Una de las cualidades más feas del hombre, es su permanente proclividad hacia las reyertas, la lucha a mano o armada. Incluso los niños, aun durante su etapa de inocencia, presentan tendencia hacia la agresividad.
Si rastreamos en el pasado, la historia no nos habla más que de malos entendidos, enconos, intrigas, duelos a muerte, asesinatos, batallas (asesinatos “lícitos”) sin fin, etc.
Esto entre los pueblos organizados en naciones y más o menos civilizados. Si consideramos los pueblos primitivos que vivían primitivamente en clanes o tribus, no hallamos otra cosa que luchas por sus territorios.
La conquista ha sido el común denominador de la conducta humana en sociedad, a todo lo largo de la historia, formando parte de un círculo vicioso de guerra-paz-guerra.
Cuando se está en paz, se anhela la guerra porque se cree poder vivir mejor aplastando al enemigo. Cuando se está en guerra se suspira por la paz para mejor vivir. Esta es una constante. Mil motivos hacen que la agresividad humana aflore para hacer que el hombre embista ciegamente al hombre.
A las primitivas razones de corte territorialista hay que añadir otras como las religiosas, vengativas, ideológicas, etc., que hacen que la belicosidad asome en la especie humana. Con frecuencia los pueblos tratan de resolver sus diferendos con las armas dejando las razones de lado.
Desde que el primitivo hombre asomó en la superficie del globo, hasta el presente, ¿cuántos asesinatos, masacres de prisioneros, muertes de soldados y civiles, saqueos, abusos, devastaciones y usurpaciones territoriales se han producido?
Por intereses egoístas sobre bienes materiales, por no pensar igual en materia de política, por no aceptar otras creencias religiosas “que las permitidas” o por simple encono de carácter histórico tradicional entre naciones cuyas nuevas generaciones parecen querer vengarse por lo que hicieron otras a las que nunca conocieron; por raza, color de la piel y mil cosas más, el hombre ha agredido, torturado y matado a sus congéneres.
Pero aquí viene lo triste y paradójico a la vez. En muchos casos, cada pueblo en pugna con otro pueblo, ha masacrado a su enemigo en nombre de su dios.
¿Puede concebirse algo más terrible que esto en el aspecto teológico? Es decir, ¿dentro de una pseudociencia denominada teología?
Dejemos de lado la creencia tan arraigada de la infiltración maligna por parte de un cierto espíritu malvado del mundo en los asuntos humanos.
Aquí no cabe la malignidad cuando de la defensa de un credo se trata, porque el defensor de su creencia, lucha en nombre de su dios cree hacer un bien. Se halla convencido de estar en lo justo.
¿Qué el supuesto “espíritu maligno del mundo” se vale del engaño para hacer caer a su criatura elegida? ¿Puede ser esto aceptable racionalmente?
No, porque resulta que dicha criatura caída en batalla en la creencia de que se hallaba luchando por una causa justa, no puede ser condenada por razón de su inocencia. Entonces mal puede el susodicho presunto maligno hacer caer en sus redes, mediante engaño, a criaturas no condenables.
¿Qué queda entonces? Queda en pie el supuesto hacedor del mundo. Y queda algo más atroz aún: ¡su permisión!, la tolerancia del error, la contemplación de ese acto horroroso e inconcebible que es el masacrarse los pueblos entre sí por error como nos los certifica la historia de la humanidad, en la creencia de hallarse cada uno haciendo justicia por su parte, y a veces, ¡invocando los dos bandos enemigos al mismo dios! Si existiera realmente un dios pleno de los atributos que le otorga la teología, ¿podría este ente excelso permitir el enfrentamiento, la masacre de inocentes obrada por inocentes en nombre de sus sagrados principios que a él mismo atañen, por el solo hecho de disentir en algún punto tal vez insignificante del dogma? ¿Podría tolerar semejante deidad las matanzas entre seres lanzados ciegamente hacia encarnizadas luchas cual beodos o como si se tratara de inconscientes y ciegas galaxias en colisión, con el único objeto de defender al mismo dios creador del universo que los está contemplando con impavidez? ¡A ver señores teólogos! ¿Qué dicen al respecto?
Pero es que ni siquiera se justifica que haya luchas por distintos dioses. Con menos razón, desde luego, cuando se trata de un mismo dios al que oran y rinden culto. ¿Podría este dios sentirse feliz así, como lo afirma el famoso medieval teólogo apodado “doctor angélico” Tomás de Aquino?
Es que tampoco se justifica una lucha por el territorio, por el alimento, por nada, ya que si existiera un dios eficiente, hubiese creado un planeta ubérrimo con sobrante alimento para todos los hombres de la Tierra, quienes ni siquiera necesitarían comer a otros seres, a otros seres vivientes. Podría tratarse de un ser humano con clorofila en la piel, como las plantas en su corteza y hojas. También provisto de apéndices radicales para sorber elementos del suelo disueltos cuando lo desee, como lo hacen las plantas, o nutrirse directamente con energía solar como todos los vegetales clorofílicos. También manso, para dejar en paz tanto a sus congéneres, como al resto de la fauna y la flora.
¿Es sabia esta disposición natural que inserta al hombre en la ecología planetaria como a un huracán desatado devastador; como un peligro incluso para sí mismo, como un potencial destructor de su propia especie, aún cuando “gracias” a su ciencia de visión del futuro (atributo otorgado por los teólogos a su diosito)? Es que lo puede hacer en nombre de su propio dios. El holocausto será entonces la propia y entera Humanidad.
Vemos así, que la teología con pretensiones de ser una ciencia, sólo nos pinta a un ser fabuloso que jamás ha existido, ni existe, pues de lo contrario, según las mentes que lo han fabricado, este nuestro mundo debiera ser un verdadero PARAÍSO (así con mayúsculas) como lo soñaron los autores bíblicos, sin pecadores de ninguna categoría, ya que el “creador”, de existir, desde su visión del futuro (cualidad otorgada por los teólogos a su inventado ente) debiera haber hecho un mundo pura bonanza, sin proclividad alguna por parte de sus queridas (a veces malqueridas) criaturas hacia la maldad, y con más razón sabiendo de antemano todo, absolutamente todo lo que iba a hacer su querida (a veces malquerida) criatura con libre albedrío, ni tampoco a ser víctimas de pestes, hambrunas, cataclismos, etc…. con sus luctuosos saldos.
Ladislao Vadas