Las imperfecciones de los seres vivientes empalman directamente con el tema de las patologías.
Podemos decir que no existe célula viviente que no pueda enfermar.
El espermatozoide y el óvulo destinados a formar el cigoto mediante su unión, aun separados, ya deben soportar las agresiones del medio.
Luego, tanto la gestación uterina o el desarrollo embrionario en el interior del huevo en los animales ovíparos, como el mecanismo de la fecundación de las plantas y las transformaciones del gametofito con su fase octonucleada en los vegetales y el posterior desarrollo de la semilla, se constituyen todos en verdaderas aventuras de la vida con infinitas probabilidades de fracaso.
Después, con el nacimiento del animal o de la planta, comienza una larga lucha contra el entorno hostil, un ambiente siempre más agresivo que acogedor.
Los seres vivientes que poseen psiquismo, trabados muchos en una constante y ciega lucha sin cartel por la supervivencia, se acechan, atacan, maltratan o matan. Más los que se hallan desprovistos de células neuronales o las poseen muy rudimentarias, compiten más ciegamente aún, y suelen enfermar a otros seres. Los organismos, todos los organismos incluso antes de nacer, deben luchar contra la agresión constante del medio biológico.
El sistema inmunológico se ve exigido durante toda la existencia del ser vivo. La marcha de todo organismo, es una perenne lucha célula por célula contra lo agentes patógenos.
Virus, bacterias, hongos y protozoarios patógenos, auténticos autómatas filogenéticamente “programados”, son procesos biológicos ciegos que han quedado retenidos en el gran tamiz ecológico con relativas posibilidades de sobrevivir. Pero para ello han caído en el nada simpático ni saludable papel de entorpecedores de otros procesos orgánicos, enfermando a sus huéspedes.
Aquí es donde se aprecia claramente la sinrazón y la ceguedad de las relaciones entre los seres vivientes.
Los seres microscópicos que por pura casualidad dieron con la misión de favorecer a otros seres y beneficiarse al mismo tiempo (simbiosis) como es el caso de las beneficiosas bacterias intestinales, ahí están, sin obedecer a plan inteligente alguno porque fueron casuales.
Por su parte los microorganismos perjudiciales también se dieron por mera casualidad sin formar parte de plan inteligente alguno, y ahí los tenemos, sin necesidad alguna para la flora y la fauna, ya que si se eliminaran absolutamente todos o nunca hubiesen aparecido, no por ello dejaría de ser posible un perfecto sistema ecológico gobernado por una inteligencia superior como se supone, un dios que todo lo escudriña y conoce, y desde cuando pueden existir otros mecanismos incruentos de su propia invención, como por ejemplo una inmunidad total frente a toda patología habida y por haber y una regulación poblacional totalmente incruenta.
Ahora bien; si los billones de seres patógenos son prescindibles en la naturaleza, mal podemos aceptar a un dios misericordioso que, de existir, n o hubiese observado durante los evos geológicos bióticos más que padecimientos entre todos los seres vivientes, desde que comenzó la vida, hasta el presente, por causa de las infinitas patologías.
¿Qué las enfermedades podrían constituir en mecanismos que hacen al fortalecimiento de las especies vivientes al ser eliminados los individuos débiles?
¿Pero acaso la teología (supuesta ciencia, para mi ciencia de la nada), no nos habla de un cierto dios suma perfección que lo puede y lo gobierna absolutamente todo? ¿Por qué tendría que valerse entonces de la crueldad de las patologías para mantener fuertes a sus criaturas por eliminación drástica de las ineptas? ¿No sería más racional, justo y piadoso que las mantuviera a todas fuertes sin excepción, en virtud de su omnímodo poder y para hacer honor a su “bondad”, atributo que le atribuyen los “sabios” (para mí pseudocientíficos) teólogos?
Una prueba de lo prescindible que es el flagelo mórbido de las patologías, es lo que ha realizado el hombre de ciencia. La medicina ha controlado y aun eliminado un sinnúmero de causantes de enfermedades letales como la rabia, la viruela negra, la tuberculosis, la poliomielitis, la lepra, por ejemplo; flagelos que nunca fueron necesarios para el sistema ecológico. Por el contrario, hoy vivimos mejor sin ellos, por supuesto. Pero… ¡por desgracia, el hombre lo hizo tardíamente! ¡Millones de personas no tuvieron la suerte en el pasado, de beneficiarse con las vacunas, sin que dios ni diosito alguno se apiadara de los enfermos creando anticuerpos para impedir el desarrollo de las mil y una patologías!
Las infecciones bacterianas que ayer podían conducir hacia la muerte, hoy son controladas por los antibióticos, pero nunca fueron necesarias para la especie humana como formando parte de algún cierto plan biológico, y… sin embargo, ¡cuántas vidas útiles cercenadas! ¡Cuantos grandes hombres que podían haber dado aun mucho más de lo que ofrecieron a la Humanidad, han sufrido horrible muerte en plena juventud! ¡Cuántos niños con final prematuro o baldados de por vida!
¿Y para qué existió todo eso durante miles de años, si hoy ya no existe y la Humanidad marcha mejor gracias a las vacunas, prevenciones y medicamentos? ¿Y las actuales enfermedades, como los resistentes tumores malignos para qué existen si mañana podrán ser curadas o prevenidas?
¿O es que los seres humanos del pasado poseían menos derecho para existir sin muchos de estos flagelos, que los del presente?
