Las causas del comportamiento negativo del hombre, no hay que buscarlas en sobrenaturalismo alguno. Ninguna especie de espíritu maligno interfiere en la vida humana con el fin de empujarlo hacia la maldad.
Semejante ente no puede existir por dos razones de fuste.
Primero, porque su supuesto accionar quedaría fuera de lugar ante la presencia de aquel inocente que causa un daño involuntariamente a sus semejantes por error, al creer defender la justicia, el deber o a su dios.
El daño así infligido puede ser, a veces, horroroso, como ocurrió durante la Inquisición, pero el dañino inocente, no es condenable, ni siquiera posee culpa leve porque actúa en la creencia de hacer un bien.
Segundo, porque la antropología nos explica a las mil maravillas la díscola índole humana, el porqué el hombre es egoísta, agresivo, territorialista, depredador y otros defectos.
El origen del hombre no es diferente del de otros animales. Es un producto más de las mutaciones genéticas de formas inferiores, y su lucha por la supervivencia lo explica todo y demasiado claramente para tener necesidad de incluir en su existencia planetaria desde su vida cavernaria algún espíritu dañino que le aconseje obrar de manera malsana, despertando sus instintos.
El hombre ha sido “lanzado” al mundo –podríamos decir- como un verdadero paria de la naturaleza. Un ser físicamente desvalido que sólo ha sobrevivido como especie gracias a su inteligencia. Sus fuerzas físicas eran y son muy inferiores con respecto a muchas especies animales con las que se veía obligado a competir.
Ya el Pitecántropo poseía mayor lucidez que otras especies precursoras, y gracias a su ingenio pudo cazar sus presas y evadirse de sus depredadores u ocasionales enemigos entre la fauna.
También pudo hacer frente a algunas enfermedades utilizando con ingenio diversas plantas medicinales.
Desde los albores de su existencia como ser consciente inteligente descendientes de los lemúridos, los társidos y tupaias o tal vez de la musaraña o alguna forma similar (o quizás de otras formas de primates cuyos fósiles no han sido aún hallados, pero esto no importa), el hombre ha estado inmerso en un medio hostil donde podía sobrevivir tan sólo el ser más egoísta el más agresivo, el más sagaz, veloz, o provisto de formidables defensas.
El hombre carecía de esto último, pero su mente primitiva poseía egoísmo, agresividad sagacidad, cierto ingenio y sentido gregario.
Luego su cerebro evolucionó por deriva genética hacia una capacidad intelectual que nunca necesitó agotar en el pasado.
El fenómeno que produjo el acumulo de capacidad mental, puede ser comparable a la adquisición de una adaptabilidad que no es utilizada en animales y plantas.
El perro, el caballo o el vacuno, no “no saben” que pueden nadar, hasta tanto no caen en el agua. Puede que nunca tengan oportunidad de hacerlo, pero poseen esa habilidad en forma innata.
El mono no sabe que puede pedir alimento haciendo sonar una campanilla, hasta tanto el hombre no se lo enseñe.
Los animales de circo, aprende habilidades que nunca emplean en la vida silvestre.
El hombre tardó decenas de miles de años hasta que se dio cuenta de que su cerebro podía concebir el teorema de Thales, el pensamiento filosófico y la teoría de la relatividad.
¡Muy claro! ¡Aquí se halla el escollo! La habilidad innata que posee el perro para nadar es simple, en cambio un cerebro capaz de pensar como el de Aristóteles, Kant o Hegel, es asombrosamente complejo.
Pero lo complejo es la trama cerebral, y las combinaciones posibles de sus elementos, no existe alma alguna y menos ¡inmortal! Sin embargo los elementos, las neuronas, si bien no son simples, no parecen ser tan infinitamente intrincadas a simple vista.
Hasta una rana las posee y sin embargo no puede aprender lo que un mono antropomorfo.
Esto no significa que la neurona de la rana sea igual a la del ser humano, pero no cabe la menor duda el considerar a la neurona de un chimpancé si no idéntica, muy semejante a la neurona humana.
Es la cantidad de elementos, la posibilidad de sus combinaciones y la oportunidad de emplearlas, lo que hace tan superior al hombre con respecto al resto de la fauna.
Un primitivo de la selva amazónica, no necesita del análisis matemático ni del cálculo infinitesimal, y sin embargo contiene en su cerebro los elementos necesarios para emplearlos si se diera la oportunidad para ello desde niño.
Si accidentalmente se perdiera todo el saber de la Humanidad acumulado hasta el presente, el hombre retrogradaría a los tiempos primitivos y se transformaría en un ser tan bruto como el primitivo Cro Magnon.
¿A qué quedaría reducido entonces eso que llaman alma tan expansiva, tan plena de cultura tal como existe hoy entre gente civilizada?
Ello no es tradición, transmisión de datos hacia masas cerebrales vírgenes de las sucesivas generaciones.
Se tardarían miles de años para arribar nuevamente a la conclusión de que la Tierra es redonda, y que el Sol es una estrella más alrededor de la cual gira nuestro mundo.
