tema de Malvinas?
- No, no hizo ninguna referencia. Sólo conversó conmigo, en la corta entrevista que mantuvimos en el aeropuerto, el tema del Beagle, pues éste era su problema. Me pidió que aceleráramos una respuesta. Yo dije que era cuestión de sentarnos en una mesa con los chilenos y no levantarnos hasta que se produjera una “fumata”.
En este extracto de la entrevista mantenida el 18 de agosto de 1982, entre el entonces periodista de Clarín Juan Bautista Yofre, y el actualmente fallecido Leopoldo Galtieri, se pueden dilucidar algunas conclusiones. Juan Pablo II arriba a tierra argentina el jueves 10 de junio de 1982. Al día siguiente, viernes 11 a las 21 horas, el Tercer Regimiento de Paracaidistas británico inicia el combate por Monte Longdon, como paso previo para la ofensiva final contra Puerto Argentino. Mientras esto sucedía, el pontífice culminaba una misa multitudinaria en Luján con una concurrencia calculada en un millón de personas. El sábado 12 y el domingo 13, cuando los británicos presionaban y lograban quebrar la férrea resistencia argentina, la misión del antiguo prelado de Cracovia consistía en preparar las mentes de los argentinos para afrontar la inminente derrota. Que efectivamente ocurrió, con la capitulación de Menéndez ante el general Moore en la tarde del lunes 14 de junio de 1982.
No pudiendo frenar la aventura del Atlántico Sur, los mismos intereses que impidieron salirse con la suya en 1978, se pusieron en marcha para que la derrota argentina sea menos traumática, enviara de paso a los militares a sus cuarteles y preparara para finales del año siguiente el retorno de la civilidad a la Casa Rosada. Toda una muestra de cómo se juega en las altas esferas, donde no se derrocha nada que no sea absolutamente necesario.
Fernando Paolella