Uno se pregunta si realmente y con justicia si hoy los seres supuestamente “a prueba en el mundo”, somos más privilegiados al vernos libres de las enfermedades que tuvieron que padecer nuestros antecesores y a su vez menos privilegiados que los que vendrán en el futuro.
A todo esto, lo curioso es que el famoso en su tiempo, el medieval teólogo Tomás de Aquino, ha idealizado a ¡un dios feliz!
En efecto su dios “tiene todo cuanto necesita en si mismo. Por lo tanto él se deleita y goza” dice en su famosa Suma contra los gentiles, Libro I, capítulo XC.
Entonces uno se pregunta, ¿cómo puede gozar este señor ante un mundo que le atañe por ser su creación, en donde mueren animales y niños por incontables epidemias habidas y por haber?
Si a las enfermedades padecidas por todos los seres vivientes durante millones de años, añadimos los accidentes y el triste y muchas veces desesperado final en la senectud, tendremos un cuadro completo que nos revela que, si éste aun no es el peor de los mundos posibles, poco le falta para serlo.
El optimismo que nos embarga en nuestra juventud o durante los periodos plácidos de nuestra existencia, no nos permite a veces discernir en su verdadera magnitud el perenne drama de la vida, pero cuando nos vemos perdidos, entonces adquiere su auténtica dimensión la tragedia que es vivir.
Si este mundo fuese la mejor obra del mejor de los artífices posibles, entonces no debería existir la posibilidad del accidente.
La fuerza de la gravitación, por ejemplo, es un factor muy importante para la formación de los astros, como los elementos químicos y la cohesión del grupo galáctico, entre otras cosas, pero también es un elemento que ha jugado infinitas malas pasadas a los seres vivientes.
En un planeta con menor gravitación, viviríamos mejor. Las caídas bruscas no serían tan fatales.
Otra posibilidad sería la de habitar un planeta líquido o al menos dentro de una atmósfera líquida (aunque esto nos parezca una locura).
Los animales marinos, por ejemplo, no sufren fatales caídas hacia los abismos submarinos y si dentro de este ambiente fuésemos seres casi líquidos como las medusas, elásticos, blandos con maniobrabilidad de calamares, con toda seguridad nos veríamos libres de muchos accidentes fatales que nos ocurren en nuestra Tierra por causa de la rigidez de nuestra estructura biológica y la dureza del entorno.
Empero aquí no es necesario hacer ciencia ficción, pues sería interminable la serie de ejemplos de mundos muchísimo más gratos que el que habitamos, donde podrían habitar seres vivos mejores. Lo único dable de advertir, es que pueden existir mundos mejores, y si existe, como afirman muchos, el mejor de los artífices posibles, ¿por qué no diseño este entonces, el más suave de los mundos posibles?
Por último y para terminar este artículo, vayamos a lo que acontece con el animal u hombre que llega al final de la etapa vital.
Ver morir a un perro o a un caballo de vejez o ver agonizar a un ser humano en la senectud, es lo mismo.
Todos se debaten entre la vida y la muerte con igual similitud.
La aventura de la vida siempre termina mal, y en muchos casos el drama es tremendo.
Si pensamos por un momento en lo que les está ocurriendo en este mismo instante a millones de seres que se hallan en la fase terminal de sus existencias, verdaderamente ¡deberíamos sobrecogernos de angustia!
La gente es renuente a meditar sobre estas cosas, y prefiere ignorarlas, pero esto no quita que sean realidades que borran de un plumazo a todo amoroso creador de todo lo existente.
Millones de ancianos que han vivido una vida digna, que han destinado buena parte de sus desvelos para el bien de la comunidad, se hallan hoy, como en cualquier otro momento de la historia del hombre, padeciendo atroces dolores, angustias… desesperación, sin que dios todopoderoso alguno se apiade de su situación.
Carcomidos por fatales enfermedades, muchos pasan meses o años esperando la muerte. Ciegos, tullidos, mutilados..., en un grito muchos de ellos, esperando la muerte que no llega.
Si existiera un ser supremo piadoso que vela por el bien en el planeta entero, entonces hubiese programado, con toda seguridad, una senectud plácida para los justos, una agonía para ellos comparable al éxtasis que siente el fumador de opio o marihuana.
El morir debiera ser un acto de placer y todo cadáver debería ostentar una sonrisa en lugar de presentar esa boca abierta en actitud desesperada como pidiendo más vida a pesar de todo.
El consuelo del hombre ante estos cuadros, es pensar en una “compensación en la otra vida”, pero… por desgracia, esto equivale a asirse sólo a una mera ilusión.
Corolario: sólo me resta aconsejar vivir sanos de cuerpo y psiquis todo lo que se pueda, sin martirizar a nuestro organismo con brebajes nocivos, mala alimentación y hábitos poco o nada higiénicos. Tener compasión por todos los dolientes de este mundo mal formado, natural, brutal, insensible; huérfano de todo dios bueno; sostenernos en una moral intachable sin pretender premio post mortem alguno, sino por el bien mismo. Progresar en todo sentido en solidaridad total, para lograr una sociedad cosmopolita. En pocas palabras: cultivar solo el bien y nada más que el bien. Nuestras futuras generaciones nos estarán eternamente agradecidas por heredar si no un utópico paraíso terrenal, al menos un globo terráqueo habitable, sin enfermedades, sin accidentes, sin pestes, sin guerras, sin parcelaciones (naciones) en un cosmopolitismo total y… todo lo demás positivo que se me haya escapado.
Ladislao Vadas