Los elementos cerebrales son finitos, las combinaciones posibles dan cifras astronómicas que ningún mortal puede agotar. No hay alma, no existe espíritu en el ser humano, lo que hay es capacidad rebasada en su cerebro, una capacidad que agranda su mundo humano y agiganta su propio asombro en la medida del acumulo de datos.
Ello permite a su vez entender mejor su entorno y crear ciencia y tecnología, y eso no es espíritu alguno sino penetrar en el mundo que es complejo y obliga a hacer más complejas nuestras ideas al respecto.
El hombre ha tardado muchos milenios, ¡demasiados!, para conocer la aplicabilidad de la electricidad, la creación del automóvil, del avión, los cohetes espaciales para escudriñar el universo y el empleo de la energía nuclear, inventar las computadoras...
Se dice ahora que quizás el delfín se encuentre con su masa encefálica en una situación semejante a la del hombre primitivo, y no es una hipótesis descabellada.
Al delfín quizás le falten oportunidades para entender la matemática o crear arte. Es un ser más torpe que el humano salvo en su habilidad para nadar. Carece de manos y vive en un medio que no le exige mucho. Le sobra tiempo para jugar después de alimentarse, pero se ve trabado su potencial psíquico para manifestarse más inteligente y creativo.
Quizás no sea del todo así y los opinantes que defienden esta hipótesis pequen de exagerados. La técnica humana aplicada a la investigación quizás devele en el futuro la verdad acerca de la capacidad cerebral de este animal y de otros que puedan encerrar capacidades ocultas, pero en virtud de lo acontecido con el hombre, la hipótesis, repito, no es nada fantasiosa como ha dejado de serlo la que sugiere la existencia de seres inteligentes muy aventajados con respecto al hombre, en el cosmos.
Volviendo ahora al comportamiento anómalo del hombre para con su propia especie y para con todo ser viviente, así como también respecto a su planeta ya tan contaminado y castigado en su ecología, se hace necesario afirmar que: la especie humana es un genuino producto de una ciega y brutal naturaleza que hostiga permanentemente a los seres vivos.
Es el resultado de luchas sin fin con el medio físico y el ambiente biológico. Es el fiel reflejo del oportunismo, de la necesidad de territorio, de la necesidad de la agresión y el egoísmo, para sobrevivir.
Esta y no otra es la explicación lógica de su ambigua conducta que hace de él un ser peligroso para toda la flora, la fauna y para sí mismo como especie.
Su cerebro primitivo aún le manda lanzarse hacia el desenfreno sexual, hacia la conquista territorial, hacia el abuso y aprovechamiento de sus semejantes más débiles o tontos, para vivir mejor a expensas de ellos.
El belicoso instinto tribal y territorialista aún campea en la especie sapiens. Como contrapartida, su neocerebro aparecido y conservado como elemento exitoso que le permitió sobrevivir en solidaridad gracias a los principios éticos adoptados, es un constante freno para los instintos conservados desde los tiempos primigenios cuando era aún un animal inconsciente.
Este choque continuo entre el primigenio cerebro y la neocorteza moderadora lo empuja hacia conflictos con su propia naturaleza psíquica.
De modo continuo es arrastrado por su primitivismo hacia actos reprobables por el neocerebro, y este neocerebro censor debe servir de modo continuo, también de dique de contención frente a los desbordes egoístas.
Entre el perro que cuida su hueso, gruñe y ataca a dentelladas al que se lo quiere quitar y el ser humano que cuida su posición económica desahogada aunque a su derredor existan niños ajenos desnutridos sumidos en el pauperismo, no hay la menor diferencia.
Es que el hombre, antes de evolucionar era como un perro. Perro y hombre eran antes de ser mamíferos, unos reptiles puramente instintivos.
De ahí viene todo. Del pez, del reptil, etc., y aquello que muchos denominan intromisión de algún “espíritu maligno”, no es otra cosa que el afloramiento de nuestra naturaleza primitiva agresiva y egoísta encerrada en cada clan, en cada tribu frente al medio hostil.
Ahora bien; si existiera cierto creador excelso, puro amor por sus criaturas (como se dice y se cree), entonces el hombre jamás podría ser un producto neto de un entorno hostil; sería, por el contrario, como un manso cordero y lleno de virtudes sin su compartida: las antivirtudes.
Si hubiese sido moldeado por un ente exquisito que lo sabe todo, “desde el vamos hasta la consumación de los siglos” como se dice, todo gracias a su ciencia de visión que conoció y conoce todo el futuro, entonces el hombre, su creación, lejos de ser belicoso, egoísta, envidioso, celoso, agresivo, en constante lucha con el medio y consigo mismo… etc., por naturaleza, debería ser sin tacha un dechado de virtudes y vemos que no lo es.
Por tanto, ninguna clase de dios de esta especie (ni ningún otro) puede existir, porque sería un contrasentido, una verdadera locura, un irracionalismo patente él y su creación.
Corolario: la supuesta ciencia denominada teología, genuino invento del hombre, no puede existir como tal, sino tan sólo como un producto literario de género variado pleno de fantasías.
Ladislao Vadas